LA PATOTA DE LOS SACOS AZULES

Era invierno en Lima. Esa noche la garúa caía, leve y fastidiosa, impertinente, mientras se desplazaba de la Universidad al Centro Naval de San Borja  adonde lo había convocado su viejo amigo de la patota de los sacos azules para celebrar los 90 años que cumplía su padre.

Cuando aquella mañana recibió esa  llamada, se sintió transportado por  el recuerdo del viejo colegio de la calle Paz Soldán en el Puerto, colegio de curas graves y rosarios por las tardes, adonde llegó un día de abril de 1951, de pantalón corto, saco azul e insignia metálica. De allí  no salió hasta 10 años después, cambiando los patios de recreo, las aulas y amigos. Hasta el quinto de media, a lo largo del tiempo fue formándose y configurándose hasta conformar la patota de los sacos azules a la que me refiero.
Cuando recién llegó  y comenzó a conocer a sus condiscípulos, descubrió que muchos eran los hijos de los que habían sido los compañeros de colegio de su padre. En aquel entonces, entre otros, eran los hermanos Abad de la agencia de aduana, cuyos hijos fueron los primos Abad que conocimos desde criaturas; Marrón, con cachetes rojos que parecían manzana chilena, con pantalón corto, saco y corbata; su padre, don Paul, había corrido por esos patios una generación anterior, junto con el progenitor de Víctor  Álvarez Pascua … Siguieron ellos media comercial y fueron a trabajar en la Administración del Puerto que construyeron los franceses, accediendo a cargos directivos a mediados del siglo XX. Con muchos de ellos y otros más siguió Miguel por  10 años en ese colegio, mientras el país cambiaba y el Puerto también.

El Callao en los cincuenta era una ciudad amigable con fama de gente valiente y brava, con tradiciones deportivas donde unos eran hinchas del Sport Boys y otros, del Atlético Chalaco. Una avenida grande, central, servía a la ciudad de columna vertebral, constituyendo ésa la zona comercial, con tendencia de desarrollo urbano hacia la plaza Grau. Por esta avenida -Calle Lima-, con nerviosos traqueteos, a modo de paquidermo cansado pasaba de ida y vuelta el tranvía Lima-Callao.

Primera cuadra de la Calle Lima
Fuente: Internet

Los sábados no había colegio. Cerca de la hora de almuerzo, acompañaba a su padre a la casa de los abuelos paternos, quienes residían en Bellavista. Su padre, ingeniero constructor, convocaba a sus obreros para pagarle el salario semanal; construía colegios, iglesias y algunas casas, porque, como decía la abuela que tenia la misma cara de papá, su marido fue siempre profesional eficiente y cumplido.

En esas  tardes la abuela le daba propinas y un generoso lonche a base de café con leche, pan con mantequilla y  espléndidos jamones. Con posterioridad a tan suculenta colación,  su padre filosofaba con él sobre la vida y las tradiciones del Puerto, pues toda su  familia, comenzando por el abuelo mismo, que poseía astillero en Chucuito, había estado ligada a los espigones y atracaderos chalacos.

Su padre le contó que los mejores amigos eran los del colegio: ésos duraban toda la vida. Los de la universidad a veces se perdían por culpa de la escalera, pues, decía él que la vida es como una escalera infinita, sin descansos ni rellanos, en la que algunas veces estabas peldaños arriba de tus amigos para luego descender peldaños abajo. Los amigos de la universidad tenían la tendencia de no mirar para atrás cuando subían; los del colegio sí, ello por la fuerza de las costumbre habituados por los muchos años de estancia en el mismo escalón.

Desde esos días de primaria, la Patota se fue formando, amalgamándose con  valores, ritos y tradiciones facilitados por el entorno y sus maestros que, dentro de sus negras sotanas aun conservaban una sombra  de su  camisa azul  y las notas de la  canción de Cara al Sol que formaron su identidad en esa lejana España de su juventud. Habían venido al Callao a cumplir penitencia y a salvar a los nativos del demonio y del comunismo, por medio de la devoción mariana y de no pocos buenos y fervorosos cocachos.

En el mes de mayo los de la Patota con entusiasmo y devoción se turnaban para llevar el anda de la Virgen María en la procesión interna del colegio.  También aprendieron a marcar territorios para sus sacos azules cuando se encontraban con los uniformes comando de los alumnos de la Gran Unidad Dos de Mayo en los alrededores del Real Felipe. En la vanguardia, el flaco Villamón escribía poemas con sus ágiles pierna repartiendo chalacas; el cabezón Cano era la Panzer de División que a carga cerrada arremetía contra el enemigo; luego, venía el resto de la Patota, que era la infantería, siempre tratando de dejar bien alto el nombre del colegio a base de porrazos, rasguños y uno que otro ojo morado.

Así, fueron pasando por esos años de colegio; en el último, tuvieron que marcar sus propios caminos. Era como dijo un escritor uruguayo, como si  la vida tirara los dados y uno tenía que estar atento para recogerlos y tratar de sacar el siete ganador. Ese año  era estación de academias de preparación y sueños de futuro.

Parte de los miembros de la Patota optó por la Universidad de Ingeniería. Los muchachos comenzaron a prepararse juntos en la academia preuniversitaria de los jesuitas, que funcionaba en el Colegio de la Inmaculada de La Colmena. Se reunían después de las clases escolares en la casa de Cordano, en Guardia Chalaca, donde su familia financiaba los lonches de refuerzo antes de ir al paradero de Bellavista y partir hacia La Ciudad de los Reyes en el tranvía que pasaba por la Calle Lima hacia La Colmena.

Paradero inicial en La Colmena
Fuente: Internet

Algunos domingos cuando repasaban lo aprendido se quedaban a almorzar y compartían las dificultades de las matemáticas -atolladeros que los iban a perseguir por los cinco años de carrera- y la polenta con asado de las tradiciones gastronómicas italianas de la familia de su mencionado amigo, en la casa-ferretería  de Guardia Chalaca.
Más delante, de  los que  ingresaron a la Universidad de Ingeniería, kilómetro no sé cuántos de la antigua carretera a Ancón,  uno de ellos, el primer día de clases comenzó a buscar su fila para entrar al salón, dándose entonces cuenta que con sus diecisiete años recién cumplidos había comenzado a subir en la escalera de la vida, y la Patota no iba completa porque algunos se quedaron escalones atrás.

Ahora en este día de agosto, muchos años después, el incansable viento de la vida, como paracas del desierto iqueño modulante de dunas había transportado a los miembros de la  Patota por la escalera existencial, jugando un poco con ellos, caprichosamente, con suerte varia, los llevó por lapsos o definitivamente a países extranjeros, andando a veces peldaños más arriba o peldaños más abajo unos de otros, pero siempre conservando los viejos valores de la camaradería y el apoyo al amigo aprendido en las tardes de colegio, cuando todos eran iguales.

Cuando llegó Miguel a la recepción en el Centro Naval  había varias mesas y profusión de piqueo, cocteles y vinos. Buscó entonces  con la mirada a  la Patota. Allí estaban Quico, que ahora parecía una manzana reseca y deshidratada, quejándose de la vida y de su jubilación de empleado público, sin recomendación de ministro.

El Chino Silva, niño travieso del colegio que una vez asombró al cura de turno en clase cuando le descubrió una copia de química en el respaldar de Alcántara, su vecino de adelante: él con mucha flema abrió tremendos ojazos y dijo ¡Milagro! … ¡Milagro! … Por un momento confundió en sus convicciones religiosas al hermano profesor, que no lo libró luego del cocacho educativo aplicado con unción. Ahora perecía actor de una propaganda muy popular en la TV de los noventa, en que salía un supuesto inglés con terno de tartán saboreando un confite y diciendo “old english toffee”.

El flaco Villamón no había cambiado. Parecía el más auténtico. Seguía conservando su amplia sonrisa que llevaba colgada como corbata de colegio, llenando con su optimismo y su calor humano a toda la Patota. Era el único que había llevado a su señora a la recepción. Ella había sido la novia que le conoció la Patota cuando casi ninguno tenía pareja. Vivía en La Perla, junto a la casa de nuestro amigo Diliberto, quien no hacía la pre militar por ser ciudadano extranjero. Pero para compensar esa sospechosa  falta de patriotismo se metió en el Leoncio Prado.

Luego se miró a sí mismo y se preguntaba por qué tantas veces había cambiado de camino en la vida buscando la inexistente felicidad. Había sido ingeniero de élite; luego, promotor de exportaciones y, a las finales, profesor universitario de negocios internacionales. Todo se sucedió como cambiar de uniforme varias veces,… También fue así en su vida sentimental, encontrando por fin, en el otoño de la vida a la mujer que le pintó su padre en las tardes de Bellavista. Serás feliz hijo -le dijo- cuando encuentres una compañera para las buenas y para las malas, porque -agregó-, muchas sólo sirven para las buenas pero en las malas salen corriendo.

Más allá, en la mesa familiar estaba Cordano. Con él se habían encontrado siempre en la escalera de la vida dándose en cualquier ocasión la mano como en los tiempos de las broncas con los del Dos de Mayo. Algunas veces le tocaba estar más arriba de su escalón y, otras, más abajo, como ahora en que él era gerente de entidad de gobierno promotora de desarrollo, con sueldo de clase media alta y viajes al extranjero.

A su mesa estaba toda su familia. El agasajado cumplía 90 años. Siempre fue un ícono para la Patota, desde cuando financiaba los lonches de la preparación universitaria y la fiesta de graduación del colegio en su casa, o cuando se lo encontraban por las calles del Puerto, siempre optimista y amistoso, interesándose por la familia y el futuro de cada uno.
En la mesa de la Patota se sentía una silla vacía: el amigo que venía de lejos; más todavía: de lejísimos. Había sido uno de los más fervorosos cargadores de la Virgen en el mes de mayo, pero luego se fue lejos geográfica y políticamente, a lo que en la Guerra Fría llamamos la Cortina de Hierro.

Por esto los de la Patota, incitados por sus antiguos maestros, cuando visitaban el colegio rezaban para salvar su alma y su cuerpo antes que los americanos, aburridos de la Cortina, usasen la temida bomba atómica, la misma que siempre negociaban no usar, pero los precursores del “Tea Party“  sí esperaban utilizar.

Las oraciones de la Patota fueron muy eficaces porque el sistema terminó colapsando por falta de plata. Los tanques dislocados por toda la Europa oriental se quedaron sin gasolina, y sin sueldo ni propina los soldados, siendo imperativo replegarse a su territorio original. La Cortina cayó y nuestro amigo terminó en la Unión Europea, con pasaporte válido para entrar a la Tierra Prometida al norte de Río Grande, donde más de uno de la Patota tuvo que llegar de “mojado”.

Aquel amigo que faltaba era el guardador recuerdos. Cuando venía de lejos, de muy lejos, los sacaba de los pliegues de su espíritu poniéndolos  para todos sobre la mesa de la cafetería del italiano de La Punta. Eran anécdotas que él guardaba de aquellos muchachos de sacos azules, que no sólo ya peinaban canas -aunque muchos no tuvieran ya pelo qué atusar-, sino que también ahora eran abuelos.

Miguel siempre había valorado los recuerdos, remembranzas más nítidas cuando uno está lejos, como cuando estudiaba  en la Universidad de New York y añoraba los domingos, sentado en una banca de Washington Square a finales de los sesenta; los panes con chicharrón y camote, amigo que compartía  esos días de fiesta en la plaza del mercado en el Callao, con la Patota, domingos de pantalón blanco y misa obligatoria.

La Casa Ancestral en el parque Gálvez 1950 (La Punta)
Fuente: Archivo Curralino

Esa noche de celebración se acordaba del padre del amigo, de aquella vez cuando iba en dirección al aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra a tomar su vuelo hacia Asunción, donde por trabajo de funcionario internacional residía su amigo, que conceptuó que su hogar se había vuelto como el juego de las Matrioshkas rusas … Asunción era sólo una muñeca más grande. La última muñeca estaba en el balneario que se quedó en el tiempo, en la casa ancestral que guardaba en sus paredes toda la felicidad que tuvo cuando le tocó ser parte de la Patota en el puerto de sus recuerdos, y donde siempre confluían los diferentes caminos que le tocó tomar en su vida.

Miguel Arroyo Rizo-Patrón
(1945)