EL COCINERO CHINO

La familia de I era de rancio abolengo. Sus antepasados poseían pergaminos que demostraban fehacientemente su prosapia y estirpe de antigua alcurnia en alianza incuestionable con otros de similar linaje que realzaban su nobleza de sangre. Aparte de los añejos títulos emparentados con el poder y la riqueza ­poderío y opulencia son hermanos gemelos­, los bisabuelos y abuelos de la señora doña Angélica de I habían demostrado talento para adaptarse a la novísima república y a su agitación, inquietudes y actividades comerciales que trajo el siglo XlX. En su conjunto, tanto como familia como en sus elementos individuales constituyentes de la misma, toda y todos se aclimataron tan bien a los nuevos tiempos que aprendieron a navegar en los más impetuosos mares, y a sacarle provecho a la situación cualquiera que ésta fuera.

Por la época en que conocí a una de sus descendientes, la referida señora doña Angélica, vástago de la mencionada familia, poseía mansión que quedaba por lo que ahora son las primeras cuadras de la Avenida Salaverry, por entonces todavía lugar sosegado y tranquilo, allá, no muy lejos del sitio aquél por donde no hacía mucho fue el Bosque Matamula, zona apacible, de excelente aire y de ozono puro por su condición de área un tanto alejada del centro de Lima.

La mansión ocupaba una manzana completa. El edificio principal erigíase en el centro del solar teniendo más allá un cenador preciso para los almuerzos en días cálidos y veladas de noches templadas, con su glorieta vecina para conversaciones, tertulias y bailes a que los ágapes de entonces traían consigo. Allí era usual la praxis dedicada a Ludi Floreales, pero no en su versión de desenfrenos sensuales sino para el sano ejercicio de las bellas letras. Así, lo que pudo haber sido licenciosos encuentros íntimos se convirtieron en citas literarias, poéticas; de inspiraciones líricas, elegíacas, bucólicas, épicas, pastoriles e idílicas, con lo que queda claro que hallábanse relacionados con la grata vertiente de juegos florales en inspiradora atmósfera teniendo a la redonda por igual árboles oriundos del Perú como aquellos otros de procedencias varias ambientados en nuestra dichosa tierra. Un poco más allá estaba la piscina, no de medidas olímpicas pero sí para el cómodo aprendizaje y la práctica sin trabas de la natación. No muy lejos, el estanque con lotos y peces de colores traídos del lejano Oriente era deleite y regocijo para la vista.

Dentro del inventario de bienes patrimoniales heredados de sus mayores, sin contar los inmuebles y muebles, que eran cuantiosos, la señora doña Angélica se vio convertida en dueña de uno semoviente de particularidades muy especiales que respondía al nombre de Fuchi­fu.

Acerquémonos a él. Mirándole el rostro, Fuchi­fu parecía palimpsesto borrado y escrito repetidas veces, tantas que ni paleontólogos ni paleólogos ni paleógrafos ni grafólogos ni expertos en críptica ni geólogos ni arqueólogos ni curtidores ni restauradores de pergaminos y cartón ni consumados papirólogos ni egiptólogos ni orientalistas ni sinólogos ni versados en Manuscritos del Mar Muerto ni de los de Nag Hammadi ni ningún avezado técnico de disciplinas ni ciencias habidas y por haber era capaz de determinar su edad matusalénica. Por la época a que nos referimos todavía no se habían descubierto las aplicaciones del carbono­14. Así, pues, la data de nacimiento como la longevidad de Fuchi­fu continuaron siendo misterios y enigmas indescifrables.

Sabíase sí, que siendo muy joven, entrando recién en la adolescencia salió del Celeste Imperio fugándose por Hong Kong. Pasando mil de privaciones, penurias, peripecias, carencias y naufragios vino a tomar tierra en una de las plantaciones del norte del Perú, donde captado no mucho después por sus eximias cualidades gastronómicas, el dueño de un ingenio azucarero, abuelo de la señora doña Angélica lo destinó a la cocina de su casona.

Fuchi­fu era asiático más bien bajo que de estatura media, más todavía cuando los años le habían hecho perder alzada. Lucía complexión casi esquelética pero sano y vital a toda prueba independientemente de su apariencia enteca, esmirriada y canija. Era hombre a quien todos compadecían por creerlo cerca de la sepultura, pero por incomprensibles paradojas era él quien enterraba a todos. Era ágil de naturaleza, rapidez que conservaba por la costumbre de deambular por los jardines, follaje y frondosidades de la finca persiguiendo animalitos que, por testimonio bajo juramento del jardinero, del agente particular de baja policía, del mayordomo, de la mucama y del ama de llaves, se trataba de batracios y roedores, aunque al regresar Fuchi­fu sólo enseñara manojos, gavillas y haces de yerbas producto de sus frecuentes excursiones que se extendían hasta coordenadas bosquematamulense.

Cualquiera hubiera afirmado que se trataba de austero monje budista o de tímido, insociable y huraño asceta solitario. ¡Nada más lejos de la realidad!: Desde antiguo había trabado amistad con compatriotas suyos, que en su mayoría residían y trabajaban en chifas del Callao, ciudad a la que de vez en cuando bajaba yéndose en carreta o carromato jalados por caballos de desgarbada estampa ­caleta y calomato decía él­, o en tlanvía, cuando estos empezaron a funcionar a principios del siglo XX.

Si la edad de Fuchi­fu era enigma pitagórico, igual ocurría con sus habilidades y pericias culinarias. Fuchi­fu hacía sopas y condimentaba adobos y guisos que eran simbiosis de la novena maravilla del mundo antiguo y moderno.

Algunas veces tentaron al abuelo para que vendiera la casona, transacción que no llegó a feliz término para el potencial adquirente debido a que el dueño se negó en redondo venderla con chino y todo. El negocio de la enajenación era incluyendo a Fuchi­fu. La cosa resultaba clara para el adquisidor: compra con Fuchi­fu porque si no, no había trato. La casona y todo lo que constituía la propiedad completa sin Fuchi­fu perdía por lo menos la mitad de su valor y cotizaciones.

Así fue como nuestro cocinero se convirtió en pontífice infalible, irrebatible desde su solio en ciencias culinarias y, por tanto, en inamovible personaje de aquella heredad. Su palabra, siempre que no excediera los límites de la cocina, devino en dogma y en artículo de fe.

Pasaron años, lustros y decenios hasta llegar a los tiempos a que me referí al principio de esta verídica narración. Con sopas y cazuelas tan destacadas obvio era que nunca faltaran comensales sentados a la mesa de la señora doña Angélica, sobre todo los autoinvitados profesionales, vástagos de familias capitalinas de campanillas venidas a menos, acuciados por hambre tenaz, desempleados y persistentes ociosos voluntarios, huéspedes que en El Callao se designa con términos múltiples: gargantas, paracaidistas, gorriones, gorrones, gorristas y gorreros. No era que formaran legión los gargantas, todos muy atildados, muy acicalados y emperifollados sin un centavo en el bolsillo, pero fechas y oportunidades hubo en que, sin duda por telepatía o arcana intuición, acudían en tropel a saborear la manduca fuchifusiana. Pasemos ahora a la cocina…

… la misma donde Fuchi­fu era soberano y señor de impenetrable reino. Era ésta de magnitudes apreciables. Sus medidas, al igual que ciertos templos se computaban en longitud de Oriente a Occidente, en latitud de Norte a Sur, en profundidad desde la superficie del suelo hasta el centro de la Tierra y, en altura, desde la superficie del suelo hasta la bóveda celeste, todo incrustado en la intemporalidad o atemporalidad más absolutas. La alacena se hallaba en una de las paredes, tan ancha y alta como la muralla en la que estaba empotrada. Había espacio para comestibles y verduras de todas las especies y climas, tanto tórridos como templados y fríos. También estaba la sección para cacharros de todo tipo: cucharas, cucharones, rodillos, vasijas, escudillas, bacías, cuencos, ollas de barro y metal, ánforas, cántaros, botijos, alcarrazas, marmitas, tazas, tazones, jofainas, poncheras, boles y mil otros recipientes propios de su arte y oficio, multinacionales y multiculturales.

El mastodonte que servía para cocinar contaba de cuatro fogones y un horno, en cuyos vanos del hogar, abajo de las parrillas, se introducía la leña o el carbón de palo, que luego se prendían utilizando astillas del mismo madero o papel de periódico ­designado papel de comercio­, hasta que los tronquitos después de paciente combustión quedaran convertidos en ascuas y rescoldos, todo a fuego lento, que era secreto de su industria. Cuando la flama tardaba en avivarse o se apagaba, entonces rociábanse con kerosene los trozos de leña o de carbón, lo que aseguraba categórica ignición.

Poseía también hornillos primus que usaba alternativamente. Sus primus echaban más fuego que soplete de gasfitero. Podía desarmarlos y armarlos hasta con los ojos vendados, sin fallar en la instalación exacta de parrillas, quemadores, empaquetaduras y niples. Nunca se le reventó ninguno.

Las ollas familiares de esas dichosas épocas eran como las que se empleaban para cocer el rancho de la tropa, ello porque había que estar preparados para las ya reveladas visitas inesperadas y espontáneas, de cuyo número ni las predicciones de San Malaquías y de Nostradamus juntos hubieran acertado. Así, Fuchi­fu ponía sobre los fogones recipientes que más eran pailas que otra cosa. Daba gusto, en el caso que hubiera sido posible observarlo en tales menesteres, ver cómo llenaba de agua y metía carnes y vegetales para luego hervirlos hasta que el borboteo y burbujeo sonaban como sinfonía para sus oídos. Cuántas ocasiones hubo en que la señora doña Angélica solicitó la gracia de hallarse presente durante los cocimientos para aprender también ella de tan eminente maestro, merced que siempre le fue denegada por el ilustre chef, negativa que no sólo se extendía a ella sino también la hubiera dado al mismo Cristo, si sólo para tal gestión hubiese bajado del cielo.

Pero todo se logra dándole tiempo al tiempo y haciendo gala de paciencia. La serena dama a modo de sugerencia había ordenado al jardinero con la mayor reserva que sin aspavientos ni énfasis le avisara cuando algún instante de ausencia de Fuchi­fu la ayudara a introducirse en su feudo. Cumpliose la coyuntura favorable en circunstancias en que éste salió para arrancar de cierta mata un puñado de hierba sazonadora. La señora doña Angélica ingresó en recinto por tantos años vedado. Miró hacia uno y otro sitio. Repasó la alacena, la despensa, los armarios, las ménsulas y anaqueles con rápido examen. No hubo para ella repisa inadvertida. Todo se hallaba impecable, limpio, pulcro e impoluto. Comprobado esto, la mirada se posó instintivamente en la borbotante paila sobre uno de los fogones. Tomó un secador y protegiéndose la mano de vapores levantó la tapa. Examinó el interior del recipiente y reparó cómo por efectos del hervor habíase establecido corriente circulatoria de abajo hacia arriba, dando como resultado el movimiento contínuo de los ingredientes que hallándose en la cresta de la efervescencia dejábanse ver por breves momentos.

Notó un no sé qué de imprevisto. Una punzante corazonada la excitó. Tomó la espumadera más a mano y con ella removió el espeso menestrón. A las zanahorias, papas, nabos, trozos de apio y poro ya casi en su punto de cocción siguieron fragmentos de carne que al principio la dama tomó como cosa natural… ¡¿Natural…?! He aquí, sin embargo, que entre esas porciones destacose algo como el cuerpo de un animal pequeño, tiernecito, esponjoso y delicado unido a una especie de larga mecha de dinamita, gorda en su base pero adelgazando conforme llegaba a la punta. ¿Sería un conejito? … ¡No…!: los conejos no tienen rabo de estas características. ¿Un cuy…? …¡Tampoco…!: los cuyes casi no tienen rabo. Éste era largo, grueso en la base, en la parte pegada al cuerpo, afinándose en el extremo final. Sus pupilas focalizaron su atención en este objeto inesperado, en esta inopinada provisión, y se le abrieron demesuradamente justo en el momento en que Fuchi­fu hacía acto de presencia estableciéndose el diálogo:

– ¿Qué significa esto, Fuchi­fu? ­inquirió la señora doña Angélica, enseñándole al chino el roedor pelado y hervido que sostenía en la espumadera­,

– Ete pelicotito, patloncita, como sapito que etá dentlo cacelola, son pala mí, pueé … Sopita menetlón y demá comilita pala ti y toó lo galgantaa limeñitooo.

Ricardo E. Mateo Durand
El Callao – Perú
Tartu – Estonia (Comunidad Europea)

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