LA PATOTA DE LOS SACOS AZULES

Era invierno en Lima. Esa noche la garúa caía, leve y fastidiosa, impertinente, mientras se desplazaba de la Universidad al Centro Naval de San Borja  adonde lo había convocado su viejo amigo de la patota de los sacos azules para celebrar los 90 años que cumplía su padre.

Cuando aquella mañana recibió esa  llamada, se sintió transportado por  el recuerdo del viejo colegio de la calle Paz Soldán en el Puerto, colegio de curas graves y rosarios por las tardes, adonde llegó un día de abril de 1951, de pantalón corto, saco azul e insignia metálica. De allí  no salió hasta 10 años después, cambiando los patios de recreo, las aulas y amigos. Hasta el quinto de media, a lo largo del tiempo fue formándose y configurándose hasta conformar la patota de los sacos azules a la que me refiero.
Cuando recién llegó  y comenzó a conocer a sus condiscípulos, descubrió que muchos eran los hijos de los que habían sido los compañeros de colegio de su padre. En aquel entonces, entre otros, eran los hermanos Abad de la agencia de aduana, cuyos hijos fueron los primos Abad que conocimos desde criaturas; Marrón, con cachetes rojos que parecían manzana chilena, con pantalón corto, saco y corbata; su padre, don Paul, había corrido por esos patios una generación anterior, junto con el progenitor de Víctor  Álvarez Pascua … Siguieron ellos media comercial y fueron a trabajar en la Administración del Puerto que construyeron los franceses, accediendo a cargos directivos a mediados del siglo XX. Con muchos de ellos y otros más siguió Miguel por  10 años en ese colegio, mientras el país cambiaba y el Puerto también.

El Callao en los cincuenta era una ciudad amigable con fama de gente valiente y brava, con tradiciones deportivas donde unos eran hinchas del Sport Boys y otros, del Atlético Chalaco. Una avenida grande, central, servía a la ciudad de columna vertebral, constituyendo ésa la zona comercial, con tendencia de desarrollo urbano hacia la plaza Grau. Por esta avenida -Calle Lima-, con nerviosos traqueteos, a modo de paquidermo cansado pasaba de ida y vuelta el tranvía Lima-Callao.

Primera cuadra de la Calle Lima
Fuente: Internet

Los sábados no había colegio. Cerca de la hora de almuerzo, acompañaba a su padre a la casa de los abuelos paternos, quienes residían en Bellavista. Su padre, ingeniero constructor, convocaba a sus obreros para pagarle el salario semanal; construía colegios, iglesias y algunas casas, porque, como decía la abuela que tenia la misma cara de papá, su marido fue siempre profesional eficiente y cumplido.

En esas  tardes la abuela le daba propinas y un generoso lonche a base de café con leche, pan con mantequilla y  espléndidos jamones. Con posterioridad a tan suculenta colación,  su padre filosofaba con él sobre la vida y las tradiciones del Puerto, pues toda su  familia, comenzando por el abuelo mismo, que poseía astillero en Chucuito, había estado ligada a los espigones y atracaderos chalacos.

Su padre le contó que los mejores amigos eran los del colegio: ésos duraban toda la vida. Los de la universidad a veces se perdían por culpa de la escalera, pues, decía él que la vida es como una escalera infinita, sin descansos ni rellanos, en la que algunas veces estabas peldaños arriba de tus amigos para luego descender peldaños abajo. Los amigos de la universidad tenían la tendencia de no mirar para atrás cuando subían; los del colegio sí, ello por la fuerza de las costumbre habituados por los muchos años de estancia en el mismo escalón.

Desde esos días de primaria, la Patota se fue formando, amalgamándose con  valores, ritos y tradiciones facilitados por el entorno y sus maestros que, dentro de sus negras sotanas aun conservaban una sombra  de su  camisa azul  y las notas de la  canción de Cara al Sol que formaron su identidad en esa lejana España de su juventud. Habían venido al Callao a cumplir penitencia y a salvar a los nativos del demonio y del comunismo, por medio de la devoción mariana y de no pocos buenos y fervorosos cocachos.

En el mes de mayo los de la Patota con entusiasmo y devoción se turnaban para llevar el anda de la Virgen María en la procesión interna del colegio.  También aprendieron a marcar territorios para sus sacos azules cuando se encontraban con los uniformes comando de los alumnos de la Gran Unidad Dos de Mayo en los alrededores del Real Felipe. En la vanguardia, el flaco Villamón escribía poemas con sus ágiles pierna repartiendo chalacas; el cabezón Cano era la Panzer de División que a carga cerrada arremetía contra el enemigo; luego, venía el resto de la Patota, que era la infantería, siempre tratando de dejar bien alto el nombre del colegio a base de porrazos, rasguños y uno que otro ojo morado.

Así, fueron pasando por esos años de colegio; en el último, tuvieron que marcar sus propios caminos. Era como dijo un escritor uruguayo, como si  la vida tirara los dados y uno tenía que estar atento para recogerlos y tratar de sacar el siete ganador. Ese año  era estación de academias de preparación y sueños de futuro.

Parte de los miembros de la Patota optó por la Universidad de Ingeniería. Los muchachos comenzaron a prepararse juntos en la academia preuniversitaria de los jesuitas, que funcionaba en el Colegio de la Inmaculada de La Colmena. Se reunían después de las clases escolares en la casa de Cordano, en Guardia Chalaca, donde su familia financiaba los lonches de refuerzo antes de ir al paradero de Bellavista y partir hacia La Ciudad de los Reyes en el tranvía que pasaba por la Calle Lima hacia La Colmena.

Paradero inicial en La Colmena
Fuente: Internet

Algunos domingos cuando repasaban lo aprendido se quedaban a almorzar y compartían las dificultades de las matemáticas -atolladeros que los iban a perseguir por los cinco años de carrera- y la polenta con asado de las tradiciones gastronómicas italianas de la familia de su mencionado amigo, en la casa-ferretería  de Guardia Chalaca.
Más delante, de  los que  ingresaron a la Universidad de Ingeniería, kilómetro no sé cuántos de la antigua carretera a Ancón,  uno de ellos, el primer día de clases comenzó a buscar su fila para entrar al salón, dándose entonces cuenta que con sus diecisiete años recién cumplidos había comenzado a subir en la escalera de la vida, y la Patota no iba completa porque algunos se quedaron escalones atrás.

Ahora en este día de agosto, muchos años después, el incansable viento de la vida, como paracas del desierto iqueño modulante de dunas había transportado a los miembros de la  Patota por la escalera existencial, jugando un poco con ellos, caprichosamente, con suerte varia, los llevó por lapsos o definitivamente a países extranjeros, andando a veces peldaños más arriba o peldaños más abajo unos de otros, pero siempre conservando los viejos valores de la camaradería y el apoyo al amigo aprendido en las tardes de colegio, cuando todos eran iguales.

Cuando llegó Miguel a la recepción en el Centro Naval  había varias mesas y profusión de piqueo, cocteles y vinos. Buscó entonces  con la mirada a  la Patota. Allí estaban Quico, que ahora parecía una manzana reseca y deshidratada, quejándose de la vida y de su jubilación de empleado público, sin recomendación de ministro.

El Chino Silva, niño travieso del colegio que una vez asombró al cura de turno en clase cuando le descubrió una copia de química en el respaldar de Alcántara, su vecino de adelante: él con mucha flema abrió tremendos ojazos y dijo ¡Milagro! … ¡Milagro! … Por un momento confundió en sus convicciones religiosas al hermano profesor, que no lo libró luego del cocacho educativo aplicado con unción. Ahora perecía actor de una propaganda muy popular en la TV de los noventa, en que salía un supuesto inglés con terno de tartán saboreando un confite y diciendo “old english toffee”.

El flaco Villamón no había cambiado. Parecía el más auténtico. Seguía conservando su amplia sonrisa que llevaba colgada como corbata de colegio, llenando con su optimismo y su calor humano a toda la Patota. Era el único que había llevado a su señora a la recepción. Ella había sido la novia que le conoció la Patota cuando casi ninguno tenía pareja. Vivía en La Perla, junto a la casa de nuestro amigo Diliberto, quien no hacía la pre militar por ser ciudadano extranjero. Pero para compensar esa sospechosa  falta de patriotismo se metió en el Leoncio Prado.

Luego se miró a sí mismo y se preguntaba por qué tantas veces había cambiado de camino en la vida buscando la inexistente felicidad. Había sido ingeniero de élite; luego, promotor de exportaciones y, a las finales, profesor universitario de negocios internacionales. Todo se sucedió como cambiar de uniforme varias veces,… También fue así en su vida sentimental, encontrando por fin, en el otoño de la vida a la mujer que le pintó su padre en las tardes de Bellavista. Serás feliz hijo -le dijo- cuando encuentres una compañera para las buenas y para las malas, porque -agregó-, muchas sólo sirven para las buenas pero en las malas salen corriendo.

Más allá, en la mesa familiar estaba Cordano. Con él se habían encontrado siempre en la escalera de la vida dándose en cualquier ocasión la mano como en los tiempos de las broncas con los del Dos de Mayo. Algunas veces le tocaba estar más arriba de su escalón y, otras, más abajo, como ahora en que él era gerente de entidad de gobierno promotora de desarrollo, con sueldo de clase media alta y viajes al extranjero.

A su mesa estaba toda su familia. El agasajado cumplía 90 años. Siempre fue un ícono para la Patota, desde cuando financiaba los lonches de la preparación universitaria y la fiesta de graduación del colegio en su casa, o cuando se lo encontraban por las calles del Puerto, siempre optimista y amistoso, interesándose por la familia y el futuro de cada uno.
En la mesa de la Patota se sentía una silla vacía: el amigo que venía de lejos; más todavía: de lejísimos. Había sido uno de los más fervorosos cargadores de la Virgen en el mes de mayo, pero luego se fue lejos geográfica y políticamente, a lo que en la Guerra Fría llamamos la Cortina de Hierro.

Por esto los de la Patota, incitados por sus antiguos maestros, cuando visitaban el colegio rezaban para salvar su alma y su cuerpo antes que los americanos, aburridos de la Cortina, usasen la temida bomba atómica, la misma que siempre negociaban no usar, pero los precursores del “Tea Party“  sí esperaban utilizar.

Las oraciones de la Patota fueron muy eficaces porque el sistema terminó colapsando por falta de plata. Los tanques dislocados por toda la Europa oriental se quedaron sin gasolina, y sin sueldo ni propina los soldados, siendo imperativo replegarse a su territorio original. La Cortina cayó y nuestro amigo terminó en la Unión Europea, con pasaporte válido para entrar a la Tierra Prometida al norte de Río Grande, donde más de uno de la Patota tuvo que llegar de “mojado”.

Aquel amigo que faltaba era el guardador recuerdos. Cuando venía de lejos, de muy lejos, los sacaba de los pliegues de su espíritu poniéndolos  para todos sobre la mesa de la cafetería del italiano de La Punta. Eran anécdotas que él guardaba de aquellos muchachos de sacos azules, que no sólo ya peinaban canas -aunque muchos no tuvieran ya pelo qué atusar-, sino que también ahora eran abuelos.

Miguel siempre había valorado los recuerdos, remembranzas más nítidas cuando uno está lejos, como cuando estudiaba  en la Universidad de New York y añoraba los domingos, sentado en una banca de Washington Square a finales de los sesenta; los panes con chicharrón y camote, amigo que compartía  esos días de fiesta en la plaza del mercado en el Callao, con la Patota, domingos de pantalón blanco y misa obligatoria.

La Casa Ancestral en el parque Gálvez 1950 (La Punta)
Fuente: Archivo Curralino

Esa noche de celebración se acordaba del padre del amigo, de aquella vez cuando iba en dirección al aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra a tomar su vuelo hacia Asunción, donde por trabajo de funcionario internacional residía su amigo, que conceptuó que su hogar se había vuelto como el juego de las Matrioshkas rusas … Asunción era sólo una muñeca más grande. La última muñeca estaba en el balneario que se quedó en el tiempo, en la casa ancestral que guardaba en sus paredes toda la felicidad que tuvo cuando le tocó ser parte de la Patota en el puerto de sus recuerdos, y donde siempre confluían los diferentes caminos que le tocó tomar en su vida.

Miguel Arroyo Rizo-Patrón
(1945)

Querido Rival

Acoso

Aunque chalaco de pura cepa, Lucas había llegado de la ciudad de Chimbote sólo algunos días antes. Dos o tres años de su vida los compartió por esos lares; sí: recordaba sus calles, muchas de ellas aún sin asfalto. También venía a su mente el inconfundible olor a harina de pescado, que había convertido a este pueblo en floreciente ciudad de pescadores e industriales. Era el boom pesquero de los años 50 cuando su padre logró aprovechar aquellos momentos de bonanza para convertirse en un próspero comerciante.

Vista panorámica de la Ciudad de Chimbote
Vista panorámica de la Ciudad de Chimbote

Salió de su casa rumbo al que sería su nuevo colegio. Era el primer día de clases. En el camino iba degustando el delicioso pan con mantequilla que amorosamente su madre le había preparado; sólo cuatro cuadras separaban su nuevo hogar -en la segunda cuadra de la calle Colón del Callao- con su nueva escuela. Cuando llegó le llamó la atención la vieja edificación de madera, realmente muy antigua. Ingresó y en el interior había un gran bullicio: niños corriendo de aquí para allá, adolescentes conversando en algunos rincones, y él, parado en el patio, dubitativo y algo temeroso. De repente sonó la campana y una voz altisonante mandó a los alumnos a formación. Se paró en una fila, conjuntamente con los niños que serían sus compañeros de clase. Algo le llamó mucho su atención: era un olor muy penetrante, conjuntamente con un brillo muy especial que notaba en el piso del patio del colegio; luego, advertiría que se debía al petróleo que habían utilizado para limpiarlo.

Echaba una mirada por aquí, otra por allá. No conocía a nadie. Tenía siete u ocho años de edad. Estaba acostumbrado a caminar sin recelo por las calles, y, a la sazón, ya era alumno del 1ro. de primaria. Llevaba consigo una maletota con sus libros y algunos cuadernos forrados con el infaltable papel azul y vinifan, amén de lapiceros, lápices, borradores, tajadores, además de la infaltable caja de colores, todos estos artículos metidos en una gran cartuchera. El uniforme del colegio era el inconfundible comando color kaki, con su corbatita, que se la ajustaba al cuello con una liga, que de rato en rato la jalaba como si de resorte se tratara.

A su costado, un niño comía con gran gusto pan con jamonada. De repente se acercó a él un grupo de alumnos del mismo salón, y uno en especial, blanquiñoso, gordo y muy pequeño de estatura, con aires de matón, con voz cavernosa, lo tomó de la solapa, y le susurró algo al oído. El muchachito, asustado, sólo atinó a ofrecerle su sánguche. El matoncillo lo tomó y se lo empezó a comer, no sin antes sonreír de una manera muy burlona. Seguidamente, se acercó a Lucas e intentó hacer lo mismo, sólo que esta vez el pequeño Lucas, al comienzo sorprendido, y luego muy irritado, atinó a darle un sófero trompón en plena nariz. Acto seguido, se trenzaron en una bronca descomunal. El pequeño atrevido logró empujarlo, 

rodaron ambos por el suelo, golpeándose mutuamente, siendo el gordo el que llevaba la peor parte. Los alumnos que rodeaban a los niños únicamente acertaban a vociferar improperios:

!!Sácalela mierda…!!

¡¡Dale duro a ese huevón…!! escuchaba Lucas-.

A los pocos minutos, un fuerte tirón en la oreja lo paró en medio del patio. Era uno de los auxiliares de disciplina, que había llegado a imponer el orden. Con su uniforme kaki hecho una desgracia, producto del petróleo del suelo, ahora sólo era una gran mancha grasosa, además del olor característico.

Era el primer día de clases, los alumnos del 5to.de secundaria lo habían rescatado, y, al parecer, les cayó en gracia, pues desde ese día se convirtió en su mascota. Casualmente el 1er. año de primaria formaba al costado de los de 5to. Cada día de clases, él los miraba sonriente, y durante todo ese año gozarían con sus ocurrencias. Por ese motivo se ganó un apodo que lo perseguiría toda su vida: Loquillo.

Colegio José Santos Chocano - Hoy clausurado.
Colegio José Santos Chocano – Hoy clausurado.

El Gordo Tardillo

Habían acordado darle una lección al Gordo Tardillo, que era el más grande del salón, abusador con los más pequeños de la clase, a quienes sometía y golpeaba en base a su gran tamaño y corpulencia. Tendríamos que comentar que este personaje aventajaba no solo físicamente a los pequeños, sino que era unos 4 años mayor que el resto de sus compañeros. Acostumbraba ingresar al aula mostrando el miembro viril, que era muy grande, y lo golpeaba duramente contra la tapa de su pupitre, ocasionando las carcajadas de sus compañeritos. Aunque habría que comentar que sirvió de mucho en la definición del campeonato de la primaria, donde el 3er. año le ganó al de 4to. Por un marcador de 2 – 0 (dos a cero), con anotación de Lucas. Es imperativo recalcar que el partido fue de Básquet.

Según lo convenido se reunieron en la esquina, recelosos el uno del otro; repasaron el plan y se dirigieron al colegio. Todavía era muy temprano; habían almorzado presurosos y estaban retornando a clases para el turno de la tarde, que era desde las 2.00 hasta las 5.00. Lograron ingresar subrepticiamente por una de las ventanas, y penetraron en su salón de clases, cogieron una de las carpetas y la colocaron a duras penas encima de una de las puertas que habían logrado entreabrir con gran esfuerzo. Volvieron a salir con gran sigilo, pues si los pescaban los Tíos menudo problema que iban a tener. Ellos -los tíos- eran una pareja de esposos que fungían de guardianes del colegio y, además, poseían su pequeño negocio de bebidas y sánguches en un kiosco que utilizaban para sus ventas.

Al sonar el timbrazo de entrada, los alumnos ingresaban a sus salones respectivos; por su parte, ya habían coordinado con algunos de sus compañeros de no ingresar hasta que el Gordo Tardillo lo hubiese hecho primero. Y así fue: en ese preciso momento cayó la carpeta sobre la gran humanidad del susodicho, ocasionándole algún daño, motivo por el cual tuvo que ser llevado a la pequeña enfermería del colegio.

Los alumnos se quedaron sorprendidos, pero nadie dijo una sola palabra. Es más: la mayoría se sentía satisfecha con la broma, que no era otra cosa que un castigo para el tipejo, por abusivo y pendenciero.

Para unos fue un día común y corriente, pero para el Gordo Tardillo, fue el último en el colegio, pues apresuradamente sus padres lo cambiaron de escuela, con el convencimiento, se dijeron: abusaban mucho de su pequeño.

Exámenes finales

Habían pasado varios años, corrían los primeros días de diciembre y era época de exámenes. Los alumnos llegaban nerviosos y se juntaban en pequeños grupos en el patio principal del colegio; para esta oportunidad llegaban con su mejor uniforme, esta vez, para mayor realce lo hacían con camisa blanca, contrastando con su uniforme característico (kaki). Era el examen dematemáticas, y los pequeños se verían frente a un gran jurado, que iba a evaluar sus conocimientos en un examen escrito y el cual tenían que aprobar. El que reprobaba se vería obligado a dar el famoso examen oral, al cual casi todos le temblaban. Lucas se demoró en ingresar al salón de clase y sólo escuchaba gran griterío: ¡Aquí…aquí…siéntate aquí! – repetían, eran los flojos del salón, que lo llamaban para tenerlo como compañero de carpeta. Lo hacían porque el muchachito era un alumno muy aplicado, y ellos; conocedores de su compañerismo lo querían a su lado.

En un momento lo miró, reconoció su cara de angustia, y lentamente se dirigió a su carpeta y se sentó a su lado, lo miró con cierto desdén, el pequeño matoncillo lo retribuyó con una venia.

A los pocos instantes ya todo el salón se encontraba dando la prueba y tenían dos horas para contestar cinco preguntas. A los 40 o 45 minutos Lucas ya la había terminado; miro de reojo al Gordo, y vio en su rostro algunas lágrimas que corrían por su mejilla. Alcanzó a mirar su prueba: estaba completamente en blanco…

!No tevayas! … ¡No te vayas…! –susurró el pequeño.

Lucas algo fastidiado lo miró y le contestó apenas:

¡No jodas, huevón! …¿Por qué no has estudiado, carajo? recibiendo por respuesta un silencio absoluto-.

Algo molesto por el imprevisto, calmó sus ímpetus y sólo atinó a decirle:

¡Sécate laslagrimas huevón, que te van a ver…!

A los pocos instantes; empezó a susurrarle:

Copia carajo: nro. 1: (X2 + 2xy + Y2) … La formula es: equis al cuadrado más dos equis por Y griega mas Y griega al cuadrado, reemplaza las letras por los números y te sale el resultado.

El enano no ataba ni desataba. Lucas sudada frío: estaba temeroso de que lo sorprendieran soplando en el examen. Empezó a dictarle hasta los números para llegar al resultado final, y así prosiguió con la pregunta nro. 2.

El pequeño ya tenía 2 respuestas de 5…

Lucas había logrado distinguir otra: si la suma de dos números es igual a 30, y su diferencia es igual a 10, ¿cuáles son estos dos números? … A los pocos instantes siguió susurrando:

Te voy a dar una más, y no me vuelvas a joder…. -siempre susurrando-:

– x + y = 30 ¿copiaste?-

-fue la respuesta-…

– X –Y = 10

2 X = 40

X = 20… ¿Copiaste?

-fue la respuesta-

Ahora escribe: x + y = 30…; y = 30 – x …, y = 30 – 20 ; luego, y = 10

– Las respuestas son x = 20 e y = 10 ¿copiaste?

– ¡Sí! -contestó el Gordo-

¡Ya me voy…!

El pequeño resolló:

¡Faltan 2!,… ¡Faltan!

¡Vete a la mierda! -fue la respuesta de Lucas-.

Al final del examen los muchachitos esperaban angustiados por los resultados, siempre salía el profesor de curso, quien con exámenes en la mano vociferaba:

¡Fulano, mengano, perico de los palotes, etc, etc.: ¡Al oral!

Los que habían aprobado el examen saltaban de alegría y se confundían en un abrazo. El enano buscó a Lucas, no lo encontró, pues él nunca esperaba por los resultados: simplemente tomaba sus útiles y se iba a su casa.

– ¡Riiiinng! … ¡Riiiinng! … -sonaba el timbre insistentemente-.

Lucas salió a abrir la puerta y se encontró con el pequeño. Sólo lo miraba. Éste atinó a balbucear:

¡Gracias!-

Aquél solo lo miró, y atinaron a darse un apretón de manos. Lucas comprendió que desde ese momento cambiarían mucho las cosas entre los dos.

3er. Año Primaria-1962
3er. Año Primaria-1962

Reencuentro

Colegio Militar Leoncio Prado
Colegio Militar Leoncio Prado

Lucas… ¡¡le están sacando la m… a tu pata, al Gordo…!!le pasaron la voz-.

¿Dónde? -preguntó-.

En los malacates de 4to… le respondieron-.

Raudamente se dirigió a los baños del colegio. Cada año tenía su pabellón de servicios higiénicos: filas de inodoros, sin puerta, donde los cadetes efectuaban sus necesidades personales. Eran llamados los malacates.

Se acercó al grupo. Les hizo una venia, y preguntó:

¿Qué pasa…?

– ¡¡No pasa nada…!! -fue la respuesta mientras pateaban al perro (que era como denominaban a los cadetes del 3er. año)-. Éste lo miraba con mirada suplicante. Lo trataban duramente. Lucas únicamente atinó a mirar, sin decir palabra. Eran de su promoción. Sólo podía esperar, y así lo hizo hasta que se fueron.

Sudoroso, magullado: un hilo de sangre descendía por la nariz del Gordo, quien, sollozante, sólo se quejaba con voz temblorosa :

– ¡¡¿Dónde estabas, ‘uón?… Me han sacado la m…: ¿dónde estabas?

Lucas lo miraba; no le contestaba, sólo lo miraba, mientras el Gordo seguía llorando y quejándose:

– ¡¡Eran grandazos…!! Me hicieron hacer planchas, ranas, canguros, … Me pateaban y golpeaban… ¡¡¡Conche’sus madres…!!!

Gordo, no jodas: aquí no puedes dártelas de matón. Sólo tienes que hacerte elhuevón, ¡¡y nada más…!!-le contestaba Lucas, que era su amigo desde los años iniciales de estudio-.

El Gordo, alumno del 3er. año del Colegio Militar Leoncio Prado, con sus aires de maloso, se había encontrado con la horma de sus zapatos: se había ganado la antipatía no sólo del 5to. año sino también de los de 4to. Y lo buscaban y perseguían para joderlo y meterle su pateadura por eso, por empalado y matón. Lo peor de todo era que no tenía ni cuerpo, ni talla para responder, por ese motivo siempre salía perdiendo, duramente golpeado y para colmo de males, ya lo tenían marcado, y ni su amigo Lucas lo podía proteger porque las tradiciones del colegio no lo permitían.

Malacates del colegio
Malacates del colegio
Castigo físico
Castigo físico

 

El adiós

Totalmente acongojado, recordaba con tristeza su primer encuentro con él. Habían pasado ya tantos años. Dicho encuentro había terminado en una broncaza a pesar de sus cortas edades. Se harían amigos luego, aunque con recelos. Por una parte, el grupo del Gordo, que cometían abusos con los compañeritos del salón, y el grupo de Lucas, que protegía a los mismos.

Se habían reencontrado en el Colegio Militar algunos años después. El Gordo había perdido un año escolar y Lucas se había convertido en su protector. Aquél, fiel a su estilo, con sus aires de maloso, había sido víctima muchas veces de su propio carácter, pues no solamente se ganó antipatías sino también unas tremendas palizas propinadas por cadetes de años superiores. Cuando estaba en 5to. cometía los mismos abusos que creía su grado le permitía, aunque algunas veces recibió algunas pateaduras propinadas por cadetes de años inferiores. Recordemos que su cuerpo no le deparaba ninguna ventaja. A las finales logró terminar la secundaria con mucho sacrificio.

Llevado por sus ímpetus y del dinero fácil, fue cayendo poco a poco en un hoyo profundo del que nunca podría salir. Las malas juntas terminaron por llevárselo por caminos non sanctos.

Loco, cuñao: Loquito… ¿cómo estás ?… -recordó su pregunta-.

En esa oportunidad, Lucas sólo lo había mirado, atinando a ofrecerle un gran abrazo, un abrazo prolongado de amigos de verdad. Se habían visto después de muchos años, y a pesar de las profundas diferencias se tenían gran cariño… Rememoró…

Ese día. El Gordo sólo atinó a decir:

– ¡¡Espérame, ya bajo…!! … ¡¡Espérame…!!

Luego de algunos minutos bajó ofreciéndole un paquete:

¡Para ti…! … ¡Es para ti…!

Recordó también ese momento: lo había mirado esbozando una ligera sonrisa, tomando el paquete y guardándolo, algo nervioso. Se despidió y había proseguido su camino no sin antes pulsear lo que contenía el paquete: era un bulto que contenía yerbas medicinales.

Siguió caminando, haciendo memoria de buenos y malos tiempos, de momentos de niñez, de juventud, de jolgorio y también de tristezas. Sólo pensaba y recordaba. Alzó su vista al cielo, y empezó a ofrecer algunas oraciones.

Cruzó la puerta del camposanto y en un momento volteó con un nudo en la garganta, solo pudo pensar:

¡Hasta siempre, amigo…! ¡Hasta siempre…!

Hugo Pazos

El Callao (1952)

Actualmente residente en Weston Fl USA.