- Juana Agripina Panezz Carliere
- (¿1907?-1974)
Quiero empezar diciéndoles que voy a escribir y referirme a este ser maravilloso que marcó mi vida, a la que amé y amo, a la que extraño y rememoro, a la que aún necesito, a pesar de mis años: MI MADRE. Ella, a diferencia mía, fue hija única; yo, la última de doce hermanos. Pero igual, las dos fuimos engreídas, ella por ser hija única, y yo, por ser la última.
No sé exactamente el año de nacimiento de mi progenitora, pero conjeturo que más o menos sería por 1907. Tiene una historia de apellidos por razones de herencia que reputo interesante: mi abuela materna fue mezcla de francés con italiano y, para su tiempo, mujer de cultura. Leía mucho, y fue lo que sin temor a exagerar designamos de verdadera autodidacta. Llevada de sus inclinaciones, se especializó en leyes, y merced a esta erudición y a sus conocimientos, por la gente de su pueblo fue conocida (valga la redundancia) como consumada jurista, tanto que las personas iban a su casa para hacerle consultas legales. En primeras nupcias se casó con un individuo de apellido Panezz, que, según cuenta mi madre, fue hombre abusivo y agresivo, y maltrataba a mi abuela constantemente. Pero como todo tiene su límite y mi abuela jamás fue mujer que permitiera que la vejaran, siendo dueña de una personalidad bien formada e independiente cierta madrugada optó por escaparse, cosa que hizo a lomo de mula, yéndose a esconder a la casa de un pariente donde estuvo varios meses sin salir. Felizmente ella y el señor Panezz no tuvieron hijos, los cuales hubieran sido un impedimento para la separación y freno para su fuga con la consiguiente perennización de su victimización y maltratos. Lo que ahora refiero nos contó mi mamá agregando que el marido de la abuela la buscaba también a lomo de mula.
Pasó tiempo -alrededor de año y medio o dos-, cuando la abuela conoció a un caballero de apellido Martínez, y tuvieron una hija : ¡MI QUERIDA MADRE!
Como se imaginarán, la historia no queda aquí: el tal señor Panezz se puso grave, y muy enfermo hubo de internarse en el hospital prácticamente desahuciado. Debido a que no existía el divorcio en aquella época, mi abuela, al enterarse de la gravedad de Panezz lo pensó muy bien, hizo cuentas y fue a visitarlo llevando a mi madre con ella. Mi mamá recordaba que antes del encuentro así como ante la cama del doliente mi abuelita le aconsejaba : Saluda, Juanita, a tu papá. Todo esto ocurría en circunstancias que el enfermo ya ni hablaba. Mi madre, pues, lo saludó como si de su padre se tratara y el moribundo dejóse acariciar por una niña inocente creyéndola hija suya.
Mi abuela como, dije anteriormente, tenía conocimientos de leyes, y sabía que mi madre era heredera universal. Por ser hija única del señor Panezz le correspondía heredar sus bienes a los que tenía pleno derecho, legitimidad que nadie puso en entredicho. El lector perspicaz se dará cuenta por qué mi progenitora cuando cumplía años repetía:
– Mi mamá me aumentó tres años.
Así, teóricamente hacíala coincidir con su época de convivencia con el señor Panezz, debido a lo cual, por ejemplo, al celebrar su sexagésimo aniversario de cumpleaños, ella, mi madre, decía:
– Yo NO cumplo sesenta sino cincuenta y siete -y explicaba por qué-.
De ahí deriva que nosotros, sus hijos, tenemos doble apellido materno, uno que es el legal, que como tal figura en los registros, en el Documento Nacional de Identidad, y, el otro, que es el real -y yo diría que el verdadero-, ya que hubo reconocimiento familiar admitido y afecto de ambos lados.
Recuerdo que cuando yo era niña de unos ocho o diez años, mi abuelo Martínez yaciendo en su lecho de muerte desveló el secreto, que era otro sino que tenía una hija llamada Juana Panezz Carliere, pidiendo que la busquen y la reconozcan. Falleció mi abuelo luego de este testimonio. Sus deudos la buscaron y la hallaron, y hubo gran reunión, o sea fiesta de toda la parentela, festejo en donde mi mamá encontró hermanos y familia; por nuestra parte, nosotros descubrimos primos hasta entonces desconocidos. Fue un encuentro altamente emotivo. Allí vi a mi madre felicísima como nunca, y ella y los suyos se abrazaban constante, ininterrumpidamente.
Sí, era claro que en esa época resultaba criticable y hasta escandaloso tener criatura natural, ilegal, extramatrimonial como se le designa ahora, lo que significaba fuera del matrimonio, por eso lo del secreto.
Mi mamá siempre fue la que ponía orden en la casa. Mi padre nunca la contradijo, pero ella nos jaloneaba y zamaqueaba cuando lo juzgaba oportuno, y nos daba buenas palmadas. Decía :
– Todos tienen que hacer las cosas de la casa … Y todos cumplíamos.
Como era profesora, sabía organizar los horarios y ponía el cuadro indicador de tal forma que alternaba las responsabilidades de cada uno de nosotros, de lo que iba a hacer cada uno en nuestra casa, aparte de las obligatorias labores escolares.
Era yo grandecita pero no entraba en el horario que mi mamá hacía, ¿por engreída?: por ser la última y porque no me vieron crecer. En algún momento, no obstante, mi madre se percató que yo no hacía nada… Como era yo la más engreída y la preferida de mi padre, ella buscó la forma que yo aprendiera, que me instruyera en lo necesario para la vida, y cumplió su cometido incluso de manera inadvertida, desprevenidamente, sin que yo misma me diera cuenta.
Mis padres tenían otras ocupaciones ya que además de sus trabajos cotidianos y de sus quehaceres rutinarios, puesto que ella era profesora y él, comerciante, tenían, repito, como negocio principal un salón de billar donde había cuatro mesas para principiantes, así como el envasado, encorchado y etiquetado de nuestro pisco. El negocio de la gaseosa lo manejaba prácticamente mi madre, porque disponía de más tiempo y llevaba la formula en su cabeza, que era la receta para elaborar dicha gaseosa a la que le pusieron el nombre de Rojas por su color rojo intenso. El negocio estaba situado en La Mejorada. Por si alguno de mis lectores no supiera qué es La Mejorada, mencionaré que se trata de un pueblito cercano a Huancayo, pero perteneciente al departamento de Huancavelica. A La Mejorada se puede ir también por tren: el renombrado y famoso Tren Macho. Como es de dominio público, la población le puso nombrecito porque decían que hay que tener agallas para subir tremendas pendientes de los cerros andinos, y el afamado trencito salía cuando quería y llegaba cuando podía.
Haciendo bromas acerca de esto contaban a modo de bufonada, por ejemplo:
– Cuando el tren no podía seguir subiendo la tremenda cuesta, se salía a lo macho de los rieles para seguir por tierra.
La otra inocentada que me acuerdo era:
– El conductor del tren le dice a un paisano que iba caminando cuesta arriba: sube paisa que te llevo en mi máquina, a lo que el paisanito le responde: NO PAPAY, A PATITA NUMÁS, ISSSTOY APURAU… ¡GRACIS!
Para quien no haya estado por esas regiones de nuestro Perú, agregaré que la carretera y los rieles del tren corren paralelos, sólo los separa el Río Mantaro. Pasan por La Mejorada y en algún momento se bifurcan: la línea férrea, hacia Huancavelica; la carretera, hacia Ayacucho.
Siempre iban mi papá o mi mamá o, a veces, llevaban a los más pequeños, lo que ocurría durante las vacaciones escolares o algún fin de semana largo. Pero esta vez mi madre esperó las vacaciones escolares y me llevó con ella. Fuimos las dos solas.
Teníamos una casita muy bonita de dos pisos, que estaba prácticamente incrustada o enclavada en una pendiente. El primer piso mis padres lo alquilaron. Para nosotros quedó el segundo piso, donde había un balcón muy grande y espacioso del que se disfrutaba lo que abajo discurría. Estando allí podíamos gozar del grandioso panorama.
De día se apreciaba un verdor incomparable porque el Sol andino hacía brillar todo. El cielo era azul y transparente: ¡Algo impresionante! Por la vegetación apenas se adivinaba la carretera y, más allá todavía, cruzando el Río Mantaro, los rieles del tren, tapados casi por los cipreses y eucaliptos divisábase un pueblo tranquilo, lleno de paz, sosegado, realmente hermoso de día y de noche, sobre todo cuando sumíase en las sombras nocturnas y el cielo llenábase de estrellas. En panorama distinto, pero de igual belleza, veíanse las pequeñas casitas con luces tenues que daban la impresión de estar ante un Nacimiento Navideño … Era pues hermosísimo apreciar toda esta panorámica, incluyendo, repito, el cielo límpido, transparente, copado y tachonado de innumarables cuerpos celestes que cautivaba a cualquiera de incomparable e inolvidable emoción.
Me fui feliz con mi madre a aquel sitio de mis sueños, a La Mejorada. Al costado de nuestra casita funcionaba la fábrica de gaseosas de propiedad de mis padres donde sólo teníamos que bajar y a unos pocos pasos hallábase el local de la fábrica. Fue en este viaje cuando mi mamá, así como jugando me enseñó a cocinar, de manera que yo no lo sentí ni me di cuenta de sus intenciones.
Lo primero que me enseñó fue a hacer Arroz a la Jardinera… Me explicó cómo se hacía, y yo aprendí. Me dejó inmersa en mis responsabilidades culinarias. Recuerdo mucho que cuando regresó de la fábrica el Arroz a la Jardinera estaba ya listo y, ¿saben qué hizo?: Me alabó mucho a la vez que le daba ambiente de fiesta. Me decía que nunca había comido tan rico arroz… ¡¡¡Qué fina e inteligente ¿no?!!! Naturalmente, ella le puso un bistec con huevo frito encima. En cuanto a mí, de verdad les digo que tanto me encantó que quería seguir cocinando. Así, con esa inteligencia, amor, cariño y vivacidad aprendí varios platos, y regresé a Huancayo, e inmediatamente, como no podía ser de otra manera, me introdujo en el horario de los quehaceres de la casa, pero seguí igual de engreída.
Ella fue cocinera excelente. Poseía una sazón exquisita, por la que todo el mundo la elogiaba puesto que jamás hubo nadie que no le gustara su comida. Preparaba cualquier plato, yo creo que conquistó a mi papá con su comida, por el estómago, así como se acaramela a los hombres, eso se dice ¿no?.
Si me remontara a tiempos anteriores a los que narro, mi abuela no quería que hiciese nada en la casa, sólo que estudiara y se formara como profesional. Por lo mismo todo se lo hacía su madre. Apenas terminó sus estudios se casó con mi papá. Mi progenitora con él y por él aprendió a cocinar. En un principio, según expresión suya, no sabía ni hervir agua, pero se aplicó y aprendió. Creo que hasta podía decirse que fue una verdadera chef. No sólo en la teoría sino sobre todo en la práctica manejaba los presupuestos a la perfección, administraba el cálculo por la cantidad de personas; si había mucha o poca comida ella servía a todos sin que le faltase ni le sobrase. En cuanto a la presentación, el decorado todo era de buen gusto y de máxima excelencia. Ella hizo que a mí me gustara la cocina. Fue, como yo, profesora: tenía método, y mucha paciencia, sobre todo muchísimo AMOR, así, AMOR con mayúscula.
Mi madre solía manifestar: No quiero, que mis hijos, en especial mis hijas sufran lo que yo he sufrido por no saber cocinar y hacer las cosas de la casa. Tienen, además, que ser profesionales y trabajar por una remuneración, pero también deben saber manejar y administrar su hogar porque de esta manera estarán en posición de desempeñarse por sí mismas, con o sin ayuda doméstica. Habrá que realizar esfuerzos adicionales, que sin duda se harán porque sólo así sabremos controlar sin que nos hagan creer otras cosas, y evitaremos que nos hagan pasar un crudo por un cocido, gato por liebre. Cuando así trataban de engañarla, en infinidad de ocasiones se daba cuenta y tenía que hacerse la desentendida, pasar por tontita, ello por la necesidad. Apoyándose en lo referido, mi madre comentaba que si hubiera sabido cocinar o hacer lo necesario no habría sufrido las ausencias de las empleadas y ella sola lo habría concretado por la noche o en la madrugada, antes de irse a trabajar… Ya buscaría después con paciencia una persona que la apoyara en los quehaceres, ¡vaya que si lo necesitaba!: éramos muchos… Ya me imagino yo, sólo con la lavadera de ropa ¡y en su época, que todo era a mano!
Ella, como indiqué al principio, trabajaba de profesora para colaborar con mi padre y para autorealizarse, para autosuperarse y enriquecerse espiritualmente sirviéndonos de modelo en la vida. Nosotros, dije igualmente, fuimos varios: siete que yo conocí, viví y compartimos juntos la dicha del hogar. Con ellos -teniendo en cuenta que en esa época el horario de los colegios era de dos turnos-, entrábamos en las 8.00 de la mañana y salíamos a las doce del mediodía. Regresábamos a las 2.00 de la tarde y concluíamos las horas lectivas a las 4.00 o 5.00 de la tarde. Por esta razón en aquellos tiempos ella requería el apoyo de una persona.
La asistencia doméstica que tuvimos nos duraba años, y siempre las personas que colaboraban con nosotros terminaron integrándose la familia, siendo parte de la familia. Yo era la que ganaba con ellas porque también me engreían, y se iban de la casa porque se casaban o porque fundaban su propio negocio. Mas, entre tantas buenas hay excepciones que ahora referiré.
Para entonces yo era una bebé que usaba pañales, y mi progenitora íbase a trabajar dejándome con la empleada, quien me cuidaba. Un día de esos que mi madre se fue a sus ocupaciones, estando a medio camino se acordó de algo, por lo que se vio precisada a regresar, y me encontró en medio de la mesa, yo sola, sin protección. Estaba del torso para abajo desnuda, sin ropa alguna y, debajo de mi cuerpo desprotegido y desabrigado, periódicos acumulados que los había puesto en lugar de pañales, o para que amortiguara mi caída si ésta se producía. A mi pobre madre le afectó tanto, tantísimo situación por demás abusiva, inhumana e irresponsable que cuando pasado el tiempo lo contaba se ponía a llorar a modo de una Magdalena.
Una vez refiriéndoselo a una de mis tías -Esther-, y estando cerca mi padre, escuchando sus palabras, al concluir el relato él, mi padre, apretó los labios en rictus doloroso que yo bien conocía, y sus ojos se humedecían a pesar de los años trascurridos.
Lo que nuestros progenitores hacen para defendernos, ayudarnos, protegernos, buscarnos y ofrecernos lo mejor infinidad de veces los convierten en héroes anónimos para el resto pero no para nosotros, ello por su actitud valiente, intrépida, osada y arriesgada, especialmente la de las madres por ser más sentimentales que los hombres, quienes se guían más por lo racional.
He dejado para el ultimo algunas acciones que tuvo mi madre conmigo demostrándome el gran amor y confianza que me tenía. Yo terminé la secundaria en Huaral ciudad que queda al norte, a una hora de Lima. Fuimos: Mi mamá, mi otra hermana Irma con su hija y yo a la casa de Dora en Huaral. Nos alojarnos allí. Era día jueves por la noche. Este viaje que hicimos tenía dos finalidades: una, la de pasar un fin de semana agradable y alegre cambiando de paso de ambiente; la otra finalidad era solicitar el viernes mi certificado de estudios de quinto de secundaria al Colegio Andres de los Reyes, donde había estudiado, para que me lo entreguen el lunes.
Estos sesgos inesperados siempre resulta doloroso recordar. Bueno, la cosa es como sigue. Llegamos de noche y yo, dormilona como siempre, me fui directamente a acostar yéndose los demás a cenar a un restaurante. En la mañana temprano sentí ruidos de discusión en la sala. Me acerqué, supongo que rascándome la cabeza con objeto de desperezarme. Al verme mi hermana Dora dice ésta:
– Quién va a ser pues sino ella que lo tomó … ¡Ella es y nadie más que ella! …
… Viéndome que aparecía, mi madre me dice:
– Violy,… ¿has tomado 50 soles de la mesita de noche de tu hermana Dora?
Yo, medio soñolienta todavía le respondí:
– ¡Nooo!
Ante esta rotunda negación, mi hermana Dora agregó:
– ¡Quién más si sólo estaba ella!
Mi mamá le dijo a mi hermana palabras que nunca olvidaré:
– Cuando Violeta, mi hija dice no, entonces es ¡NO!. Yo no puedo estar con una persona que le eche la culpa de esa manera; yo sé cómo la he criado -y acto seguido me agregó-:
– Coge tus cosas porque nos vamos al hotel -y salimos de su casa acompañándonos también mi hermana Irma con su hija-.
Como el tiempo suele poner todo en su sitio, a modo de aclaración, pasado que hubo este suceso, con el tiempo, pues, mi hermana se dio cuenta que no había sido yo por la sencilla razón que le robaron de nuevo. El responsable era el hijo de la empleada, que vivía con ella. Seguro aquella vez en que yo dormía él entró despacito, tanto que no lo sentí. A pesar de la evidencia de la culpabilidad, Dora nunca me pidió disculpas, mas esto nunca me importó porque tenía el gran consuelo de que mi madre me amaba y creía en mí, actitud que me dio seguridad tremenda para enfrentarme a la vida. Realmente, mi madre para mí -y pienso que para todos- no tiene remplazo y aún a la edad a la que ahora he llegado la extraño y la necesito.
En otra ocasión, ya no fue con Dora, sino con Irma… Mi pobre madre tuvo que hospitalizarse, grave porque tenía medio cuerpo muerto, es decir: había sufrido ataque hemipléjico y no podía hablar. Cuando se hospitalizó la enfermera le dijo a mi hermana:
– ¡Sáquele el anillo porque acá se le puede perder! …
… entonces, mi madre no quiso, empuñaba sus manos, las apretaba, pero mi hermana la convenció diciéndole que siempre se lo traería.
Una tarde coincidimos con mi hermana en la visita, y estando paradas las dos al lado de mi madre, le tomó la mano a mi hermana y se prendió del anillo (tremendo anillo, que era una joya muy valiosa), y no lo soltó hasta que mi hermana se lo quitó poniéndoselo al dedo. Mi mamá lo miró, lo volteó, luego se lo sacó y lo observó nuevamente por largo rato. Viéndola pensé: ¡Cuántos recuerdos le traería ese anillo, ¿no?!
Hecho lo cual mi madre buscó mi mano y me lo puso.
Jamás tocamos el punto con mi hermana, ¡qué grande para mí, ¿no es cierto?!… Esa actitud yo lo valoro tanto, no por el oro ni por los quilates ni por las piedras preciosas, sino por su verdadero valor que es lo que representa y que vale más que cualquier joya: EL GRAN AMOR Y CONFIANZA QUE ME TUVO.
Ahora termino. Dejo, quizás para más adelante, otras historias increíbles, y una de ellas es acerca de qué fue lo que hizo esta maravillosa mujer -mi madre- para encontrar a su hijo, episodio que ilustra nueva faceta de sus más tiernos sentimientos para con todos nosotros.
Violeta Jaime
Huancayo