Tertulias y Tertulios

En los tiempos actuales las asociaciones, clubs -clubs, no clubes-, círculos, peñas y demás agrupaciones, asambleas y cofradías se hallan un tanto o un mucho venidos a menos, como si con el paso de los años las personas sistemáticamente hubiesen perdido aptitudes para unirse, habilidad para reunirse; como si fuera arduo estrechar vínculos y relación directos en el aquí y ahora… ¿Será que el género humano olvida su capacidad de contacto personal? Cierto, existen la TV, el internet, vídeos, películas en casa a voluntad en el momento que uno elige, y otras ventajas de la modernidad que promueven el entretenimiento y placer solitarios, sin que la expresión entretenimiento y placer solitarios sea peyorativa sino que se refiere a que ya no nos resulta necesaria, y tampoco deseamos la vecindad ni cercanía inmediata de los unos para con los otros… ¿Quién duda ahora que con frecuencia aquél que reside en las antípodas se encuentra más en contacto con el amigo que el compañero que vive en el inmueble de al lado?

Qué lejanos quedaron los tiempos aquéllos en que un simple intercambio epistolar franqueado por correo tomase semanas y hasta meses en su ida y vuelta entre Europa del Norte y América del Sur. Menos aún por entonces deparaba grandes ventajas la llamada telefónica intercontinental toda vez que, aparte de lo oneroso del servicio, la voz sufría altibajos en su recepción, no siendo raro que los conferenciantes concluyeran más desinformados, más desorientados y turulatos que cuando empezaron. En condiciones normales ahora el skype lo soluciona todo.

Siguiendo la misma dialéctica de progreso, nos encontramos con que cada día son menos los que redactan cartas manuscritas, con el consiguiente desmedro de caligrafía y ortografía. Reemplázase las palabras completas por otras a medio escribir, como en el e-mail, por celular, etc.; las suplen por signos inconclusos, por símbolos presumiblemente matemáticos que sustituyen términos, y por trazos que nada tienen que envidiar a los más intrincados y enrevesados jeroglíficos del antiguo Egipto anteriores a la revolución de el-Amarna, tanto que para descodificarlos pronto habrá dos caminos fundamentales que escoger: ser un Champollion forzoso o, volverse imprescindible acudir a las más activas agencias de espionaje internacional para desentrañar lo desentrañable. Paralela a la pobreza escrituraria se da la indigencia mental, que manifiesta sus penurias en esa oralidad que oyéndola es para echarse a llorar. Lo real es que si no se dice nada no se calla por discreción ni por prudencia, sino por falta de pensamiento, ideas y reflexiones. Si creen que exagero sólo tienen que escuchar cómo hablan la juventud y la niñez de los tiempos actuales, así como no pocos adultos que tuvieron la suerte de nacer y crecer en tan renovadoras condiciones. Con avances de tanta bonanza damos por descontado que las sociedades enriquecerán el número de insociables o antisociales, huraños, retraídos, huidizos, tímidos, misántropos, esquivos, misóginos, intratables, irritables, coléricos, irascibles, estresados y resentidos.

¿Habrá tenido algunos de mis lectores que explicarle a un niño o a algún muchacho que qué es una carta, que qué es el servicio postal, que para qué sirve éste, cuál es su razón de ser y cómo se utiliza?

Hay también la contraparte, aquélla que individual o colectivamente alienta y acepta el apego y amistad entre los seres humanos -la vejentud-, aquélla que activa la fraternidad entre los hombres. Existen todavía asociaciones de barrio o de distrito o de la jurisdicción de lo que fuere que sobreviven a pesar de los graves vacíos que doña Pelona con su guadaña van dejando. Da gusto, de veras, comprobar que, aunque quizás no sean conscientes de su papel, por sus sistemáticas reuniones cumplen la función de proteger, preservar y transmitir algo tan hermoso como el acervo, dichos, sentencias, aforismos, máximas, proverbios, expresiones y espíritu de nuestra tierra natal, que es tanto como vivir felicidad propia y estimular la ajena.

Cuando rememoro estas instituciones, espacio preferencial ocupa en mi espíritu el Club Social Independiente Salaverry, club de mi adolescencia, club de barrio del Callao, que hoy como entonces queda en la primera cuadra de Libertad. Aquellos años de mi estrenada juventud, felicísimos y ubérrimos en gratas experiencias se hallan ligados al Club Salaverry. Sus visitas son bálsamo para mi mundo interior, donde se agolpan no tristezas sino esencias de inefables e inmarcesibles alegrías. Para mí ascender por sus gastados escalones de madera es como para el alma remontarse al eterno Edén de las delicias.

fiestaVista de una parte de la reunión de diciembre en el Club Social Independiente Salaverry a la que asistí.

Fuente: Álbum personal

Otro de estos cenáculos o gremios de camaradería es el Club la Boya, que hace seis decenios surgió de un grupo de amigos que reuníase en el Chifa Cantón, ése que quedaba al costado del Cine Porteño, allá en la tercera cuadra de la Calle Lima, Chifa Cantón que el tiempo, la crisis económica y política, y los alcaldes chalacos convirtieron en nada, si es que hay algo susceptible de evolucionar al estado de lo absoluto no ser, de no estar y de no haber.

Abundando en información, en principio el Club la Boya se reune el tercer jueves de cada mes, y lo hace cumpliendo uno de los más ansiados instante de todo varón, como es el sagrado acto del almuerzo, de refrigerios que dan pie al diálogo y al coloquio y alas a la evocación, a la recapitulación de tiempos idos, todos de muy grato recuerdo, como son los que nos proporcionan esos instantes de concordia y esparcimiento.

Confirmado el día de la asamblea, sus socios concurren al punto geométrico ubicable en algún recinto holgado, alguna terraza, algún mirador, alguna cofa de mástil de velero en tierra, de balcón con amplios ventanales de local de club, que puede ser el del Canottieri de La Punta, donde verifícase la masticación y digestión que vese facilitada por humectación de líquido elemento madurado en pipas, barricas, cubas o toneles, de lo que los circunstantes damos solemnemente fe.

fiesta2Club la Boya en su sesión del lunes 29 de diciembre de 2014, celebrada en el local del Club Canottieri de La Punta.

Fuente: Álbum personal

Recuerdo la última reunión gastronómica de fin de año. El día había amanecido trasparente. El Sol derramaba sus jubilosos rayos desde el oriente despertándonos del sueño del inicio del verano congregándonos en el referido lugar de la cita. Compañera del Astro Rey, la brisa marina de Cantolao insuflábanos energías inéditas. Surcaban gaviotas y patillos los espacios azules, aves alborozadas, generando algazaras casi ya perdidas en lo profundo de lo pretérito, allá en el remotísimo horizonte de nuestra infancia, cuya población, aunque imperceptiblemente, va recuperándose merced a la base de acogida de aves de La Arenilla. Paseamos por el balcón de la terraza y observamos los yates anclados a poca distancia de la orilla. Los bañistas habíanse ya desplegado a lo largo de la playa contribuyendo al murmullo con su habitual bullicio. El rumor de los tumbos llegaban hasta nosotros acompañados luego de breve resaca, cuyo retroceso elevaba el susurro de los cantos redondos, de las esféricas durezas líticas a modo de oración a la Madre Naturaleza. Hubo momentos previos para recorrer el edificio y observar las antiguas fotos pendentes de las paredes, retratos de personajes a los que a algunos conocimos en nuestra ya lejana niñez. Allí estaban los maduros de entonces adornados de mostachos, con escarpines algunos aún, con zapatos de hebillas y botones, con chalecos donde se advertían relojes de bolsillo sujetos a su respectiva cadena, con el remate de la leontina que sostenía dije adormilado sobre el vientre. Los anteojos de pinzas en su día debieron despejar la visión de sus dueños. Mientras me paseaba, trascurrieron los minutos. Los comensales empezaron a llegar a la hora acordada, motivando estrechones de manos y abrazos, como es peculiar y característica manifestación de acercamiento en nuestra cultura.

fiesta3Otro ángulo de la misma sesión de almuerzo mensual del Club la Boya, llevada a cabo el lunes 29 de diciembre de 2014, en el local del Club Canottieri de La Punta.

Fuente: Álbum personal

Juntos nos asomamos a observar a los bañistas, a informarnos de los sucesos acaecidos desde la última reunión, a documentarnos sobre lo ocurrido que nos resulta desconocido, y a comentar acerca de lo que fuimos partícipes. Hacia un lado, la Isla San Lorenzo alza su familiar y esbelto perfil, con su faro en el extremos boreal, apagado por la luz del día. Hacia el lado contrario, las grúas del Muelle Sur colindantes al Dársena exhiben inagotable actividad. Los buques entran y salen del puerto en incesante e ininterrumpido tránsito, acoderan a los espigones, tiran amarras y las anudan a sus bitas. Dase inmediato inicio al descargue o a la estiba. El floreciente tráfico naviero, tenaz y obstinado promete prosperidad. Todos nos sentimos dichosos y nos instalamos alrededor del tablero del refectorio. Así fue ayer. Así es hoy. Así, lo anhelamos, será mañana.

Ricardo E. Mateo Durand

El Callao (Perú)

Tartu (Estonia)

Las Ratas del Pantano

Esta es la última, dijo, casi entre sollozos. Cerraron la maletera del coche y se sentó en la parte de atrás, cogiendo tiernamente la mano de su adorada hija. Entrecruzaron sus dedos, como signo de una triste despedida, sin dirigirse palabra alguna, se encaminaban al Aeropuerto Internacional de Miami. El viaje, que les parecía una eternidad, era un suplicio para todos y ninguno profería una palabra, sólo se sentía el aliento de cada cual. El silencio pesado les estaba jugando una mala pasada, aún más nerviosos y tristes: era una despedida real, no sólo un hasta luego. Era un adiós sin retorno, la negra, como cariñosamente le llamaban sus amigos; No comprendía aún lo que había sucedido. En su mente sin malicia no atinaba a darse cuenta del gran daño que algunos habían cometido y el porqué de esta mala acción. Jamás hizo daño alguno, e, inocentemente, pensaba quizás que todas las personas eran como ella.

Llegaron al aeropuerto, tomó sus pocas pertenencias, se dirigieron al interior del mismo, a punto de desfallecer, sentía cómo las piernas le temblaban; no quería hacerlo, pero estaba obligada. Como si una injusta condena la hubiera sentenciado por algo que nunca cometió, tuvo que tomar la decisión, alejarse para siempre del país al que había emigrado hacía casi diez años, país en el que se había desarrollado no como hubiese ella querido. Pero las circunstancias de la vida le habían otorgado cierta comodidad y sosiego. Tuvo que renunciar a todo aquello por lo que había luchado tanto.

Alta, su tez morena color “miel de picarón”, como su esposo le recalcó alguna vez, y sus impresionantes ojos verdes hacían resaltar su agradable apariencia. Poseía una exótica belleza, como alguien alguna vez le mencionó. Vino de su país natal a tentar fortuna, y ¡vaya que lo logró!: vivía cómodamente en los suburbios de la ciudad, tranquila, gustaba de la lectura, de la música, y sobre todo del canto. Poseía una voz privilegiada, lo que permitía a sus amigos pedirle que les regalara unas canciones cada vez que asistían a una reunión familiar, donde era especialmente invitada para hacer lo que más le gustaba: cantar.

Nerviosa, muy nerviosa, presentó su “ticket” de viaje a la agente de la Cía. Aérea. En ese momento se escuchaba: Primera llamada para los pasajeros del vuelo # tal con destino a la ciudad de Lima, Perú…

Envuelta en su propia angustia, quería gritar, vociferar, granputear como algunas veces lo hizo en momentos de desahogo. No podía. Su mente era un torbellino de sentimientos, desagrado, molestia, ira, pero jamás venganza, en su persona nunca existiría algún sentimiento innoble…

Tomando fuerzas de flaqueza y a punto de quebrarse, atinó a abrazar fuertemente a su hija querida, como si fuese la última vez. No era el caso, pero sí era quizás el comienzo de una separación forzada que nadie quiso, no obstante que estaba obligada a cumplir, en contra de su voluntad. Rodaron algunas lágrimas por su bello rostro. Paradójicamente, sus ojos brillaban más hermosos que nunca. Sólo atinó a coger su bolso de mano y dirigirse a la salida correspondiente para tomar el avión que la llevaría a su destino. En el corto trayecto acertó a voltear y dar un último vistazo: estaban allí, con el corazón en la mano, sus seres más queridos, sin comprender aún la magnitud del hecho, se despedían con una tristísima mirada y con el deseo ferviente de un pronto reencuentro, que no estaba ya en sus manos.

Sentada en el avión pasaron por su mente los momentos más bellos de su estancia en el país. Aturdida por las rápidas imágenes que discurrieron en ese instante por su mente, sólo consiguió dirigirse al Creador con gran devoción, pidiéndole a Él lo mejor para los suyos. Con un “Padre Nuestro” quiso mitigar su pena, consiguiéndolo a medias.

Mientras despegaban, y al cabo de unos instantes miró por la ventanilla, y alcanzó a ver Los Everglades, que es la zona pantanosa del Sur de la Florida. Quizás sería la última vez que los vería. Debajo, pululaban cientos, miles de animales, alimañas de todo tipo, pero sobre todo, muchas ratas del pantano.

En algún momento, presa de una gran tristeza, Lucas recordó un “huaynito” que acostumbraba tocarle:

   “Negra del alma … negra de mi vida …

Cúrame la herida que has abierto dentro de mi pecho….

Ay negra … Ay zamba….

Quién será tu dueño mañana …

Cuando yo me muera mañana …”

————————————–

¿Estas llamando?”,

”Sí -contestó ella-…¡estoy llamando!

Después de haber logrado comunicación, y mientras esperaba respuesta en español, él le preguntaba:

¿Ya sabes lo que vas a decir?,

-fue la inmediata respuesta-.

En el otro lado de la línea contestaba una operadora:

Servicio de inmigración, operadora nro. Tal…, ¿En qué puedo servirla ? :

– Buenos días, estoy llamando para hacer una denuncia…

– ¿Qué tipo de denuncia..? -Insistió la operadora-,

– Estancia ilegal en el país –precisó ella-

Un momento por favor: voy a pasar la comunicación al departamento respectivo…

A los pocos segundos, contestó otra voz, esta oportunidad era voz masculina:

– Servicio de Inmigración: ¿En qué puedo servirla?

– Es una denuncia señor, a personas indocumentadas… –replicó-.

– Bien, ¿podría precisar por favor?

– Muy bien, mi nombre es…, de tal, y estoy llamando para denunciar a una persona por estancia ilegal en el país…

– ¿Es Usted ciudadana o residente?

– Soy residente…replicó sin importarle la manera fraudulenta en que ellos habían conseguido dicho beneficio

– ¿Podría confirmarme sus datos?

– ¿Es confidencial…? -preguntó ella-.

– Sí, es confidencial…

– Bueno, mis datos son…

– ¿Podría proporcionarme los datos y dirección de la persona denunciada?

– Sí, son los siguientes: ………

Luego de dar los datos mencionados, y sin ningún signo de arrepentimiento por la delación que acababa de efectuar, se miraron, los dos asintieron mutuamente con esa sonrisa malévola que los caracterizaba, propiedad innata de los envidiosos, hipócritas y traidores…

Lucas recordó los largos años de “amistad” con estos personajillos. Vinieron a su mente los innumerables actos despreciables en que éstos se vieron envueltos, motivo por el cual cortó dicha relación, y recordó un pensamiento:

“El que traiciona una vez, traiciona mil
el que traiciona en su casa, a su esposa e hijos,
traiciona en la calle a su socio o amigo…
El que traiciona al amigo, traiciona a todo el mundo.

La traición no es un acto, es una condición del ser humano,

No se comete una traición, SE ES UN TRAIDOR.”

Sentado y absorto en sus pensamientos, Lucas cavilaba:

“Alguna vez pensamos que Dios se encargará de castigar a este tipo de miserables, podría decir que no es así, puesto que Dios no castiga… ¡La vida da tantas vueltas!, y todo se paga en este mundo…: Quizás con una enfermedad terminal, una embolia o una simple hemorroide en el culo… Por nuestra parte, no le deseamos ningún mal a nadie, y es la propia vida quien le dará a cada quien lo que se merece.”

Asociando a este tipo de despreciables personajes, recordó un pasaje de la Biblia que nos dice:

“Pero les ha acontecido lo del proverbio verdadero: El perro vuelve a su propio vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el fango”…

(2 Pedro 2:22)

Recostado, descansando ya en casa , Lucas recordaba los momentos angustiosos de su llegada , 15 años, 15 largos años de ausencia, se recordó oteando por la ventanilla del avión mientras este descendía, vio su tierra querida desde el aire, hermosa, bella , incomparable, su Patria querida.., Lima, la que alguna obra calificó de La horrible, allí estaba, con sus luces, sus gentes, sus tradiciones…, al costado, su Callao querido. Sudaba nerviosamente, mientras caminaba hacia la salida después de pasar por Inmigración, allí estaban, sus seres más queridos, solo atinó a abrazarlos fuertemente, a la vez, miró alrededor , se percató de su ausencia…No está; no está…dijo para sí mismo… Que se va a hacer…que se va a hacer

Había disfrutado de algunos momentos de jolgorio en casa de Ursus , gran amigo de antaño; al que jocosamente se referían como Cacique de Chucuito, La Punta, San Lorenzo, El Frontón , El Camotal e islas aledañas, observaba desde el “depa” la hermosa vista, si, al frente y desde el edificio “Dos de Mayo”, se divisaban las figuras hermosas de las Islas “San Lorenzo” y “El Frontón” (de triste recordación porque fue un presidio que alguna vez fue mudo y trágico testigo de hechos deleznables), estaban los amigos de siempre, ya entrados en años, pero al fin y al cabo sus más entrañables amigos, la guitarra, el cajón, un brindis por aquí, otro brindis por allá, con el consabido Te estimo como la putamadre hermano de todos los borrachos, noche de tertulia, de música, de tragos, de amistad sincera…

Aun adormitado debido al gran recibimiento en el barrio querido, disfrutando del sonido del mar y por supuesto de la agradable brisa marina con su olor característico, en un momento se quebraron sus pensamientos con el sonido particular del teléfono…

  • ¡Hijito, te llaman ¡ escuchó..
  • ¿Quién es? preguntó…
  • Una señora… fue la respuesta
  • ¡Hola ¡ replicó Lucas…
  • ¿Como estas? se escuchó en el auricular, era su voz, si, era ella, inconfundible…

Algo turbado, solo atinó a preguntar ¿Cómo estas, como estas?

  • ¿Llegaste anoche? No, respondió, – llegue hace dos días
  • Me avisaste que llegabas anoche, ¿qué pasó?

Lucas no supo que contestar, tal vez el error de siempre de confundir los números al escribirlos, pensó…

  • Voy a ver algunas cosas y te llamo, dame tu teléfono y dirección…, a duras penas pudo coger un lápiz y escribir temblorosamente…

Se despidió de mamá, y pasó el día de aquí para allá, yendo y viniendo, inició su recorrido visitando el barrio de Chacaritas; su lugar de nacimiento, recordó la plazuela del Barrio fiscal # 3, que antaño le parecía inmensa, ahora se veía minúscula, había pasado por su querida calle Colón, escenario de tantas anécdotas y travesuras de niño, pasó por la sede del club Sport Boys, aguerrido equipo de antaño y hoy venido a menos; que conjuntamente con el Atlético Chalaco constituían la garra y el fervor deportivo de los chalacos, siguió por la antigua calle Libertad, Salaverry, Constitución; pertenecientes al Callo antiguo y de grata recordación, para recalar finalmente en la playa Cantolao del distrito de “La Punta”, escenario de tantos momentos felices de su vida.

Mirando constantemente el reloj, a la hora prevista la llamó y quedaron en reunirse en cierto lugar…

  • A las tal en punto, al costado de tal sitio…, en el barrio de San Isidro…

Para movilizarse a través de la ciudad, no tuvo mejor idea que hacerlo a través de lo que significaba ya una tradición en la ciudad, el uso de microbús, con sus asientos destartalados, sus bocinas bullangeras, viajando como sardinas en un minúsculo vehículo, que le parecía de alguna manera muy simpático, por lo folclórico , imagen representativa del la urbe.

Le fascinaba la ruta, el microbús atestado de gente de toda raza , color , credo, las luces y el bullicio de la ciudad, parado en un rincón del pequeño bus, con capacidad para 20 o 25 personas, pero a calculo ligero podrían ser unos 40…”Avance al fondo”..”Al fondo hay sitio” gritaba el cobrador, la gente alborotada respondía de mal humor, de pronto un atrevido vociferó: “Oe conchetumare, a dónde vas a meter más gente uón”…

Lucas solo sonreía, se apeó en el paradero convenido, caminó algunas cuadras, confundido, nervioso…de pronto divisó la camioneta que ella le había descrito, sí; era ella sin lugar a dudas…

El vehículo se estacionó al borde de la vereda, no atino a moverse, solo la miró, se acercó , escuchó que lo llamaba por su apellido, como algunas veces y bromeando, ella lo hacía…le tomó las manos, la besó suavemente en los labios y atinó a decirle…Hola mi amor, tenía un nudo en la garganta, 5 años de ausencia, 5 largos años que habían pasado como si fueran solo ayer, ella ; con los ojos enrojecidos reía nerviosamente, reía, solo reía, Lucas tomó su cabecita y la acurrucó en su pecho, se abrazaron con fuerza, como si quisieran recuperar esos largos años de forzada separación, se tomaron de las manos, y caminaron, solo caminaron, sin importar donde, disfrutando de la felicidad de estar juntos…como antes…

Hugo Pazos

EL COCINERO CHINO

La familia de I era de rancio abolengo. Sus antepasados poseían pergaminos que demostraban fehacientemente su prosapia y estirpe de antigua alcurnia en alianza incuestionable con otros de similar linaje que realzaban su nobleza de sangre. Aparte de los añejos títulos emparentados con el poder y la riqueza ­poderío y opulencia son hermanos gemelos­, los bisabuelos y abuelos de la señora doña Angélica de I habían demostrado talento para adaptarse a la novísima república y a su agitación, inquietudes y actividades comerciales que trajo el siglo XlX. En su conjunto, tanto como familia como en sus elementos individuales constituyentes de la misma, toda y todos se aclimataron tan bien a los nuevos tiempos que aprendieron a navegar en los más impetuosos mares, y a sacarle provecho a la situación cualquiera que ésta fuera.

Por la época en que conocí a una de sus descendientes, la referida señora doña Angélica, vástago de la mencionada familia, poseía mansión que quedaba por lo que ahora son las primeras cuadras de la Avenida Salaverry, por entonces todavía lugar sosegado y tranquilo, allá, no muy lejos del sitio aquél por donde no hacía mucho fue el Bosque Matamula, zona apacible, de excelente aire y de ozono puro por su condición de área un tanto alejada del centro de Lima.

La mansión ocupaba una manzana completa. El edificio principal erigíase en el centro del solar teniendo más allá un cenador preciso para los almuerzos en días cálidos y veladas de noches templadas, con su glorieta vecina para conversaciones, tertulias y bailes a que los ágapes de entonces traían consigo. Allí era usual la praxis dedicada a Ludi Floreales, pero no en su versión de desenfrenos sensuales sino para el sano ejercicio de las bellas letras. Así, lo que pudo haber sido licenciosos encuentros íntimos se convirtieron en citas literarias, poéticas; de inspiraciones líricas, elegíacas, bucólicas, épicas, pastoriles e idílicas, con lo que queda claro que hallábanse relacionados con la grata vertiente de juegos florales en inspiradora atmósfera teniendo a la redonda por igual árboles oriundos del Perú como aquellos otros de procedencias varias ambientados en nuestra dichosa tierra. Un poco más allá estaba la piscina, no de medidas olímpicas pero sí para el cómodo aprendizaje y la práctica sin trabas de la natación. No muy lejos, el estanque con lotos y peces de colores traídos del lejano Oriente era deleite y regocijo para la vista.

Dentro del inventario de bienes patrimoniales heredados de sus mayores, sin contar los inmuebles y muebles, que eran cuantiosos, la señora doña Angélica se vio convertida en dueña de uno semoviente de particularidades muy especiales que respondía al nombre de Fuchi­fu.

Acerquémonos a él. Mirándole el rostro, Fuchi­fu parecía palimpsesto borrado y escrito repetidas veces, tantas que ni paleontólogos ni paleólogos ni paleógrafos ni grafólogos ni expertos en críptica ni geólogos ni arqueólogos ni curtidores ni restauradores de pergaminos y cartón ni consumados papirólogos ni egiptólogos ni orientalistas ni sinólogos ni versados en Manuscritos del Mar Muerto ni de los de Nag Hammadi ni ningún avezado técnico de disciplinas ni ciencias habidas y por haber era capaz de determinar su edad matusalénica. Por la época a que nos referimos todavía no se habían descubierto las aplicaciones del carbono­14. Así, pues, la data de nacimiento como la longevidad de Fuchi­fu continuaron siendo misterios y enigmas indescifrables.

Sabíase sí, que siendo muy joven, entrando recién en la adolescencia salió del Celeste Imperio fugándose por Hong Kong. Pasando mil de privaciones, penurias, peripecias, carencias y naufragios vino a tomar tierra en una de las plantaciones del norte del Perú, donde captado no mucho después por sus eximias cualidades gastronómicas, el dueño de un ingenio azucarero, abuelo de la señora doña Angélica lo destinó a la cocina de su casona.

Fuchi­fu era asiático más bien bajo que de estatura media, más todavía cuando los años le habían hecho perder alzada. Lucía complexión casi esquelética pero sano y vital a toda prueba independientemente de su apariencia enteca, esmirriada y canija. Era hombre a quien todos compadecían por creerlo cerca de la sepultura, pero por incomprensibles paradojas era él quien enterraba a todos. Era ágil de naturaleza, rapidez que conservaba por la costumbre de deambular por los jardines, follaje y frondosidades de la finca persiguiendo animalitos que, por testimonio bajo juramento del jardinero, del agente particular de baja policía, del mayordomo, de la mucama y del ama de llaves, se trataba de batracios y roedores, aunque al regresar Fuchi­fu sólo enseñara manojos, gavillas y haces de yerbas producto de sus frecuentes excursiones que se extendían hasta coordenadas bosquematamulense.

Cualquiera hubiera afirmado que se trataba de austero monje budista o de tímido, insociable y huraño asceta solitario. ¡Nada más lejos de la realidad!: Desde antiguo había trabado amistad con compatriotas suyos, que en su mayoría residían y trabajaban en chifas del Callao, ciudad a la que de vez en cuando bajaba yéndose en carreta o carromato jalados por caballos de desgarbada estampa ­caleta y calomato decía él­, o en tlanvía, cuando estos empezaron a funcionar a principios del siglo XX.

Si la edad de Fuchi­fu era enigma pitagórico, igual ocurría con sus habilidades y pericias culinarias. Fuchi­fu hacía sopas y condimentaba adobos y guisos que eran simbiosis de la novena maravilla del mundo antiguo y moderno.

Algunas veces tentaron al abuelo para que vendiera la casona, transacción que no llegó a feliz término para el potencial adquirente debido a que el dueño se negó en redondo venderla con chino y todo. El negocio de la enajenación era incluyendo a Fuchi­fu. La cosa resultaba clara para el adquisidor: compra con Fuchi­fu porque si no, no había trato. La casona y todo lo que constituía la propiedad completa sin Fuchi­fu perdía por lo menos la mitad de su valor y cotizaciones.

Así fue como nuestro cocinero se convirtió en pontífice infalible, irrebatible desde su solio en ciencias culinarias y, por tanto, en inamovible personaje de aquella heredad. Su palabra, siempre que no excediera los límites de la cocina, devino en dogma y en artículo de fe.

Pasaron años, lustros y decenios hasta llegar a los tiempos a que me referí al principio de esta verídica narración. Con sopas y cazuelas tan destacadas obvio era que nunca faltaran comensales sentados a la mesa de la señora doña Angélica, sobre todo los autoinvitados profesionales, vástagos de familias capitalinas de campanillas venidas a menos, acuciados por hambre tenaz, desempleados y persistentes ociosos voluntarios, huéspedes que en El Callao se designa con términos múltiples: gargantas, paracaidistas, gorriones, gorrones, gorristas y gorreros. No era que formaran legión los gargantas, todos muy atildados, muy acicalados y emperifollados sin un centavo en el bolsillo, pero fechas y oportunidades hubo en que, sin duda por telepatía o arcana intuición, acudían en tropel a saborear la manduca fuchifusiana. Pasemos ahora a la cocina…

… la misma donde Fuchi­fu era soberano y señor de impenetrable reino. Era ésta de magnitudes apreciables. Sus medidas, al igual que ciertos templos se computaban en longitud de Oriente a Occidente, en latitud de Norte a Sur, en profundidad desde la superficie del suelo hasta el centro de la Tierra y, en altura, desde la superficie del suelo hasta la bóveda celeste, todo incrustado en la intemporalidad o atemporalidad más absolutas. La alacena se hallaba en una de las paredes, tan ancha y alta como la muralla en la que estaba empotrada. Había espacio para comestibles y verduras de todas las especies y climas, tanto tórridos como templados y fríos. También estaba la sección para cacharros de todo tipo: cucharas, cucharones, rodillos, vasijas, escudillas, bacías, cuencos, ollas de barro y metal, ánforas, cántaros, botijos, alcarrazas, marmitas, tazas, tazones, jofainas, poncheras, boles y mil otros recipientes propios de su arte y oficio, multinacionales y multiculturales.

El mastodonte que servía para cocinar contaba de cuatro fogones y un horno, en cuyos vanos del hogar, abajo de las parrillas, se introducía la leña o el carbón de palo, que luego se prendían utilizando astillas del mismo madero o papel de periódico ­designado papel de comercio­, hasta que los tronquitos después de paciente combustión quedaran convertidos en ascuas y rescoldos, todo a fuego lento, que era secreto de su industria. Cuando la flama tardaba en avivarse o se apagaba, entonces rociábanse con kerosene los trozos de leña o de carbón, lo que aseguraba categórica ignición.

Poseía también hornillos primus que usaba alternativamente. Sus primus echaban más fuego que soplete de gasfitero. Podía desarmarlos y armarlos hasta con los ojos vendados, sin fallar en la instalación exacta de parrillas, quemadores, empaquetaduras y niples. Nunca se le reventó ninguno.

Las ollas familiares de esas dichosas épocas eran como las que se empleaban para cocer el rancho de la tropa, ello porque había que estar preparados para las ya reveladas visitas inesperadas y espontáneas, de cuyo número ni las predicciones de San Malaquías y de Nostradamus juntos hubieran acertado. Así, Fuchi­fu ponía sobre los fogones recipientes que más eran pailas que otra cosa. Daba gusto, en el caso que hubiera sido posible observarlo en tales menesteres, ver cómo llenaba de agua y metía carnes y vegetales para luego hervirlos hasta que el borboteo y burbujeo sonaban como sinfonía para sus oídos. Cuántas ocasiones hubo en que la señora doña Angélica solicitó la gracia de hallarse presente durante los cocimientos para aprender también ella de tan eminente maestro, merced que siempre le fue denegada por el ilustre chef, negativa que no sólo se extendía a ella sino también la hubiera dado al mismo Cristo, si sólo para tal gestión hubiese bajado del cielo.

Pero todo se logra dándole tiempo al tiempo y haciendo gala de paciencia. La serena dama a modo de sugerencia había ordenado al jardinero con la mayor reserva que sin aspavientos ni énfasis le avisara cuando algún instante de ausencia de Fuchi­fu la ayudara a introducirse en su feudo. Cumpliose la coyuntura favorable en circunstancias en que éste salió para arrancar de cierta mata un puñado de hierba sazonadora. La señora doña Angélica ingresó en recinto por tantos años vedado. Miró hacia uno y otro sitio. Repasó la alacena, la despensa, los armarios, las ménsulas y anaqueles con rápido examen. No hubo para ella repisa inadvertida. Todo se hallaba impecable, limpio, pulcro e impoluto. Comprobado esto, la mirada se posó instintivamente en la borbotante paila sobre uno de los fogones. Tomó un secador y protegiéndose la mano de vapores levantó la tapa. Examinó el interior del recipiente y reparó cómo por efectos del hervor habíase establecido corriente circulatoria de abajo hacia arriba, dando como resultado el movimiento contínuo de los ingredientes que hallándose en la cresta de la efervescencia dejábanse ver por breves momentos.

Notó un no sé qué de imprevisto. Una punzante corazonada la excitó. Tomó la espumadera más a mano y con ella removió el espeso menestrón. A las zanahorias, papas, nabos, trozos de apio y poro ya casi en su punto de cocción siguieron fragmentos de carne que al principio la dama tomó como cosa natural… ¡¿Natural…?! He aquí, sin embargo, que entre esas porciones destacose algo como el cuerpo de un animal pequeño, tiernecito, esponjoso y delicado unido a una especie de larga mecha de dinamita, gorda en su base pero adelgazando conforme llegaba a la punta. ¿Sería un conejito? … ¡No…!: los conejos no tienen rabo de estas características. ¿Un cuy…? …¡Tampoco…!: los cuyes casi no tienen rabo. Éste era largo, grueso en la base, en la parte pegada al cuerpo, afinándose en el extremo final. Sus pupilas focalizaron su atención en este objeto inesperado, en esta inopinada provisión, y se le abrieron demesuradamente justo en el momento en que Fuchi­fu hacía acto de presencia estableciéndose el diálogo:

– ¿Qué significa esto, Fuchi­fu? ­inquirió la señora doña Angélica, enseñándole al chino el roedor pelado y hervido que sostenía en la espumadera­,

– Ete pelicotito, patloncita, como sapito que etá dentlo cacelola, son pala mí, pueé … Sopita menetlón y demá comilita pala ti y toó lo galgantaa limeñitooo.

Ricardo E. Mateo Durand
El Callao – Perú
Tartu – Estonia (Comunidad Europea)

LOTERÍA FATAL O DE LA SUERTE Y DE LA MUERTE

Recuerdo la última vez que lo vi. Fue el viernes 13 de diciembre de 1968, casi vísperas de mi segundo viaje a Europa. Por hallarse vinculados de alguna manera, me referiré a ambos, a él y a mi viaje … ¡Viernes 13…! … Ocurrió en circunstancias que me fui a caminar por El Callao para observar, para contemplar, para guardarme y llevar conmigo las imágenes de sus gentes, de sus calles, de su flujo de personas y vehículos, de su mercado de abastos -Plaza Grande-, de sus plazuelas -del Óvalo, Dos de Mayo, Independencia, Pérgola, Malecón-, de su compleja heterogeneidad, de sus fragancias, coloridos y sabores.

Empecé mi recorrido desde la intercepción de Guardia Chalaca con la Calle Lima. Despacio. A pie. Me movía con tranquilidad para no deambular ajeno a lo que me rodeaba sino precisamente para captarlo todo, para sentirlo y penetrarlo todo, para aprehenderlo íntegro todo con la mayor fuerza posible. Pasé por el costado del Cine Sáenz Peña, que no mucho después dejaría de existir. En el mismo sitio de aquella sala de proyecciones, en tiempos actuales se halla el edificio de la SUNARP. Al otro lado de la calle se levantaban, como aún permanecen levantados, los muros del Colegio San Antonio de mujeres.

Pasé de cuadra dejando a mi derecha la callecita Nazca y, pocos metros más allá, crucé la Avenida República de Panamá. Seguí bajando por la misma Calle Lima cuando de pronto una camioneta roja llamó mi atención. La carrocería era de rojo encendido. A la altura de Vigil, poniéndole aire a las llantas de ese mismo vehículo encarnado estaba mi amigo Ernesto, a quien los compañeros le decíamos Tito unas veces -como lo llamaban en su casa-, Fifa, otras, como le decíamos sus amigos o, al menos, parte de ellos. Quien estas líneas lee no debe asombrarse de los motes de los chalacos -chapas, se les decía por aquellos tiempos quizás para sin proponérnoslo enriquecer la polisemia de la palabra, ya de por sí abundante-. Ni en el colegio ni en el barrio había quien no tuviera su sobrenombre: cada amigo y compañero tenía el suyo. No se salvaban ni los maestros, o quizás por el hecho de serlo eran los primeros en rebautizarlos los muchachos. Son calificativos cariñosos que acompañan desde la niñez, asociándose con nosotros hasta la tumba. Los suyos eran, repito, Tito o Fifa, sin que este último tuviera relación alguna con el fútbol.

foto1

Foto de la clase de primero de primaria del Colegio San José de los Hnos. Maristas
(El Callao – 1952)
Fuente: Álbum personal

Fifa y yo nos conocimos desde los primeros días escolares, como con la mayoría de los camaradas de la niñez. Ambos empezamos la primaria en la misma clase e hicimos juntos La Primera Comunión un año después, que fue el Día de San Luis Gonzaga (21.06.1953). Transcurrido un decenio, egresamos en la misma Promoción (Llll Hno. Pablo Nicolás). Refiriéndome a su persona añadiré que se trataba de un joven un par de centímetros más alto que yo, y de complexión fuerte sin perder la silueta esbelta de la adolescencia. Era risueño, festivo, demostrando su complacencia con sonoras y contagiosas carcajadas, sobre todo cuando en momentos de muchachonadas travesuras dábase a reir con alborozo que exteriorizaba sin estorbo:

– Jooo … jojojooo … ¡¡¡Jooooooooooooo…!!!

Lo recuerdo también cuando en el coro del Hno. Pascual, conservando la armonía a Tito le daba por cambiar palabras y frases de las canciones que el referido don Pascual nos enseñaba … Había una parte en que el conjunto debía repetir:

– Al bardero … al bardero … al bardeeroooo …

con voces bajas y decreciendo en intensidad, que en boca de Ernesto salía de manera manifiesta jugando con los efectos fónicos de la palabra:

– Al pajero … al pajero … al pajeeroooo …

… desternillándome tanto que en una oportunidad, escuchando nuestro Hno. don Pascual que por ahí alguien desentonaba descubrió en mí el causante de tamaña disonancia, indicándome con el dedo índice de la mano derecha la puerta de salida. Nunca más participé en ese ni en ningún otro coro precisamente por mi incapacidad para fundir mi voz en el armónico unísono torrente de las otras voces.

No puedo, ni tampoco deseo pasar por alto que cuando adolescentes solíamos reunirnos en La Punta para bañarnos en las aguas de Cantolao o en las de La Arenilla -a La Punta-Punta iba yo con otros amigos-. Acostumbrábamos jugar pin-pon en el Club de Regatas Unión, pero, sobre todo, nuestros encuentros eran para remar. Nos encantaba bogar. Buscábamos al entrenador, un uruguayo por entonces era el instructor oficial del club, y le pedíamos permiso para sacar yola, que nunca nos negó, reiterándonos la consabida recomendación:

Tengan cuidado, muchachos… No se alejen demasiado de la playa… Desde acá los voy a estar mirando.

foto2

Cantolao
La Punta – El Callao
Fuente: Álbum personal

Pasaron los años con la lentitud y dilación que la adolescencia les atribuye. Egresamos (1961) y cada cual optó por el rumbo de sus sueños, de sus posibilidades, de sus proyectos y aspiraciones o de lo que fuere. El padre de nuestro amigo tenía oficina de contaduría-auditoría en la primera cuadra de la Calle Lima y, como sucede en ocasiones, nuestro apreciado compañero siguió las huellas de su progenitor. Tan bien le iba todo que en cierta oportunidad salió favorecido con el premio de lotería consistente en una camioneta de color rojo, la misma con que lo vi ocupándose de su mantenimiento en aquel minúsculo centro de servicios en una de las veredas de la Calle Lima.

Lo vi, pues, y mi primera intención fue llamarlo, pasarle la voz desde la otra acera, acercármele y conversar con él, borrar el tiempo transcurrido desde la última ocasión en que nos vimos. También despedirme. Pero me detuve: no me atreví a gritar de una vereda a la otra porque pensé que hubiese sido excesivo alboroto. Tampoco crucé: por entonces el tráfico era de doble sentido, y en ese instante mostrábase congestionado. Me contuve. Me sobreparé y me quedé viendo a mi amigo, activo, diligente y entusiasta, atendiendo el vehículo con que la suerte lo gratificó.

– Será para otra oportunidad -me dije- … Será para cuando regrese al Perú.

Paso a paso fui bajando por la misma vereda y pronto estuve a la altura del mercado. Entre Cusco y Puno, casi al frente de la puerta del mismo mercado de abastos que da a la Calle Lima quedaba la pastelería de un chino que vendía mimpaos y demás deleites para el paladar hechos de frejol colado, de dulce de piña, de miel y coco. No pasó mucho cuando el establecimiento se mudó a la Calle Cusco, justo allí donde en el pasado doblaban los urbanitos y tenían paradero, sistema que desapareció en 1965. De Cusco el mimpaonero cruzó la Calle Lima y ahora (2015) lo tenemos instalado a media cuadra de Cochrane, también casi al frente del portón de media cuadra del mercado, a pocos metros de la Calle Colón y de la antigua Avenida Buenos Aires, avenida que mucho antes de nuestro nacimiento había sido la Calle del Ferrocarril. Las crónicas nos aclaran que esta misma arteria -la del Ferrocarril- llevó el nombre de Calle de la Condesa. En nuestra época, repito, nadie se acordaba ni de la Condesa ni del Ferrocarril: se la rebautizó con el apelativo de Avenida Buenos Aires para, por último …¡¿por último?! … devenir en Avenida Miguel Grau, que es como ahora se le conoce.

Fui bajando por El Óvalo, por el costado de la Cervecería; crucé la Avenida Dos de Mayo y la Calle Miller para ver La Plazuela Gálvez … Así, pasito a paso llegué hasta el Malecón, donde me apoyé sobre el murito de mi niñez, ése que da hacia el mar. Por entonces los olores del guano había cedido lugar a los de las anchoveteras, que traían el pescado hasta el Muelle para cargarlo sobre camiones. Los camiones partían dejando su rastro de sanguaza, propiciador de resbalones, choques, colisiones y patinazos vehiculares.

Ese día viernes pasó raudo, igual que el sábado y el domingo. Aquel domingo estuve con amigos en gira por Chincha y Paracas, ocasión que fue la última en que vi a mi excelente e inolvidable maestro Pepe Ontaneda, quien falleció en noviembre del 1972 a la edad de 43 años. Llegó, pues, la noche y muy luego la madrugada del lunes 16 de diciembre. Era muy oscuro todavía cuando fue a buscarme el auto contratado por la empresa naviera Marítima y Fluvial para llevarnos a Chimbote, desde donde partiría la Motonave Paracas en directa singladura a Europa. Hice el recorrido automovilístico hasta el punto de embarque en compañía de dos profesoras de edad, que viajarían a España para consultar su salud ocular en la Clínica Oftalmológica Barraquer, y luego realizar gira turística por La Península y por algunos países veterocontinentales. Más adelante dedicaré unas líneas para hablar algo más acerca de estas dos damas.

foto3

Foto de la clase de tercero de secundaria del Colegio San José de los Hnos. Maristas
(El Callao – 1959)
Ernesto Alcántara Falconí se halla sentado: el segundo de la izquierda respecto a nuestro maestro el Hno. Felipe Luis
Fuente: Álbum personal

La Motonave Paracas era buque carguero nada carraco a pesar de haber salido de atarazana en 1946. Aquel lunes 16 de diciembre, el cargamento estibándose era de harina de pescado fabricada de esa misma anchoveta que extraían inmisericordes e inclementes del mar, que en Chimbote transportaron en barcazas hasta ambas bandas, tanto de babor como de estribor del buque mercante. En tales circunstancias lo vi escorado, unas veces hacia un lado y otras, hacia el contrario. Al tope las bodegas, y estabilizadas estiba y embarcación, amanecido que hubo el martes 17 de diciembre, entre las brumas de la expirante madrugada de esa parte del Pacífico, que reverberaban al Sol matinal, partió el Paracas hacia el norte, hacia su punto de destino europeo, que debía ser la ciudad de Bremen.

Los pasajeros fuimos seis: las dos maestras de edad a las que he nombrado -parlanchinas, fisgadoras y fiscalizadoras, de puño en pecho, puritanas y cucufatonas, rezadoras de rosario diario; un caballero empresario con medio siglo sobre los hombros que ya había circunvalado la Tierra tres veces -don Miguel Céspedes B.-; una joven francesa de 27 años con su hijita de tres, y quien estas líneas escribe. Recuerdo que me tocó un camarote espacioso a nivel de cubierta, allá en la banda de babor. Los muebles de roble marrón oscuro se repartían por la holgada cabina. La cama, fuerte, maciza y ancha, de una plaza muy bien medida hallábase atornillada al suelo. Había escritorio asegurado igual que el lecho, escribanía con la que Cervantes se habría sentido a sus anchas para componer El Quijote. Baño propio con ducha. No faltaba nada para realizar viaje placentero que aproveché para leer casi toda la obra de Ricardo Palma. Llegado a este punto daré cumplimiento a mi promesa de informar algo más acerca de las bienaventuradas beatonas.

He olvidado sus nombres, pero sí que me acuerdo de su genio y figura, que las habrá acompañado hasta la sepultura, porque desde entonces a la fecha ha pasado casi medio siglo. Luego de las presentaciones:

Buenos días … ¿Cómo están, señoras?

¿Señoras nosotras? … No, joven, no se equivoque … ¡Somos señoritas por nuestros cuatro costados! … ¡Seeñoooritas…!

Pedí disculpas, y continuamos.

Luego de las presentaciones, repito, y de la exposición mutua de motivos del viaje a Europa, nos referimos a la ocupación de cada uno de nosotros. Ambas eran maestras de escuela. Las escuché y, aprovechando un breve silencio de ellas, que me dio pie para formular la pregunta de por qué en el Perú no estudiaban juntos los niños de ambos sexos, así como en otros países, la de mayor edad me respondió lapidariamente:
¡No! … En el Perú jamás podrán estudiar juntos chicos y chicas porque los chicos son muy mañosos.

La palabra mañoso, que fue la que empleó la casta dama de oásicos cincuenta y cinco años, apuntaba a erótico, lascivo, obsceno y lujurioso.

Como a mí me sonara exagerado, de manera educada, calmadamente le manifesté que según yo pensaba, los niños y muchachos de ambos sexos eran muy parecidos en todo el mundo, lo que fue causa para que la misma dama de mayor edad, secundada enérgicamente por la otra, volviera a la carga reafirmando lo ya expresado:

– ¡No…! … ¡En el Perú los muchachos son unos resabiosos…! Son unos libidinosos, lúdicos y sensuales,… Así como dije: ¡unos lujuriosos…! … ¡¡¡¿No lo sabremos nosotras que hemos trabajado tantos años de maestras…?!!! … Porque nosotras, señor Mateo, ya no somos criaturas y bien sabemos lo que hablamos … Yo tengo ya 55 años y mi amiga… un poco menos.

Como viera yo que estaba por demás hablar de esto o de temas conexos, nos despedimos por el momento. Quizás fue en ese instante cuando surgió cierto flujo, cierta corriente, tal vez más: cierta correntada o chiflón de antipatía recíproca. No pasó mucho en que conversando con el telegrafista le referí la charla sostenida con las dos damas, a lo que él se sorprendió:

– ¡¡¡¿¿¿Qué … 55 años…???!!! … ¡¡¡Viejas de mierda, que son ambas…!!! … Mira, Ricardo: vamos, vamos ahorita mismo al cuarto de telegrafía que es donde guardo los pasaportes.

Efectivamente, las dos damas solteras habían ya superado los setenta. Todavía más adelante agregaré algo más de ellas. Por ahora sólo añadiré relatar que nuestro itinerario no fue otro sino subir hasta Balboa, cruzar el Canal de Panamá con su Lago Gatún, y llegar a Colón, donde el barco se quedó por unas pocas horas reabasteciéndose. Saliendo de allí, aproó hacia el nordeste por el Mar de las Antillas que también Caribe llaman -como dice el poema del cubano Nicolás Guillén-, abriéndose paso entre Jamaica, Haití y Cuba, para atravesar el Atlántico por el Mar de los Sargazos, que toca algo del Triángulo de las Bermudas.

Recuerdo nítidamente cuando surcábamos el primer tramo de los nombrados, allá, como dejo dicho, entre Jamaica, Haití y Cuba. Como gaviota perseguidora de nuestro buque me acompaña todavía la canción aquélla que inundaba el éter:

Yo nací en Puerto Rico

Y en Nueva York me crié

Ay, pero nunca me olvidaré

De mi tierra borinqueña …

Dejose atrás el piélago de los Sargazos y nuestra motonave Paracas surcaba aguas con frecuencia sacudidas por violentas tempestades otoñales e invernales, según fuéramos acercándonos a Europa. Menos mal esta vez no, pero sí el inmediatamente al siguiente viaje del Perú a Alemania que la Motonave Paracas zozobró y terminó con su carga en el fondo y lecho atlánticos. No he tenido noticia de su tripulación ni de su capitán, de nombre Ángel Rabí, que por entonces era hombre de 37 años, ni si entonces también llevaba pasaje, como en el verídico caso que narro por estas líneas.

Recuerdo, pues, que uno de esos días, cuando ya el ambiente habíase enfriado, con mar grisáceo intenso, el cielo se oscureció por efecto de nubarrones harto amenazadores, descendió la presión atmosférica con tanta evidencia que no se necesitaba ser metereólogo para tener la certeza que se nos echaba encima una de esas impresionantes tempestades, como que así fue al poco rato, desatándose con inaudita furia e inconcebible furor. Mientras tanto, había yo tenido ocasión de llegar a la sala de estar y viendo cuchichear a ambas damas, me deslicé con aire enigmático, por lo que viéndome ellas se animaron a dirigirme la palabra y preguntarme, cosa que era lo que yo deseaba:

– ¿Sucede algo, señor Mateo…?

Así, pues, como no queriendo la cosa, con voz lúgubre y funesto gesto, bajando la voz como si de algo tremebundo se tratara, empecé mi escueto discurso:

– Parece, señoritas, que se nos acercan momentos amenazadores, peligrosísimos…

– ¿Peligrosísimos…? … ¿Cómo así…? … ¡Explíquenos, por favor, señor Mateo: no nos deje usted en la incertidumbre, en el desasosiego …!

– Señoritas: he escuchado hablar a los marineros en voz baja, quizás para no asustarnos, que esta será una de esas tormentas rompebarcos, rompequillas, rompecuadernas, así que habrá que estar preparados para afrontar cualquier contingencia… En este instante me voy a poner en orden mi equipaje.

– ¿Rompebarcos…? … ¿Así dijeron…? … ¡¡¡Ay Señor nuestro y Dios nuestro: líbranos…!!! … ¡Aplaca, Señor, tu ira, tu justicia y tu rigor…!

Las septuagenarias exclamaron esto al unísono, espontáneamente, mientras entre ellas cruzaban unas miradas de terror y pánico, lo que las impulsó de manera automática a meter la mano en las profundidades del bolsillo y buscar el respectivo rosario de abalorios desgastados por la devoción.

Yo me despedí como yéndome a mi camarote, pero en el camino sucesivamente me entrevisté con el telegrafista y con el caballero de cincuenta años que había circunvalado tres veces el Planeta Tierra, y ambos se morían de risa. Tanto ellos como yo pasábamos cada cierto tiempo cerca de la sala de estar. Ambas cucufatas continuaban desgranando cuentas rosariales.

Superose las gruesas marejadas del Mar de las Azores, cruzose después las embravecidas extensiones acuáticas del Golfo de Vizcaya, ingresose y saliose del Canal de La Mancha, sorteose el pasaje hasta el Mar del Norte para, por fin, después de tantos mares, tempestades y contracorrientes remontose el río Weser para arribar a la ciudad de Bremen, para mí famosa por el cuento de los Músicos de la Aldea.

Salvadas, pues, las distancias y las tempestades de invierno, llegado que hube a Europa y a Bremen, a modo de un Phileas Fogg por la premura tomé tren hasta Hamburgo, cuyo trayecto fue corto. Esperé en uno de los andenes ferrocarril para Copenhaguen, donde en ese instante no había más alma que la mía. No transcurrió demasiado cuando descubrí de pronto a un carretillero, y en castellano le pregunté si ese sitio donde estábamos era el correcto para dirigirme a la capital danesa. El hombre, coetáneo sin quererlo de las dos damas maestras, mocho de un dedo de la mano izquierda, me respondió que sí en castellano bastante perfecto. Le pregunté que dónde lo había aprendido y me dijo que en el Perú: había nacido en el Pozuzo, allá en la Provincia de Oxapampa.

En Hamburgo subí al tren de Copenhague. De Copenhague a otro con destino a Estocolmo. De Estocolmo, ferris hasta Turku. Aquí me tocó un camarote por debajo de la línea de flotación, justo donde golpeaban con mayor fuerza los bloques de hielo del Bático. Me dormí, a pesar de todo. De Turku nuevamente tren hasta Helsinki. En la capital finlandesa gestioné visa turística y, ¡otra vez en viaje!: ferrocarril hasta la antigua Leningrado, la hermosa urbe fundada por el zar Pedro el Grande (1703), que en tiempos posteriores recuperó su nombre histórico: San Petersburgo.

Aquí, en el tren Helsinki-Leningrado me sucedió un hecho curioso. Compatí el coupé o cupé con un periodista norteamericano de 27 años, a quien su diario había destacado a la Ciudad Heroica. Era hombre delgado, atildado pero con sencillez, de metro ochenta de estatura, blanco de piel, sin perilla pero con unos bigotitos románticos castaño claros a lo Gustavo Adolfo Bécquer. Nos presentamos.

Al entrar acomodé mi equipaje en el espacio idóneo bajo la cama y bajé la tapa de mi lecho vagonario, sobre el que me tendí. Yo estaba rendido por tantas subidas y bajadas y cambios de buques, trenes y ferris. A poco de hablar le di las buenas noche, me eché, pues, en mi litera y me quedé profundamente dormido. Cuando desperté abrí los ojos y lo vi …

¿Cuándo cruzaremos la frontera?, -le pregunté-.

La cruzamos hace horas -me respondió-.

¡¿Hace horas…?!

Sí, hace horas. Entraron los agentes rusos de fronteras y lo zamaquearon, lo removieron a usted, lo agitaron y voltearon sin lograr despertarlo. Ante esta imposibilidad, centraron su interés en mi persona y me han revisado todo, … ¡Todo…!

Fue el viernes 17 de enero de 1969: un mes justo de la partida de la Motonave Paracas. Entré, pues, en la Unión Soviética con visa turística por un solo día, un sólo día que fue estirándose como elástico hasta el de hoy. En este dilatado lapso de casi cinco decenios vi la larga época brezhneviana y su defunción; la sucesión de primeros secretarios pelados y peludos que hubo luego, el declive y, por último, su desintegración y la restauración de la Independencia nacional de varias de las repúblicas federadas, entre ellas, la de Estonia. Pero no: no es el devenir histórico soviético lo que deseo referir ahora sino las tristes circunstancia de la desaparición física de mi amigo Tito Alcántara y la premonición de tan luctuoso suceso revelado por imágenes oníricas.
Remontándome a los hechos he de decir que perfectamente pudo haber sido la noche previa al domingo 20 de abril de ese año de 1969, o en la madrugada de aquel mismísimo día cuando en sueños lo vi claramente. Hay opiniones que aseguran que las personas jamás soñamos en colores, que las representaciones que durante el reposo nos visitan e irrumpen en nuestro interior no se hallan en tonos, tintes, gamas ni matices, sino en figuras libres de toda pigmentación. El caso al que me refiero fue precisamente a color: tuve consciencia, clarísima consciencia, diáfana y manifiesta percepción de mi amigo Fifa Alcántara entre los fierros retorcidos de la carrocería de su camioneta roja. Tanto me sobrecogió que la emoción persistió. Me desperté y lo conté en casa. Aquí, sin embargo, no concluye este relato.

Transcurrieron las dos o tres semanas que la correspondencia solía demorar entre el Perú y la Unión Soviética – en aquellos tiempos no existía el sistema de correo electrónico-, y recibí breve misiva de mi madre:

– Te daré, Pupo, una noticia que te apenará mucho, y es que en accidente automovilístico acaba de fallecer tu amigo Ernesto Alcántara Falconí. Fue este domingo 20 de abril. Ya fui a visitar a su mamá, y le di mi pésame y también pésame de tu parte. La señora doña Graciela está desconsolada. De la noche a la mañana ha adelgazado bastante por la tristeza. Me ha pedido que te trasmita sus recuerdos, y que sin falta la vayas a visitar cuando vengas al Perú.

Hubieron de pasar aún cuatro años para esa visita. Cuando por fin en agosto de 1973 llegué al Callao una de las primeras gestiones que hice fue visitar a la señora doña Graciela. La casa en la que ella vivía era hermosísima, acogedora. Quedaba en la Calle García y García de La Punta. Poseía amplios espacios y ventanas grandes que dejaban pasar a raudales la luz solar -más intensa todavía por la cercanía de la primavera austral-, profusión luminosa y hospitalidad personal de las que resultaban el maravilloso ambiente de claridad y sosiego que allí gozábase. Percibíase las brisas salobres de La Arenilla y el rumor de los tumbos al deshacerse sobre las piedrecitas de la orilla.

Cuando la señora doña Graciela me vio ambos nos abrazamos, y así, estando juntos ella lloró unos instantes con silencioso llanto, con sollozo quedo, con lágrimas dolidas y dolientes.

– ¿Te enteraste, Ricardito, cómo falleció mi Tito?… Nunca me consolaré… Nunca se me aliviará la aflicción que siento por su partida… ¡Es una agonía, es una agonía, Ricardito! … Tu mamá me contó lo de tu sueño, y así fue el accidente, así exactamente como tú lo viste mientras dormías… ¡Qué cosas tan misteriosas hay en esta vida!, ¿no?
Conversamos, hicimos remembranzas de tiempos idos, de cuando Tito y yo nos juntábamos para irnos al Club a remar, a bañarnos en Cantolao, o cuando nos quedábamos jugando o conversando allí en su antigua vivienda de la Calle Tarapacá. Al despedirnos me hizo prometer que iría a visitarla cuantas veces pudiera…

… Ya salía yo cuando agarrando mi mano depositó en ella una joya:

– Aquí, Ricardito, te entrego la esclava de plata que perteneció a mi Ernesto. Su padre y yo se la regalamos para su cumpleaños. Él ya no está, pero estás tú. Te la entrego con mucho cariño …
La tomé agradecido y desde entonces la custodio.

Ricardo E. Mateo Durand
Tartu – Estonia
El Callao – Perú

Don Alejandro

De las panaderías de mi barrio de Libertad o de su cercanía, muy especialmente me acuerdo de la de don Alejandro, que estuvo, precisamente, en la esquina con Necochea. Había otra entre Bolívar y Montezuma, perteneciente a un chino matusalénico llegado al Perú a finales del siglo XlX; y una tercera, en la Calle Miller: Leticia, a la que ya me referí en otra narración. Entre Paita y Bolivia La Taormina lucía su letrero que la acreditaba de tal – La Taormina-. No fue una panadería sino más bien una tienda donde la dueña hacía y vendía cocaditas, camotillo, frejol colado, mazamorra morada, arroz con leche, leche vinagre, champús y exquisiteces similares, así como otros tantos establecimientos. En éste también había asientos por si el cliente deseaba consumir en el mismo lugar. Se ingresaba por Bolivia a ambiente donde había dispuestas tres o cuatro mesitas redondas, con tablero de mármol y armazón de metal, a la que se acomodaban parejas. Al frente de la puerta, sala con mesitas de por medio, estaba el mostrador-vitrina. Hacia la pared colindante con la Calle Paita topábase con aparato refrigerador de dos metros de largo por uno de anchura y uno de altura, macizo, de color amarillo, donde en grandes letras azules aparecía la misma palabra del letrero: TAORMINA, del que salían chupetes, helados, pibes en cucurucho de papel-cartón blanco, vasitos de crema, adoquines de leche, bombones, sánguches, esquimos, sorbetes, granizados y otras muchas delicias para fruición de chicos y grandes de los alrededores.

La propietaria fue una señorita cuyo nombre nunca supe – la llamábamos la Señorita, sin asomo peyorativo –, muy simpática la dama, de tupida cabellera negra, larga y medio ondulada, que superaba los hombros y le llegaba hasta las espaldas, más todavía, hasta la cintura; quebradita ella, de cuerpo que debió haber sido admiradísimo por los chalacos de dos generaciones anteriores a la nuestra, y que andando el tiempo, ya en la edad más que madura, para acompañar sus solitarios días se casó con un caballero a quien el barrio bautizó como Legañita. Legañita o Legañoso iba a cumplir los mandados y encargos de su consorte, como el de comprar ron de quemar en el estanco de la Calle Salaverry – allí donde ahora está el local del gremio de trabajadores portuarios –, que quedaba y queda contiguo al actual negocio de nuestro amigo Víctor Zapata, casi para llegar a la Calle Lima. Luego de hecha la cola y adquirido el líquido inflamable (que a algunos servía para incendiarles las entrañas), en las mañanitas o tardecitas tibias del Callao, echábase Legañita en uno de los bancos rojizos jaspeados de la Plazuela Gálvez – o Dos de Mayo, que con ambos nombres se conoce al mismo lugar –, y allí como alma de Dios, bostezaba, se estiraba un poco para luego acurrucarse, trancaba párpados y tan encogido como le era posible dormía su parcito de horas vestido con su habitual ternito color roedor casero. Su banco preferido era el que estaba al frente del Salón del Reino de los Testigos de Jehová.

Restaurado de los agotamientos por tan larga caminata y de la gravísima responsabilidad de la compra de medio litro de ron de quemar, descansado por el cansancio de descansar, regresaba a La Taormina de su señora esposa. Desapareciendo sucesivamente Legañita y la Señorita, La Taormina pasó a otras manos, éstas de tendencias chinganescas, quedando convertida en semibar o semicantina o semichingana, con una rocola que dejaba escuchar discos de canciones lacrimosas e implorantes, de amores desgraciados –de pasiones, delirios y deliquios que pudieron ser y nunca fueron–, aparato de lo más escandaloso y bullanguero que ha habido por esos términos:

Adiós, ya me quedo sin ti

Y al fin, para qué más vivir

Sin ti no podré más luchar

Sin ti, ¿para qué resistir? …

– – – – – – – – – – – – –

Devuélveme el rosario de mi madre

y quédate con todo lo demás …

– – – – – – – – – – – – –

Tú tan alto y yo tan bajo

Tú tan rica y yo tan pobre

Rico sólo en sentimientos

Todo un mundo nos separa

Por dos distintos senderos …

– – – – – – – – – – – – – – –

Tú me desprecias por ser vagabundo

y mi destino es vivir así …

– – – – – – – – – – – – – –

Yo la quería, patita

era la gila más buenamoza del callejón …

– – – – – – – – – – – – – – –

Yo sin ti

Nada soy, nada soy, nada soy …

– – – – – – – – – – – – – – – –

Todas, pues, canciones melosas, pegajosas, autoflagelantes, dulzonas y ayayeras. Regresemos a don Alejandro …

Persona ocasional
                          Persona ocasional

Fuente: Foto tomada de internet

… Que era un señor en toda la extensión de la palabra. No podría precisar desde cuándo administraba su negocio que, como dije al principio, quedaba en la esquina de Libertad y Necochea, con puertas grandes de metal a ambas calles, que se abrían enrollándolas hacia arriba. Esta esquina de Necochea poseía otros tres afamadísimos establecimientos comerciales, dos de ellos simbiosis de tienda de abastos y pulpería: de un chino, que quedaba al frente de la puerta de Necochea; y de un japonés, en el vértice diagonal, siendo este sitio punto cotidiano de reunión de personajes muy vestidos de blanco, muy de pantalones de raya impecable, muy con camisas de colores caribeños y tropicales; muy adornados ellos de relojes, de esclavas, de pulseras y de cadenas de oro que debieron de haberles caído como maná del cielo, o producto de arduos esfuerzos si laborioso trabajo fuera aplanar esquinas. Había también carbonería frente por frente de la puerta de Libertad, carbonería que tenía entrada por la misma calle Necochea y le hacía competencia a la del señor Garcés, de quien alguna vez he ya hablé en El Carbonero.

Panificadores en plena tarea
                                                                 Panificadores en plena tarea

Fuente: Foto ocasional tomada de internet

La Panadería de don Alejandro –así se le conocía–, era establecimiento pulcro, de amplia sala de entrada, a la que se ingresaba, como dejé explicado, tanto por Libertad como por Necochea. El suelo era de losetas blancas y negras, como el de logia masónica, donde fungía de Venerable Maestro el mismísimo don Alejandro, con su mandil níveo impecable de Aprendiz, siempre atento, siempre servicial, solícito y cortés, detrás del mostrador con superficie alabastrina, que tenía la figura de una L, con exactitud de ángulo recto, parte del cual lo componían vitrinas donde exhibíanse lo mismo que en otros negocios: exquisitos bizcochuelos, camotillos, cocaditas, budines, y leche vinagre bañada en miel de hojas de higo -como en La Taormina-, cuya fórmula sólo él, don Alejandro, dominaba. Los panes de agua –que por entonces empezaban ya a denominárseles elegantemente pan francés–, de yema, de manteca, toletes, petipanes, chancays, etc., exponíanse a espaldas del vendedor y de frente a los clientes, en unos casilleros de madera de algo más de un metro de largo por otro tanto de abertura, compartimentos divididos por tabiques también de madera, de una pulgada de espesor. Hacia la derecha de los parroquianos y usuarios de cada día se hallaba la puerta de ingreso a la trastienda, donde se leudaba la masa, la que en forma de pelotitas depositadas sobre tablas de madera amarronadas por intimidad con altas temperaturas, cocíase en hornos que echaban llamaradas susceptibles de parangonarse con las lenguas de fuego del reino mefistofélico. Era cosa de pasar entre las 05.00 y las 06.00 de la mañana, o a mediodía, o entre 5.00 y 6.00 de la tarde para percibir la suavidad de los olores, la ternura de las fragancias, las gratísimas caricias emanadas de las esencias de las masas y de los efluvios provenientes de aquellas divinas tahonas de don Alejandro, que levantaban el espíritu al más depresivo y abrían el apetito al anoréxico crónico.

Horno en ignición
                   Horno en ignición

Fuente: Foto ocasional tomada de internet

Don Alejandro no superaba el metro con 65 centímetros de estatura ni los 50 años de edad. Era hombre de tez blanco-rosada y complexión regular. Frente despejada de filósofo le embellecía cara y coronaba cabeza, en cuya cúspide los cabellos no exuberaban pero tampoco eran demasiado ralos. Sus ojos destellaban sosegada energía detrás de anteojos también blancos, de metal, sin molduras. Era hombre de hablar pausado y comedido, de facciones de pensador antiguo, erudito en cosas chalacas, quien jamás viera yo que acaparara la conversación sino que daba espacio para que sus consumidores y relacionados expresasen sus ideas.

Cuando casualmente se encontraban en la calle discurrían diálogos como:

¡Qué alegría de verlo, señor don Alejandro!

Igual para mí, señora doña Augustita. Cuénteme cómo se encuentra … Con frecuencia veo a su hijo, quien compra pan tempranito –decía mirándome–, pero a usted se le ve poco.

Efectivamente – le respondía mi madre. … Usted sabe, señor don Alejandro, cuán ocupada está una con las tareas y responsabilidades diarias, caseras, hogareñas … Todo esfuerzo y sacrificio son buenos con tal que sea en pro de nuestros hijos, de las futuras generaciones de nuestro Callao

Sí, señora doña Augusta, tiene usted mucha razón: llegará el día en que dejemos la posta a quienes ahora son niños y jóvenes, y nuestro Callao logrará nuevos adelantos, más auge, más florecimiento y prosperidad, que es lo que todos deseamos.

Dicho esto o pensamientos similares, se despedían deseándose mucha salud y bienestar.

Los días, pues, discurrían sin grandes altibajos, y los sucesos acaecidos fuera de rutina se convertían en tema de varias jornadas, hasta que una nueva ocurrencia desplazaba a la anterior.

En cierta ocasión mi mamá y don Alejandro se encontraron en la Calle Lima:

– ¿Cómo está usted, don Alejandro? … ¿Qué novedades? … Le pregunto porque veo cierto movimiento inusual en su panadería

Así es señora doña Augustita,… No sé si se habrá enterado que ya dejo este negocio,… Lo he traspasado y yo me voy a Buenos Aires

– ¿A Buenos Aires? … ¡Qué lejos se nos va usted, señor don Alejandro! … ¡Es una pena escuchar de su mudanza …!

Así es señora, pero uno pues no es ya tan joven y queremos descansar, aunque quizás en Buenos Aires abra otro negocito más pequeño y tranquilo.

Intercambiaron noticias varias en breve coloquio y se despidieron.

Quinta cuadra de la Calle Libertad del Callao.
 Quinta cuadra de la Calle Libertad del Callao.

La esquina inmediata anterior, que no vemos porque está a nuestras espaldas, es la de Libertad y Necochea

Fuente: Foto tomada de internet

Aquellos eran los tiempos que quien podía se las arrancaba para la Argentina. Estados Unidos aún no despertaba gran interés, y Europa, se reconstruía después de la cruenta y destructiva conflagración de la primera mitad del decenio de los cuarenta.

Pasaron años, no sé cuántos, y no volví a ver a don Alejandro. Lo hacía yo por Corrientes 348, segundo piso ascensor; o por el Barrio de la Boca convertido en todo un Chieee, o ganando su guita como propietario de algún kiosko o tendejoncito cerca del Cementerio de La Chacarita, allí donde está enterrado el Zorzal Crioyyyo Carlitos Gardel.

Como otras veces he referido, solía acompañar a mi mamá cuando iba al mercado. Me gustaba mucho acompañarla en sus compras y escuchar lo que departía con sus caserachos, con sus proveedores consuetudinarios, habituales. Me gustaba ver los puestos de abastos, con sus morros y costalillos de frejoles, garbanzos, pallares, menestras, papaseca y demás artículos de todo tipo para consumo familiar; el maíz y el trigo, afrecho, vitaovo y conchuelas para fortalecer gallinas y a sus respectivos gallos, que mi mamá les daba mezclados con lechuga. Me gustaba caminar por los pasadizos y corredores de esa manzana enmarcada por las calles Lima, Saloom, Cockrane y Colón. Me gustaba el bullicio de comparadores y vendedores; la disposición por especialidades que había en el mercado: lencerías, sastrerías, locerías, relojerías, florerías, joyerías; zapaterías, entre éstas las que realizaban calzado de la celebérrima y reputadísima marca Collazo; de la carnicerías, pescaderías, gallinerías, etc. Hablando de esta últimas diré que trataba de mirar para otro lado cuando ejecutaban en masa a gallos y gallinas, los mismos que, sin que estuvieran completamente difuntos eran sumergidos en un ollón de agua hirviendo y desplumados en tiempo record. Acto seguido, de manera casi mecánica, por el orificio anal les introducían manguerita sujeta a inflador de bicicleta y los engordaban con mero aire y/o líquido elemento para que más pesaran, antes de colgarlos del cogote en los ganchos para exhibirlos frente a los consumidores. Casos hubo -doy testimonio firme de ello- en que a falta de inflador mecánico el problema se resolvía por los fuelles pulmonares del gallicida, pues el verdugo ponía sus propios labios en la cloaca del plumífero.

En cierta oportunidad, salidos que hubimos de la Plaza, nos dimos cara a cara con don Alejandro. Era el mismo, sólo que con quince o veinte años más sobre sus hombros. Siempre atento, siempre educadito, siempre intelectual y reflexivo, siempre circunspecto, siempre modesto y reservado. Nada altanero, pedante, hinchado, hiperególatra ni vanidosillo. Puse especial cuidado por escucharlo, por si hubiera cambiado de acento, de dejo en el habla, de entonación, y fricativando consonantes las arrastrara alargando ahora las eellliyyes, eyyyes y los yyyos, como los porteñitos bonaerenses. Después de haber sido panificador y panadero en El Callao, ¿qué de raro hubiera que nos regresara panudo de Buenos Aires? Pero no: estaba igualito, dentro de lo habitual: conducíase con perfecta normalidad.

Don Alejandro y mi mamá dedicaron unos minutos en intercambiar noticias, y luego se despidieron. Al despedimos, aproveché para preguntarle:

Oye, mami, ¿No se había ido don Alejandro a la Argentina? … Hacía años que no lo veía … Quizás haya venido de visita al Callao, ¿no? … Seguramente vendrá hecho un maestro de tangos de salón y de milongas arrabaleras …

– ¿A la Argentina? … ¿Por qué a la Argentina?

Claro,… Me acuerdo que hace años él mismo te comunicó que traspasaba su panadería para irse a Buenos Aires, y yo me imaginé que se convertiría en rioplatense.

¡No!: él no se refirió a la capital de Argentina sino a la Avenida Buenos Aires, aquí nomás, entre la Calle Colón y Apurímac, cerca de la Mar Brava … Ay, Pupo, ¡Qué pazguato y caído del níspero eres! … ¡Qué mollera la tuya! … ¿Dónde tienes la cabeza? … ¿¡Qué tienes por sesos!? … ¡Siempre tú en la Luna de Paita!

Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

Ricardo E. Mateo Durand

Tartu – Estonia (UE)

El Callao – Perú.

 

 

Un Rito de Familia

Yo que soy el cuarto en la familia que lleva el nombre de mi bisabuelo Miguel Arroyo Berna, aquél que allá por 1920 reparaba en su astillero en Chucuito (El Callao), los Clíppers cansados de alta borda, con tablas de cedro traídas desde Nicaragua, quien siempre cumplía la palabra empeñada y sabía ser buen amigo también en las malas.

Barco velero ClípperBarco velero Clípper
Fuente: internet

 Era una tarde de octubre del 2011. Desde el balcón de la casa familiar en La Punta, frente al Club Regatas Unión, un velero estaba siendo reparado en la playa y, mirándolo con el antiguo catalejo del abuelo vi que en su popa llevaba escrito con letras blancas grandes ”La Gaviota”. La embarcación tenía quilla y estampa muy marineras. Mi padre se sonrió viéndome mirar el velero, y me dijo:

– Te voy a contar un rito de familia.

Mi padre, Miguel Arroyo Rizo Patrón, comenzó a contarme de esta manera:

– Era diciembre de 1960 y a la salida del Colegio San José, que por entonces quedaba en la calle Paz Soldán, frente al Castillo del Real Felipe, me recogió mi padre Miguel Arroyo Huanira, que venía de guayabera blanca, pantalón de dril y zapatillas, y una sonrisa de domingo.

Luego me llevo a nuestra casa de Bolognesi, en La Punta, para que me cambiara en buzo deportivo de colegio, y zapatilla de dril. Vestidos así nos fuimos al Club de Regatas Unión y en su muelle abordamos “La Gaviota “, velero que con mucho entusiasmo había comprado ese año mi padre y donde solía sacarme a navegar, pero nunca me daba el timón.

Yo admiraba mucho a mi padre Miguel. Me encantaba cuando salíamos a navegar que me contase historias de sus años de estudiante en la antigua Escuela de Ingenieros, ubicada en la calle Espíritu Santo, adonde acudía en tren religiosamente todos los días, desde la estación de los ingleses en la Plaza Grau hasta la de Desamparados en Lima.

Ese día salimos de la casa besando a mamá con mucho cariño y sentí entre ellos el clip de una sonrisa cómplice. Abordamos el velero, con el cual enrumbamos hacia la Isla de San Lorenzo. Se veía desde ese punto la isla de El Frontón, con un halo de tristeza a su alrededor.

Vista aerea del CallaoVista aérea del Callao, y de El Camotal entre La Punta y la Isla San Lorenzo
Fuente: internet

Luego, de regreso, por primera vez a la altura de El Camotal me dio el timón; entonces comencé a sentir la potencia del viento y la velocidad que éste le imprimía al velero, que me acercaba peligrosamente a El Camotal, y cómo a golpes de timón pude enderezar el rumbo apuntando la proa hacia Cantolao.

En ese momento sentí que dejaba de ser niño y me volvía adulto en el timón de “La Gaviota”. Entonces, mientras navegamos, mi padre me dijo:

– Hace muchos años tu abuelo me inició en este Rito de Familia que hemos efectuado a través de los tiempos, porque en el espíritu de los chalacos está el Mar Pacífico.
Navegando como te digo, mi padre, Miguel Arroyo Huanira prosiguió contándome:

– Era diciembre de 1927 y tenía 15 años. A la salida del colegio, de ese mismo al que tú vas, el de la calle Paz Soldán, por aquella época tenía otro patio de media hecho de quincha, que se destruyó con el terremoto de 1940; luego, por cosas de la vida que sería largo relatarte, yo reconstruí ese espacio de recreo de secundaria. Lo rehice con ladrillo y concreto, donde tú estudias, porque ya ejercía yo de ingeniero.

– Aquel diciembre de 1927, pues, regresé al astillero de la familia llevando aún el uniforme de colegio, y encontré a “la primera Gaviota “nueva, recién pintada, que había fabricado mi padre con sus manos, tabla por tabla. Lo encontré tensando los cabos que amarran las velas, y allí mismo me llevó a navegar hacia la Isla San Lorenzo, y también como yo ahora a ti, al regresarnos me entregó el timón.

– Allí pude aprender a tocar una sinfonía no escrita, conformada por el viento y el velamen, usando como instrumento la nave corriendo sobre las olas. En ese momento tomé la responsabilidad de llevar a mi padre hacia la playa a golpes de timón, iniciando una relación entre el velero y yo.

Entonces su padre, Miguel Arroyo Berna, con esa visión pragmática de las cosas que tenía le dijo:

– Hijo, ahora que dejaste de ser niño vas a comenzar a navegar por la vida como un adulto, y así como timoneas ahora “La Gaviota”, con optimismo y seguridad, debes timonear tu vida para ser un hombre de bien.

Miguel Arroyo Huanira lo miró profundamente más allá del presente, hacia el pasado de aquel hombre que era su padre y que desde joven se había casado con el mar y con los veleros de madera, y se preguntó cuántos puertos sin nombre habría tocado cuando navegaba, y cuántos recuerdos de risas en lenguas extrañas guardaría en su corazón.
Aquella tarde de diciembre de 1960 Miguel Arroyo Huanira me dijo:

– Hijo, yo he cumplido los ritos de familia y ahora te toca a ti timonear tu vida como me enseñaron a mí, y te lo trasmito a ti para que cuando llegue tu propio vástago se cumpla este viaje en “La Gaviota”, para que comprenda que en la vida se pasa siempre cerca de El Camotal, y tienes que mantener el rumbo firme, ser hombre de un solo Dios y una sola mujer.

Ahora, cuando Miguel Arroyo Huanira ya dejó de navegar en esta vida, puedo decirte que mi padre siempre estuvo cerca de El Camotal, navegando por sus hijos; con gran esfuerzo logró que todos fueran hombres probos y útiles a la sociedad. Él siempre fue un hombre de una sola mujer, creyendo siempre en Dios y en su país.

– Yo navegué por la vida -dijo mi padre Miguel Arroyo Rizo Patrón-, siempre tratando de evitar pasar cerca a El Camotal, y creo que me faltó aquella dedicación y optimismo de mi padre para llevar el timón. Por eso hijo mío, tú que llegaste un poco tarde a mi vida, cuando ya casi había perdido el gusto a navegar, he vuelto a arreglar y a aviar “La Gaviota” para poder efectuar juntos el Rito de Familia.

Yo, Miguel Arroyo Rodríguez, espero con ansias este próximo diciembre de 2013, cuando a la salida del colegio, que ya no es el mismo de mi padre ni de mi abuelo, porque nos fuimos del puerto, mi progenitor me espere para cumplir el rito de familia, y pasar así de la niñez a la edad adulta empuñando el timón de “La Gaviota”, como todos ellos en su día lo hicieron…

El Puerto del Callao a principios del siglo XIXEl Puerto del Callao a principios del siglo XIX
Fuente: Archivo Fotográfico del Diario el Comercio (Lima)

… Sintiendo de esta manera responsabilidad de llevar a mi padre a puerto seguro, como lo ejecutaron los que me antecedieron y llevaron este nombre que me trasmitió mi padre, que supo escribir en el recuerdo del puerto al padre de su padre, aquél que olía siempre a viruta fresca, a brea y a mar, para que lo conserven aquéllos que vendríamos después.

Miguel Arroyo Rizo Patrón (1945)
Lima, agosto de 2013

RASTROS Y ROSTROS

Nuestra galería de Rastros y Rostros presenta fotos y referencias de familiares ascendientes de don Francisco Alberto Vaccarella Cottrill (La Punta – 1943).
El Editor

José Antonio Fernández
José Antonio Fernández

Fundador del Club Regatas La Unión de la Punta.
El señor don José Antonio Fernández fue mi bisabuelo por parte materna: padre de mi abuela materna doña Hortensia.

Fernández Escudero, fue madre de mi madre: doña Hortensia Cottrill Fernández, esposa de mi padre, don Francisco Vaccarella l

Fuente: Álbum familiar y testimonio de Francisco Alberto Vaccarella Cottrill 

Mis abuelos maternos
Mis abuelos maternos

 Don Enrique Cottrill Gonzaga fue uno de los primeros administradores generales de la compaña del Guano del Perú, cuyas oficinas quedaban en Chucuito.

Aparece con su esposa, doña Hortensia Fernández Escudero, hija don José Antonio Fernández, fundador del Club de Regatas La Unión de la Punta.

Fuente: Álbum familiar y testimonio de Francisco Alberto Vaccarella Cottrill

Agostino Vaccarella D´angel
Agostino Vaccarella D´angel

Agostino Vaccarella D´angelo, mi abuelo paterno, padre de mi padre don Francisco Vaccarella I.

Transcripción del diploma:

Don AGOSTINO VACCARELLA D´ANGELO, aparece inscrito en el Libro respectivo de la Compañía de Bomberos Roma ll con fecha Enero de año 1877

Se le entregó un Diploma con mención honrosa por participar en la Guerra del Dos de Mayo que a la letra dice:

Nicolás de Piérola

Presidente de la República Peruana

Por cuanto el ciudadano don AGOSTINO VACCARELLA D´ANGELO se halla comprendido en la ley de 3 de Noviembre de 1892 que concede un Voto de Gracias y una Mención Honrosa a los miembros de las Compañías de Bomberos y Salvadores de Lima, Callao y Chorrillos por sus servicios humanitarios y patrióticos en la última Guerra Nacional.

Por Tanto: He venido a expedirle el presente Diploma, que acredita haberse hecho merecedor a tan honrosa distinción.

Dado en la casa de Gobierno, en Lima a 28 de Julio de 1896

Fuente: Álbum familiar y testimonio de Francisco Alberto Vaccarella Cottrill (La Punta – 1943)

Respecto al artículo Acerca del nombre de nuestra ciudad y de nuestro país ¿REGIÓN CALLAO o REGIÓN EL CALLAO? ¿REPÚBLICA PERÚ, REPÚBLICA DE PERÚ o REPÚBLICA DEL PERÚ?

ESCUDO DEL CALLAO

Escudo del Callao
Escudo del Callao facilitado por don Roque Loret de Mola P.

Apreciado Ricardo:

Muy bueno el artículo sobre cómo debe escribirse el nombre de El Callao. Sin embargo, por ser de interés te remito adjunto el original Escudo de Armas del Callao, otorgado por el Gobierno al concedérdele el título de La Fiel y Generosa Ciudad del Callao, Asilo de las Leyes y de la Libertad y Provincia Constitucional de la República del Perú el 8 de mayo de 1834. Encuentro que tu afirmación es correcta pues la contracción  DEL se deriva de DE EL y por tanto no hay que cercenar dicho EL. Así mismo, en los portulanos o cartas del puerto virreinal, se le denominaba en sus primeros años por la autoridad ibérica con el nombre …del Puerto del Callao de Lima del Reino del Perú. En cuanto a la fecha es correcta el 8, solo que el Escudo de Armas original, cuya copia te adjunto,no dice marzo, sino mayo, lo que merece comprobarse con el documento que da el Escudo de Armas a EL CALLAO con aquel que le da la condición de Provincia Constitucional en el año de 1834. Igualmente, si te fijas, el Escudo actual difiere en su arte del arte original, que lo copié de la Sociedad de Genealogía y Heráldica del Perú, y que alguién lo cambió a una torre, cuando el original es un castillo, que guarda más parecido con el del Real Felipe, llevando el libro abierto el título CONSTITUCIÓN, que nos indica que, al parecer, alguien no entendido en Heraldica lo suprimió por el actual que no dice nada sobre el motivo que da origen a su distinción de Ciudad defensora de la Constitución.

Cordiales saludos,

Roque Loret de Mola P.

Comentario al artículo “ACERCA DEL NOMBRE DE NUESTRA CIUDAD Y DE NUESTRO PAÍS”

Estimado Ricardo:

Me uno a la campaña que inicias por ser correcta. Los artículos que se están omitiendo de manera sistemática en los topónimos Perú, Callao (también Cusco, Nasca) no surgieron de casualidad. Antes bien, sugieren un hecho que es muy significativo y se refieren a la existencia de una entidad sustantiva. Veamos.

Nuestro puerto se denomina así por la existencia de un callao en sus playas. Es decir, un pedregal de canto rodado que caracterizaba su configuración. Los europeos lo denominaron “Callao y puerto de Lima” no por casualidad. Era un callao (pedregal) y un puerto que servía a la ciudad por ellos fundada valle arriba que, con el tiempo se adjudicó el nombre propio del pedregal: puerto del pedregal o Puerto del Callao.

Sobre El Cusco y La Nasca hay menos evidencias. Pero una versión posible sobre la capital del Tahuantinsuyo es que en un inicio los europeos conquistadores relacionaron a esa ciudad con una persona en su ignorancia de la realidad local que hallaron en medio de la incapacidad para conocerla por falta de traductores e intérpretes verdaderos. Es decir, es un lugar o un personaje que los recién llegados buscan antes de conocerlo. Es sabido que los intérpretes iniciales entre el castellano y el quechua no conocían ninguno de esos idiomas. La costumbre mantuvo el artículo “el” antepuesto al sustantivo Cusco.

El caso del vocablo perú es similar. Virú se torna Pirú en un proceso común en los encuentros de dos o más culturas. El caso es que los europeos arriban y conquistan un territorio que tenía un nombre general (Tahuantinsuyo) aplicado por los cusqueños conquistadores (incas) en un tiempo muy reciente y que en sus extremos norteños no se remontaba a más de medio siglo antes del “descubrimiento” pizarrista. Era un nombre oficial y administrativo y por eso no necesariamente era reconocido y aplicado por la población nativa. Además, esa población nativa en el norte (desde la zona chanca en Huamanga y huanca en el Mantaro hasta Pasto en Colombia) probablemente rechazaba a los incas y a su denominación oficial de Tahantinsuyo. Los europeos, entonces, no encontraron un nombre general, aceptado y usado por la población digamos de consenso que ellos pudieran aplicar para el territorio que estaban conquistando. En casi todos los casos, los europeos rebautizaron los lugares con nombres occidentales que prevalecieron solo si los nativos no tenían un nombre previo. Así, por ejemplo, prevalecieron Nueva España (México) y Nueva Granada (Colombia), pero no Ciudad de los Reyes pues los nativos reimpusieron el nombre Lima. El Pirú es el nombre que prevaleció pues los nativos no pudieron nombrar el territorio de otra manera. El artículo le viene de ese territorio legendario que buscaban los conquistadores desde antes de llegar al país. El que sea pirú y no perú es un asunto para otro comentario.

Felicitaciones nuevamente,

Dr. Francisco Quiroz Chueca
Profesor principal
Departamento de Historia
Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Acerca del nombre de nuestra ciudad y de nuestro país

¿REGIÓN CALLAO o REGIÓN EL CALLAO?
¿REPÚBLICA PERÚ, REPÚBLICA DE PERÚ o REPÚBLICA DEL PERÚ?

Cada vez más frecuente y masivamente escuchamos y leemos escrito frases como: Voy a Perú,… Vengo de Perú,… Aquí en Perú,… El gobierno de Perú, etc., etc., donde, lamentablemente, no son sólo personas de bajo conocimiento académico y cultural quienes incurren en el grave error de no saber el nombre histórico, tradicional y oficial de su propia patria sino también masas más amplias, ilustradas, de la población, y profesionales con estudios superiores, por mucho que sean gestores administrativos de alto nivel gubernamental y estatal, funcionarios diplomáticos de carrera, que representan a nuestro país en el extranjero, sin que queden libres de pecado boletines de municipalidades, de ministerios, de embajadas, de periódicos de tirada nacional, sin exclusión del mismo vocero oficial EL PERUANO.
Asunto similar sucede con El Callao, con el perjuicio que la falla (ausencia absoluta del artículo EL) comprende hasta la denominación y escudo del Callao autorizados legalmente. Habitualmente observamos en su encabezamiento: REGIÓN CALLAO y no lo correcto, que, repito, debería ser REGIÓN EL CALLAO.

Escudo del callao
Escudo del Callao (Fuente: Internet)

 

No es Provincia Constitucional Callao ni Provincia Constitucional de Callao, sino Provincia Constitucional del Callao la que recibimos de nuestros mayores. Así, sus títulos derivan de esta realidad, como el otorgado por la Convención Nacional con fecha 8 de marzo de 1834:
La fiel y generosa ciudad del Callao, asilo de las leyes y de la libertad.
¿Se halla escrito?:
La fiel y generosa ciudad de Callao, asilo de las leyes y de la libertad
¡No! …Tampoco:
La fiel y generosa ciudad Callao, asilo de las leyes y de la libertad
No se arguya que el generalizado desacierto se debe a encomiable sentido de economía o ahorro de palabras, ni que significa lo mismo decirlo así o de la otra manera. Bien cotejamos en el caso análogo de la REGIÓN LA LIBERTAD lo correcto: REGIÓN LA LIBERTAD – y no lo que sería deplorable y equivocado –: REGIÓN LIBERTAD, sin su artículo LA.
Surge una pregunta preocupante: ¿Será que en el Perú la huachafería y ridiculez irremediablemente se incrementan sin freno ni medida? … Porque no es, repito, ignorancia de una u otra persona, novelería de uno u otro individuo aislado, del mal uso de la lengua de algún grupo marginado de la sociedad, ¡no…!, sino de algo masivo que cada vez abarca más a toda la colectividad y a todos los sectores nacionales.
Tampoco es cuestión de poner o no poner un artículo de más o de un artículo de menos (el) sino, insisto: del nombre tradicional, histórico y oficial de la ciudad del Callao y de nuestra patria el Perú.
Cuando los ciudadanos en el Perú o en El Callao realizan trámites, éstos, los trámites, para felicidad de burócratas, de notarios y de abogados se ven entorpecidos y no avanzan porque en la partida de nacimiento o en el DNI del interesado el funcionario inicialmente le consignó de manera incorrecta una letra equivocada, ¡una sola letra!: Crus con s en vez de Cruz con z, Fernándes con s en vez de Fernández con z, etc., o, simplemente, como tantísimos casos que se arrastran desde el siglo XX, en su día el registrador de turno escribió uno solo de los nombres o uno solo de los apellidos de los progenitores, y no todos los nombres y apellidos completos como estaba obligado o se suponía que estuviera obligado, creando problemas serios posteriores que ahora padecemos, porque en definitiva somos los mismos ciudadanos quienes sufrimos las consecuencias.
Regresando al tema. Soy de la opinión que antes o después – lo prudente y sensato sería hacerlo antes, y hoy mejor que mañana –: corregir el lema del escudo del Callao, y consignar lo preciso y cabal: REGIÓN EL CALLAO, enmendando lo equivocado existente hasta ahora de REGIÓN CALLAO (o CALLAO a secas). Así, habrá que subsanar y escribir correctamente El Callao y el Perú allí donde aparecen noticias en medios de información públicos, ya sea hablados o escritos; en carteles – de los que la ciudad del Callao está lleno como si viviésemos en eternas elecciones municipales y regionales –, en la propaganda turística en nuestro país y, también, en la publicitada en el extranjero, espacio electrónico y demás.
Propondría yo desde estas líneas que se tomara exámenes de conocimiento a alumnos, a educandos en general, tanto de escuelas primarias y secundarias como de institutos superiores y universidades, del nombre correcto del Perú, y que sean reprobados – jalados se dice en lenguaje popular – aquéllos que no lo saben, incluyendo con sanciones a los maestros, que son los primeros responsables.

Escudo de la Región del Callao
Escudo de la Región del Callao                                                                                            (Fuente: internet)

Aconsejaría, igualmente, utilizar cada vez que se precise y releer cada vez que se necesite, la Carta Magna de nuestro país, empezando por su título: CONSTITUCIÓN POLÍTICA DEL PERÚ.

Ricardo E. Mateo Durand
DNI 25674744

Fuente: http://www.municallao.gob.pe/muniCallao/escudo.jsp