LA HACIENDA SAN JOSÉ

A Luisa, mi abuela,
y a mis padres Elías y Augusta,
in memóriam

Las narraciones de mi vida no siempre se referirán a mi casa natal ni a mi Barrio de Libertad, ni al Pasaje Ríos ni al Pasaje Ronald, ni a la Plazuela de la Independencia ni a la Pérgola, ni al Malecón ni al Cañón del Pato, ni a la pulpería del Chino de las Tres Puertas ni al antiguo edificio de la Municipalidad, ni a la Plaza Chica ni a la Plaza Grande, ni a cualquier otro sitio o persona o circunstancia del Callao. Hay otros lugares fuera de nuestra Ciudad Portuaria que también acogieron mis días y me emociona recordarlos, localidades a las que evoco con especial cariño, sin que tampoco excluya puntos geográficos más allá de las fronteras del Perú. Como se ve, ni en esto ni en lo demás soy ninguna excepción porque mi biografía en innumerables aspectos ha sido y es análoga a la de otros chalacos, a la de otros peruanos, y a gentes de otros países, Continentes y culturas. Pensando en este contexto, uno de los episodios de mi niñez que vibrantemente recuerdo es el relacionado con la heredad que lleva por título la presente crónica.
Habré de empezar diciendo que no mucho tiempo antes de su matrimonio religioso, verificado en la capillita del preventorio-sanatorio de Collique el jueves 19 de marzo de 1942, mi padre fue a trabajar a aquella finca rústica iqueña – Hacienda San José – en calidad de cajero y tenedor de libros. Obviamente, luego que hubo contraído matrimonio, llevó a su mujer, mi madre, a vivir con él, lo que no significó obstáculo para, concluyendo ella su gravidez, en días ya próximos al alumbramiento, en el lapso de dos años, sucesivamente en El Callao y Barrio Libertad naciésemos mi hermana Diana (22.01.1943) y yo (15.01.1945). Luis Eduardo, el tercero y último en venir al mundo, hizo su aparición después de un sexenio, pero no en El Callao sino en el Hospital Obrero de la Ciudad de Ica (20.03.1951), erigido en la Avenida Matías Manzanilla, alumbramiento que cerró la etapa paterna de residencia en el sur. Pocos meses después del mencionado postrero parto materno definitivamente mis padres se mudaron al Callao.
La Hacienda San José de Ica se hallaba cuanto más a kilómetro y medio de la Plaza de Armas, y se llegaba a ella con sólo tomar la dirección hacia Huacachina. La Hacienda San José pertenecía a la familia de don Alfredo Malatesta León, quien abrió los ojos a la vida en la Ciudad de Ayacucho el 30 de marzo del año del Señor de 1874, y los cerró en Ica el domingo 19 de marzo de 1950 -hay fuentes que consignan su muerte con fecha de viernes 19 de mayo-, a la edad de 76 años, aunque a mí me pareciera mucho más viejo. De haber pasado a mejor vida en la primera de las fechas entonces su deceso acaeció justo al octavo aniversario de matrimonio de mis padres. Su esposa y viuda se llamó María Antonia Boza Ocampo, muerta también en domingo, pero el del 15 de octubre de 1967, en su octogésimo séptimo año de existencia. Ambos se habían casado en la misma Ica, nupcias que se efectuaron el 08 de septiembre de 1899. Recuerdo que unos meses antes de su óbito, celebrando sus bodas de oro matrimoniales (08.09.1949) hubo en la hacienda juegos, procesiones, romerías, feria y fanfarrias: misas y ofrendas, carreras de encostalados, trepadores de palos ensebados, garroteadores de ollas de barro conteniendo arena, ceniza y algunas monedas, diversiones de gente con cara tiznada, y canciones, muchas canciones, una de las cuales consistía por toda letra en el estribillo bodas de oro de amor, que se repitió por varias jornadas. Recuerdo la tonada, pero he olvidado qué otras palabras o estrofas tenía, y casi me inclino a pensar que aparte de las consabidas bodas de oro de amor no había nada más para entonar.

Don Alfredo (1874-1950) y doña María Antonia (1880-1967), en compañía de su hija María Clemencia (¿?-2006)
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Una de las más entusiastas, si resulta correcto llamarla de las más entusiastas -arrebatados y frenéticos estaban y eran por esas fechas todos ellos-, fue la señorita doña Marujita, la benjaminita de la familia, de nombre igual al de su madre: María Antonia. Alta de estatura, con anteojos de marcos amarronados opacos y vidrios gruesos, gruesísimos, que le daban aire de intelectual sin serlo. En determinado momento Marujita señaló al cielo con el índice de su diestra, y empezó a gritar a voz en cuello:
¡Miren el firmamento!: … ¡Hasta el cielo está feliz! … ¡¡¡Ha cambiado de color…!!! … ¿No es cierto, padre? … ¿No lo ve usted padre…?
A lo que el clérigo a quien ella se dirigió hubo de balbucear:
– Aaah,… ¡La grandeza de Dios! … ¡¡¡La grandeza de Dios…!!! … ¡¡¡Alabemos al Señor…!!! …
… respondió él juntando las manos sobre el abdomen, mirando hacia arriba y poniendo los ojos en blanco en el juego de adoptar gestos faciales de creerse lo que la señorita doña Marujita decía y él ahora confirmaba. Lo más seguro, ratifico yo sin temor a equivocarme, fue que en ese instante el reverendo ocupaba ambos hemisferios cerebrales discurriendo en los suculentos manjares y en el excelente vino y pisco salidos de los lagares de San Pepe con que los esposos Malatesta Boza lo regalaron y gratificaron de principio a fin.

Doña Rosa (1908-1989) y doña María Antonia -Marujita- (¿?-2005)
Hda. San José
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Aparentemente, la bóveda cósmica había adquirido coloración celeste, muy especial: azulado claro paradisíaco, lo cual fue motivo para más canciones, y para nuevas arremetidas melódicas con mayor cantidad de voces y en octavas más altas.
Como dije, hubo misas, homilías, sermones, prédicas, discursos, letanías, invocaciones, súplicas, rogativas y demás solemnidades como bien correspondía a familia tan cristiana y católica. Lo era tanto que poseía su propia capilla, su propia iglesita, con torre, cruz y campana, a la que don Alfredo jalando una cuerda hacía dindondonear a las 12.00 del mediodía y a las 6.00 de la tarde, invitando a la recitación de El Ángelus:
– El Ángel del Señor anunció a María.
– Y concibió por obra del Espíritu Santo.
– Dios te salve, María… Santa María…
etc., etc.
Después del Ángelus venía el rosario: largo, acongojado, afligido, compungido, contrito, circunstanciando según el día que correspondiese: misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Los misterios luminosos todavía no se habían inventado (2002). Después del desahogo espiritual, que teniendo en cuenta la época seguro que coincidió con la vendimia, llegaba la carga o ataque al condumio.
Entre rezos y más rezos, en las horas tórridas del día, cuando el Sol veraniego derretía sesos implacablemente, don Alfredo y los suyos, sentados en sendos asientos y poltronas de mimbre descansaban a la sombra tratando de tomar el fresco, ayudándose cada uno armado de su respectivo abanico ovalado tejido en esterilla o en tiras de palmas. El lugar hallábase debajo del alero de la casa-hacienda, y era un patio o corredor enlosetado que daba de frente al jardín central del referido edificio: pórtico abierto de varios metros de anchura, que extendíase a lo largo de la fachada principal. Entre la puerta de entrada a la casa-hacienda y el portón del templo había y sigue habiendo grandes ventanas. Su techo era prolongación del de la casa-hacienda, y se sostenía por columnas en el extremo que daba al tantas veces mencionado jardín central. Por estas columnatas escalaban trepadoras que llegaban hasta el borde de la techumbre saliente. Las buganvillas dábanle al edificio singular atractivo.

Arquería en uno de los extremos de la casa-hacienda.
Obsérvese a la derecha la torre de la capilla.
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Para variar, refiriéndome a tan patriarcales y sanas costumbres, jamás faltó servicio religioso ni santa misa los domingos y demás fiestas de guardar, donde en pleno asistían don Alfredo, familia, parientes, amigos visitantes, conocidos y demás relacionados, acompañados de gran parte de los trabajadores de la hacienda.
Aparte de las religiosas, el señor don Alfredo fue hombre de muchas otras virtudes. El señor don Alfredo fue persona de espíritu empresarial, de bastante capacidad de trabajo y organización. De algunas dejaremos constancia en esta verídica narración. Según escuché de mi propio padre, oportunidad hubo que fue testigo de cuando a una estatua de madera de la capilla, influida por la ley de la gravitación universal se vino al suelo haciéndosele añicos el brazo que sujetaba el cayado de pastor de almas. Averiada y en tan calamitoso estado se la llevaron a don Alfredo. Vio la situación en que se hallaba la santa extremidad superior del venerable canonizado, entornó los ojos mirándola e hizo sus mediciones y cálculos mentales. Acto seguido se convirtió en el médico de quien en vida fuera casto e inmaculado varón, y se hallaba convertido ahora en infortunado ídolo de palo. El resultado para tan respetabilísima imagen fue la hechura de miembro nuevo con báculo y todo, pero no miembro cualquiera, sino de maestría tan acabada, tan de magistral y consumada perfección que nadie se hubiera dado cuenta de la recuperación corporal sin estar en autos sacramentales.
Don Alfredo, reitero, fue hombre laborioso y empresario nato, con múltiples y diversas habilidades, como se ha visto, agregando nosotros noticia para encomio eterno, que de propia industria y destreza personales fabricó máquina desmotadora, separadora de la semilla y de la fibra del algodón, evitándoles de los recogedores la ardua y lenta labor espulgatoria. Recogedores se les decía a quienes realizaban manualmente esta tediosa ocupación. Los recuerdo cuando realizaban su faena distribuyéndose por las veredas y vías adyacentes al jardín central, en parejas alrededor a su respectivo montoncito o cúmulo blanco de algodón.
Fue también él quien llevó a Ica los primeros automóviles, y el primer tractor para uso y empleo en el campo. Antes de él no hubo ni automóviles ni tractores, sólo borricos, de los parsimoniosos y flemáticos, como gozan de fama y renombre los burros de aquella felicísima región sureña. Después de don Alfredo, las chacras iqueñas fueron diferentes. Su dedicación e industria marcaron, como se aprecia, un antes y un después. Fue el elemento activo y consciente que en ese punto dichoso del Perú permitió el tránsito de una época a otra época. Más adelante me referiré a estas máquinas – carros y tractor –, que por los tiempos de mi niñez dormían el sueño de los justos al lado de la laguna que había en la parte de atrás de las bodegas y lagares, a uno de los costados de la Hacienda.

Don Alfredo Malatesta León (1874-1950)
Fuente: Foto obtenida de internet

Que recuerde, rara fue la vez cuando no se viera alguna sotana como huésped de los Malatesta Boza, y, sin menosprecio para nadie, no sólo curita de misa y paila sino de verdaderos purpurados, con solideo o inviolados bonete violados que, según dicen, es el séptimo color del espectro solar. En cierta ocasión – fue principios de 1951 –, visitaba la Hacienda uno de estos prelados a quien Jimmy, nieto pequeño de los Malatesta – pocos meses mayor que yo, hijito de don Carlos Malatesta Boza y de la Guinga (Guinga porque la señora no podía ponunciar la palabra Gringa) que así le decían a la dama estadounidense de origen, señora Spalding, madre de Jimmy-, le preguntó:
– Padre,… ¿Sabe usted que sucedería si cayera corea?
– Si cayera Corea … ¡¿Si cayera Corea …?!
– Sí, padre: si cayera corea.
– Pues no, Jimmy, no se me ocurre qué pasaría si cayera Corea.
– Si cayera corea, padre, seguro también cayendo pantarón.
Ignoro con exactitud cuál fue su extensión en hectáreas, que no debía ser tan pequeña donde existían viñedos espaciosos y se vendimiaba uvas de varios tipos, y cosechaba algodón, amén de árboles frutales, cuyas frutas muchas veces, para jolgorio de cerdos se pudrían antes que repartírselas a los hijos de los recogedores y a los de los de las rancherías.
Como en aquella etapa espacio-tiempo-histórica mi vida se hallaba relacionada con la Hacienda San José, antes de continuar haré un paréntesis e interrumpiré la secuencia de la narración para irnos 320 kilómetros hacia el norte, hasta El Callao, y referir cómo fueron los días previos a cada uno de nuestros viajes a la ciudad de San Jerónimo de Ica.
Uno o dos días antes de la partida se verificaba conversación telefónica entre mi abuela paterna, Lucha, con quien vivíamos en la casa de la Calle Libertad, y mi padre, que se hallaba en la Hacienda ocupado en sus asuntos de caja y libros de contabilidad. Era para informarle acerca de nuestra marcha, según estaba concertado que hacíamos tanto para las vacaciones de medio año, de Fiestas Patrias, como para las de verano. Escuchaba desde donde yo estaba, junto a mi abuela Lucha cuando ella le hablaba, y su voz se incrementaba, se intensificaba a ratos. Otro tanto debía suceder con la de mi padre, ora hablando más bajo ora más alto e, inclusive, hasta gritando en circunstancias que la voz alámbrica de ambos quedábase convertida en hilito quebradizo que rompíase por momentos, que íbase irremediablemente para retornar poco después:
– Aló … Sí, Elías … Viajaremos mañana. Saldremos por la agencia del Pacífico … No, no por Roggero sino por la del Pacífico, no a las ocho de la mañana sino después de mediodía … Llegaremos de noche, a la hora acostumbrada. … ¿Sí…? … ¡¡¡¿Sííí?!!!: … Los muchachos están bien. Ellos ya quieren ir a Ica para verte a ti y ver a su mamá. Quieren también ir a la Huega y a Huacachina … Sí … sí iremos con cuidado, no te preocupes … Anda a recogernos para cuando lleguemos.
Mi padre no requería que le recomendaran su asistencia porque siempre estuvo en su puesto.
Todo esto lo decía mi abuela apretándose el auricular en forma de pera contra la oreja derecha y agarrando el micrófono con la izquierda. El teléfono no era de mesa, como después hubo, sino de pared: estaba sujeto a la altura de su cara. El micrófono, como bocina de vitrola, si bien pequeño, encontrábase adjunto a la caja negra del teléfono, al que había que acercarse y casi meter los labios, como para que no se perdiese ningún decibelio, ninguna onda sonora, ninguna ondulación acústica.
Llegado el día del viaje mi abuela Lucha llamaba un carro de plaza para que nos llevara a Lima. Al carro de plaza por entonces se le decía carro de plaza porque la palabra taxi no era de uso popular, como que tampoco en el Perú había taxímetros. Su paradero habitual era en la esquina de la Calle Miller, casi llegando a la Calle Lima. Solía ser éste uno de esos carromatos cuadrilongos al que sólo le faltaban los caballos y el pescante. Eran amplios y cómodos. En la parte de atrás holgadamente cabíamos mi abuela, mi hermana Diana y yo con las piernas estiradas, más los bultos que transportábamos, que tampoco eran tantos. Nos recogía, pues: lo tomábamos en la puerta de casa. Rodábamos calle abajo de Libertad hasta desembocar en la de Miller; de allí, a la Calle Lima, que era de dos sentidos, fluyendo incesantes automóviles y tranvías de aquí para allá y de allá para acá. Allí estaban la Bodega Olcese, el Cine Porteño, el Chifa Cantón y la tienda de caramelos de don Juanito. Siguiendo de frente por la Colonial veíamos el Cementerio Baquíjano, camposanto al que inexorablemente mi abuela señalando sentenciaba: Aquí vendremos todos … Antes o después, nadie se libra de venir acá.
Más adelante, con un poco más de recorrido, pasábamos por el costado del depósito de los eléctricos (tranvías), que quedaba a escasos metros de la comisaría y de la Iglesia de La Legua, con su abrevadero redondo -amplio pilón que en su día sirvió para refrescar acémilas-, justo allí donde ahora está el paso a desnivel, donde por arriba la Avenida Faucett -viniendo desde la de La Marina atraviesa la Venezuela y La Colonial-, y va hacia el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez.
Avanzando más todavía hacia Lima nos deleitábamos con los árboles de la Unidad Vecinal número Tres, hasta alcanzar después la de Mirones, que se edificaba por los tiempos que describo. Llegábamos a La Plaza Dos de Mayo y, de manera paralela a la línea del tranvía subíamos por La Colmena. Bordeábamos la Plaza San Martín y continuábamos hasta la Universitaria, que salvábamos por el lado de la Casona de San Marcos hasta, después de tan larga travesía fondear junto a la puerta o portón de la sala de espera de la mencionada agencia de ómnibus Pacífico, ómnibus con carrocería pintada de plomo y verde
En el tradicional reloj de Lima de la torre de la Plaza Universitaria, las manecillas, ¡doble maravilla de maravillas!, funcionaban y hasta daban la hora exacta. Como por lo general llegábamos con cierta anticipación (por entonces se compraba los pasajes no al instante de partir sino varios días antes), mi abuela Lucha se daba tiempo para ir a ver su vetusto colegio, allí donde de niña estuvo interna, y entrevistarse con su antigua maestra. Era ésta monjita octogenaria larga, incluso diría hasta nonagenaria, de semblante benévolo, clemente, afectuoso. Apoyábase en un bastón. De hábito negro y amplia pechera -daba la impresión de ser descomunal babero- casi le alcanzaba la cintura. Sobre la cabeza lucía cofia blanca de monumental proporción, alada, como albas alas desplegadas de cisne, de inmensa ave nívea batiéndolas para despegar, como si la monjita hastiada de este mundo se esforzara por alzarse hasta los cielos y gozarse contemplando el divino rostro del Creador. Ambas se abrazaban y recordaban tiempos idos, de cuando mi abuela Lucha era niña y la monjita, mujer joven y valedora y abogada de mi abuela. Tiempos añorados, evocados, invocados y reiteradamente recapitulados en las vacaciones de invierno y de verano. Al despedirnos, su maestra la abrazaba nuevamente, y nos acariciaba la cabeza a mi hermana Diana y a mí. La recuerdo en la distancia y siento su cariñosa, tenue, delicada, sutil y frágil mano palpándome maternalmente, bisabuelablemente, la cabeza.
Insistiendo en lo dicho repetiré que por aquel tiempo, según me parece, había dos empresas de ómnibus que hacían el servicio Lima-Ica-Lima: Pacífico y, Roggero. Ambas tenían su oficina y punto de embarque-desembarque al final del Parque Universitario, allí donde ahora está la Avenida Abancay, al otro extremo de la diagonal por donde en aquella lejanísima época, durante el período de don Manuel Odría se construyó el Edificio del Ministerio de Educación.
Una vez acomodados los viajeros en el ómnibus, arrancaba éste y seguíamos la ruta del tranvía hacia Chorrillos, por donde en años posteriores el alcalde don Luis Bedoya Reyes mandó sacar sus rieles para cavar y hacer El Zanjón. Llegados que habíamos a la Carretera Panamericana era sólo cuestión de tiempo astronómico transitar hasta Mala – donde se compraba manzanas y alfajorcitos envueltos en papel blanco, así como hasta ahora ocurre –, entrar en Cañete, ingresar a Chincha y a Pisco, con sus respectivas paradas, bajada de usuarios, subida de otros; trasiego de bultos a la y de la parrilla del techo del vehículo, etc. Durante el interminable trayecto, veíamos infinidad de lagunas, ciénagas, charcos y lodazales con cañas y juncos en sus orillas, con vastísimas muchedumbres de habitantes alados de todos los tamaños, de plumas de variados colores, residentes temporales o perennes de esos puquiales y humedales. Igualmente, en partes del camino asomaban a la superficie retazos níveos en el desierto: algodonales, que después se perdieron por la invención de las telas sintéticas.
No sé ni cuántas veces durante las ocho o nueve horas que duraba el viaje Diana y yo nos quedábamos dormidos. Yo entretenía el kilometraje contando los postes telefónicos y mi abuela me explicaba que por los hilos de alambre tendidos entre ellos conversaban ella, desde El Callao, y mis padres, desde Ica, sin que me imaginara cómo podía ocurrir tamaño prodigio. Recuerdo que las sombras de los postes y del mismo ómnibus se alargaban hasta perderse al anochecer, hasta zambullirse o desvanecerse en la negrura que nos envolvía al desaparecer el Sol en el océano, hasta hacerse invisibles porque todo quedaba sumido en la oscuridad más profunda. Arriba sólo titilaban las estrellas, sólo palpitaban los luceros más lejanos. La visión habría sido calurosamente saludada por astrónomos, que hubieran aprovechado en descubrir nuevos huecos negros, nuevas constelaciones y galaxias, aunque sólo fuera nebulosilla de mala muerte; pero en el ómnibus jamás viajó científico alguno. Los únicos huecos negros que nos estremecían eran los de la carretera. Sobre la testa del chofer, en la parte superior del parabrisas, había un crucifijo o un Corazón de Jesús ensartado de espinas, traspasado como anticucho, lonja cruda de carne sangrante, exangüe, con una bombita alargada en cuyo interior brillaba la cruz del suplicio conteniendo todos los pecados del mundo. En algún momento del interminable peregrinaje mi mamama Lucha nos despertaba y nos avisaba que estábamos pasando por Guadalupe, y que quedaba muy poco para llegar a Ica. Era imprescindible desperezarnos y arreglarnos para el reencuentro.

Mi madre con mi hermana Diana y conmigo, en la hamaca de la arquería que daba a la capilla (1945)
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Han transcurrido sesenta y cinco años y escucho como si percibiera ahora mismo el escape libre, el mufle sin silenciador, estrepitoso, estruendoso, callejonero, barraconero, alborotador del vehículo de la agencia Pacífico ingresando por la Avenida Matías Manzanilla: raaata ta ta ta … raaata ta ta ta …. Era como el grito de victoria por concluir triunfante tan larga odisea porque, en efecto, por comentario de adultos que escuché, la carretera tenía tantas curvas, subibajas, ondulaciones y torcimientos porque la empresa constructora cobró no por obra hecha sino por kilometraje. Se esmeró, pues, en hacerlo lo más largo y retorcido posible.
Bajábamos del ómnibus, cuyas oficinas quedaban a pocos metros del mercado de abastos. Allí estaba mi padre esperándonos. Nos iba a recoger en el camión de la Hacienda o, cuando lo tuvo, en su automóvil: auto inglés de color guinda y marca Standard Vanguard, que desde que lo compró lo bautizamos con el apelativo de chanchito.
Subíamos al chanchito y partíamos raudos hacia la Hacienda. Pronto pasábamos de largo la Plaza de Armas teniendo ésta a nuestra izquierda, con sus numerosos ¿ficus?, ¿robles?, ramosos, espesos, frondosos, umbrosos, hermosísimos, de troncos anchos, retorcidos, nervudos y poderosos que hundían sus raíces en la tierra, cargados de verdor y de años, que unos decenios después fueron podados y talados para remodelar algo tan encantador como fue ese lugar, y poner la pileta-piscina que ahora está. Sigo sin comprender cómo en el Perú nunca jamás encausaron ni sancionaron ni severamente penaron e impusieron castigos temporales ni vitalicios a alcaldes, síndicos concejales y hombres públicos; ni los sometieron al potro del suplicio en los calabozos de la Santa Inquisición, ni los recluyeron en El Frontón, ni los confinaron en El Cepa, ni los metieron en el Sexto, ni los enchironaron en la Penitenciaría de Lima, ni los enclaustraron de por vida en celdas de máxima seguridad de Sarita Colonia o de Lurigancho, ni los enjaularon con ratas y alacranes en el Alipio Ponce ni en ninguna mazmorra del Real Felipe, ni los trincaron y dejaron olvidados en bunkers del Palacio de Justicia, repito: a síndicos, a alcaldes y a presidentes de región mataárboles, arbolicidas reincidentes contumaces, parricidas del medio ambiente y matricidas de la Madre Naturaleza. Capítulo similar -mezcla de corrupción, de ignorancia y de miseria espiritual- es cómo demuelen, cómo destruyen exponentes arquitectónicos históricos con el pueril y criminal pretexto de modernización y progreso.
Pasado que habíamos el Hospital Obrero, doblábamos a la siniestra mano, porque pronto aparecía la finca de don Fulgencio y, más allá, el pozo que abastecía de agua a la Hacienda. Desde este punto y a no más de doscientos metros quedaba nuestro destino final, la Hacienda misma.
Los pensamientos y sentimientos más tiernos y dulces se me agolpan en el recuerdo, en el corazón, en el alma, en todos los recodos, recovecos y meandros del espíritu cuando rememoro aquellos instantes de nuestra llegada a la Hacienda San José. Era de noche. Las luces de los faroles hacían lo que podían para irradiar alguna luminiscencia. Focos lánguidos que, sin embargo permitían divisar el ambiente, esparcían su fantasmal iluminación al gran jardín central, a uno de cuyos lados estaba la casa-hacienda y, casi junto a ella, en otro del jardincillo lateral, la morada que habitaban mis padres.
Cuando llegábamos en invierno hacía frío, gelidez que me agradaba. Entrábamos en la casa y lo primero con que nos encontrábamos y veíamos era la mesa del comedor, mesa que mi padre había hecho con sus propias manos cuando se casó, como los demás muebles del hogar: aparador, sillones, repisas, armarios, etc. Iba yo entonces a la cocina, porque buscaba encontrarme con un aroma que me transportaba a otras dimensiones: allí había olor especial, una fragancia única, una sublime expresión imposible de describir que, a pesar de su inefabilidad y del tiempo que nos separa desde aquella lejanísima época no se me ha olvidado y llevo muy dentro de mí. Según la temporada, allí había cantidades de sandías, o de uvas, o de tunas, o de higos y pacaes, o de mangos, o de lo que fuese, pero siempre hubo algo.