La Choncholicera

Son las 5.00 de la tarde de cualquiera de los 365 días de un año no bisiesto, aunque también pudiera ser el 29 de febrero de cada cuatrienio. El adoquinado del Barrio soporta los miles de pasos, cortos y largos, firmes o vacilantes que van y que vienen, que se detienen y vuelven a circular en incesante ajetreo. Los muchachos disponen sus cotidianos partidos futbolísticos bocacallereros y, como ocurre en estos casos y ya hemos referido, como caída del cielo acierta a pasar la vieja Cara e´ Mondongo profieriendo insultos desde una cuadra de distancia, ya desde la Calle Moctezuma, anticipándose a la inexorable ley la gravitación universal que en ese perímetro del Viejo Callao se manifiesta con pelotazo en el moño de la dama-enigma,  copete agregado y ficticio que disimula su calvicie. ¿Qué facultad innata posee su cabeza de atraer las pelotas del barrio, para jalar hacia sí la de jebe, para impactar contra su esférica mollera? La Cara e´Mondongo misma es un rompecabezas: además de lo revelado, su incógnita radica en los surcos, zanjas, canalillos, estelas y rastros de su arrugado cutiz, indescifrables incluso para desentrañadores de los más arcanos misterios.

No se dejan ver el trío locumba constituído por el equívoco zambo Poco a Poco, la Loca Zulema y la Loca Palito, tres lunáticas distintas en una alienación verdadera.

La torre de la Matriz da sus cinco espaciadas campanadas, con el repetitivo eco del badajo electrónico de la Iglesia Santa Rosa. Del inmueble liberteño más acuchitrilado y zahúrda pajarera construida sobre la hogar de los Calderón y frente por frente del afamado taller de zapatero del maestro Angulo, inmueble colindante con la Calle Putumayo, aparece la madre de Darío portando lo imprescindible para la manduca crepuscular y nocturna. No se trata del bíblico Darío, rey de los persas sino del primogénito de la Choncholicera habido con un caballero jíbaro-aguaruna, de auténtica estirpe amazónica, razón por la que según del recodo que se le mirase, nuestro Darío -muchacho unos cinco años mayor que yo-, por ser cruce centro-oriental peruano, unas veces parecía andino y, otras, selvático: de frente jurábase que se trataba de un auténtico Tacachito, pero, por cualquiera de los dos perfiles resultaba legítimo Vicuñín.

Su madre es mujer de baja estatura, de tonalidades cetrinas, cubierta la testa de sombrero aludo de alta y puntiaguda copa rodeada de ancha cinta funeral con lazo hacia la derecha, sombrero de clara paja por donde fúgansele las trenzas maromas del grosor de las del muelle amarradas a bita espigonal. Luce sucesivas y luengas faldas y enaguas multicolores como choclo de mil pancas que le dan hasta pezuñenteros zapatones negros de tacón y pasador. La Choncholicera es andina como la papa, como el olluco, como la maca, como la quinua. Las vísceras y asaduras que aparrilla cada tarde las trae del Frigorífico -allende El Obelisco-, procedente del camal del Callao.

Como cuerpo celeste infaltable a la cita sideral, llega a su meridiano justo al frente de mi balcón, allí donde pocos años antes se elevaba columna de a metro coronada por forma de glande y hueco de meato -que Taboada, McKevoy y otros egregios personajes del gremio guarapo usaban de asiento y cenicero-. El poste duró hasta que al retroceder un camión cervecero lo abatió y tendió por los suelos. Hasta entonces aquéllo sirvió para amarrar burros y mulas. Tumbada y flácida  la columna continuó por muchos meses hasta que al fin los empleados municipales la retiraron, y en su lugar quedó oquedad cóncava de poca profundidad donde la Choncholicera emplazaba su brasero.

 casa

Foto de mi casa natal – Libertad 672 (altos).

Los altos y los bajos (674) adquiridos en 1922, fueron propiedad de mi abuela paterna.

Al frente del inmueble obsérvase el poste que ya había desaparecido cuando la Choncholicera armaba su brasero.

Fuente: foto (1946), pertenece al autor de la narración.

Como no sé si habrá ocasión de volver a referirme del camión que tumbó el amarradero burreril y mulero diré que se trataba del único modelo mastodóntico que he visto en mi vida. Era éste vehículo de enorme carga blanca -paralelepípedo regular- cerrada por puertas posteriores que indicaban que se trataba de refrigeradora móvil. Lo extraordinario de la máquina era que no se movía por eje sino por sendas gigantescas cadenas accionadas por piñones que, a modo de bicicleta, ejercían tracción yendo desde el motor a las ruedas traseras. Prosigo con nuestra verídica historia.

La Choncholicera, pues, encaja su brasero en la depresión donde estuvo el desaparecido mojón. Despliega un par de arquibancos de colores complementarios en lo más puro de su pigmentación, y unas silletitas de tosca armazón redonda y asientos de totora a la medida de las ancas de los comensales, arrellanando ella sus propias nalgas sobre taburetucho que apenas se alza un jeme del suelo. La Choncholicera y su brasero se erigen en punto central, no en ombligo sino en culo de la Tierra. Ambos son la meca y la teca tortolequianas de invocaciones vespertinas. De una bolsa extrae carbón de palo comprado en la carbonería del señor Garcés y lo introduce en el brasero insertándole mecha enkerosenada de papel periódico. Abanica con soplador confeccionado de esparto y despréndese espeso sahumerio que atosiga a los residentes de un centenar de metros a la redonda atacados de pronto de carraspera, toses y estornudos.

El Sol lentamente declina detrás de la Calle Paita, detrás de la Calle Constitución, detrás de la Calle Manco Cápac, de la estación del tren y del Muelle. El mar cambia de tonalidades, acomoda sus coloraciones a la intensidad de la luz. Antes de recogerse para dormir los patillos y las gaviotas persisten en sus vuelos, con sus gritos y chapuzones en picada emergiendo a la superficie con anchoveta en el pico. Los gallinazos de los techos alzan vuelo hasta posarse en la horizontal y vertical del patíbulo cristiano, del aspa del suplicio neotestamentario colocado sobre la Iglesia de Guadalupe, ésa de la Calle Bolivar, desde donde mejor otean las inmediaciones en busca de algún gato o ratón finados.

Las ascuas del brasero brillan ya. Resplandecen los carbones. Las chispas saltan centellando en la noche que se adivina. La lumbre despide ardor que tuestan tripas, pancitas, buches y mollejas esparcidos en la parrilla, que la Choncholicera adoba rociándolos con ayuda del hisopo de panca de los que devienen los ansiados choncholíes. Los aspersorios mojan sus hebras en cuencos y escudillas repletas de aceite y caldos sazonadores. La fragancia atrae a seres de dos y cuatro patas. Perros callejeros y gatos techeros se pasan la voz por si algún comensal les avienta un trozo ligoso, de los difíciles de deslizar por el gaznate. La Plazoleta de Paita-Libertad deja su letargo y revitalízase por obra y gracia de la humareda y emanaciones choncholicescas. Acércanse los comensales al paso; los otros posesiónanse de los banquitos mientras la madre de Darío, como la gran diosa Kali, se da maña para gastronomizar y atender en varios frentes.

Por los tiempos que narramos, siendo su negocio de renombrada fama ni siquiera necesitaba anunciar sus productos, como lo hacía en épocas idas cuando la andina y dulce Rita proclamaba:

– chunchulíes, pancetas, habetas, tuditu con ajecccetu moledu con huacccatay … Reqqueto, reqqueto, para choparse dedos nomás caserachay … Chunchulíes priparaditus de trepeta de chanchetos y ovejetas … ¡Chunchulíes, chunchulicetus…!

Con una mano alisa la panca donde deposita los trozos de tripa y mondongos preparados sobre parrila, y de barrigudas ollas de cerámica andina extrae habichuelas, choclo, mote, ají, rocoto y huacatay que entrega al comensal recibiendo a cambio los centavos -medios, reales, pesetas- que por la noche se habrán convertido en soles.

Quien ahora transite de día por este punto geográfico del Planeta, no de noche sino de día, con luz solar -de noche no sale vivo-, notará somnolencia, somnolencia y modorra que no la había por los tiempos que evoco. El Barrio de Paita-Libertad ha quedado convertido en paso casual, en senda accidental y en esporádica vereda de perdidos peatones. Ya no se escuchan las guitarras de los humiteros ni el pregón del pescador ni la canción del vendedor de revolución caliente ni del organillero; ni pasa el zambo del zanguito ni el raspadillero ni el que hilvana hilos de azúcar, ni el chupetero ni el afilador de cuchillos y tijeras soplando su zampoña porque la Plazoleta de Paita-Libertad permanece ya desierta y muda. La causa del letargo queda explicada por las tapias de las entradas en El Chino de las Tres Puertas, foco de intensísimo comercio de artículos de variada procedencia traidos de los confines más remotos del Planeta, portones que hace años cegaron. También, en la inexistente verdulería del yugoslavo: la casa de grandes ventanales que fue residencia de los D´Apello Mori. Item: en la entelequia a la que luego de seis decenios ha pasado a ser la Choncholicera, la madre del Darío chalaco.

Simultáneamente, los terremotos del 1966, 1970, 1974 y 2007 dieron por tierra con la otra pajarera, la de los altos de la familia D´Apello Mori, habitáculo de Tamakun, de otros conspicuos personajes frontoneros y sanlorenceños de la historia del Callao, como también de aquella ya referida que fue la finca de la Choncholicera, de su hijo Darío, de los vástagos de don Jesús el Carnicero, de la Cieguita que se entarugó en una de las zanjas de las tuberías, y demás insignes y notables vecinos de Libertad. Para completar la crónica hay que agregar que se sacralizó la remencionada verdulería del yugoslavo, que en los actuales tiempos todavía queda en pie y funciona como sucursal del cielo, a la que quedan invitados quienes sienten necesidad de lo eterno y lo absoluto.

El reloj marca las 9.00 de la noche. El receptáculo del brasero queda repleto de cenizas ya extinguidas que fueron reemplazadas por las chispas del firmamento. La Choncholicera recoge y limpia su brasero, apaga su primus, reune sus bártulos, amontona sus silletitas y su taburetucho en un solo montón y abandona el lugar, que no es ombligo sino culo de la Tierra.

Ricardo E. Mateo Durand

Tartu – Estonia

El Callao – Perú