Tertulias y Tertulios

En los tiempos actuales las asociaciones, clubs -clubs, no clubes-, círculos, peñas y demás agrupaciones, asambleas y cofradías se hallan un tanto o un mucho venidos a menos, como si con el paso de los años las personas sistemáticamente hubiesen perdido aptitudes para unirse, habilidad para reunirse; como si fuera arduo estrechar vínculos y relación directos en el aquí y ahora… ¿Será que el género humano olvida su capacidad de contacto personal? Cierto, existen la TV, el internet, vídeos, películas en casa a voluntad en el momento que uno elige, y otras ventajas de la modernidad que promueven el entretenimiento y placer solitarios, sin que la expresión entretenimiento y placer solitarios sea peyorativa sino que se refiere a que ya no nos resulta necesaria, y tampoco deseamos la vecindad ni cercanía inmediata de los unos para con los otros… ¿Quién duda ahora que con frecuencia aquél que reside en las antípodas se encuentra más en contacto con el amigo que el compañero que vive en el inmueble de al lado?

Qué lejanos quedaron los tiempos aquéllos en que un simple intercambio epistolar franqueado por correo tomase semanas y hasta meses en su ida y vuelta entre Europa del Norte y América del Sur. Menos aún por entonces deparaba grandes ventajas la llamada telefónica intercontinental toda vez que, aparte de lo oneroso del servicio, la voz sufría altibajos en su recepción, no siendo raro que los conferenciantes concluyeran más desinformados, más desorientados y turulatos que cuando empezaron. En condiciones normales ahora el skype lo soluciona todo.

Siguiendo la misma dialéctica de progreso, nos encontramos con que cada día son menos los que redactan cartas manuscritas, con el consiguiente desmedro de caligrafía y ortografía. Reemplázase las palabras completas por otras a medio escribir, como en el e-mail, por celular, etc.; las suplen por signos inconclusos, por símbolos presumiblemente matemáticos que sustituyen términos, y por trazos que nada tienen que envidiar a los más intrincados y enrevesados jeroglíficos del antiguo Egipto anteriores a la revolución de el-Amarna, tanto que para descodificarlos pronto habrá dos caminos fundamentales que escoger: ser un Champollion forzoso o, volverse imprescindible acudir a las más activas agencias de espionaje internacional para desentrañar lo desentrañable. Paralela a la pobreza escrituraria se da la indigencia mental, que manifiesta sus penurias en esa oralidad que oyéndola es para echarse a llorar. Lo real es que si no se dice nada no se calla por discreción ni por prudencia, sino por falta de pensamiento, ideas y reflexiones. Si creen que exagero sólo tienen que escuchar cómo hablan la juventud y la niñez de los tiempos actuales, así como no pocos adultos que tuvieron la suerte de nacer y crecer en tan renovadoras condiciones. Con avances de tanta bonanza damos por descontado que las sociedades enriquecerán el número de insociables o antisociales, huraños, retraídos, huidizos, tímidos, misántropos, esquivos, misóginos, intratables, irritables, coléricos, irascibles, estresados y resentidos.

¿Habrá tenido algunos de mis lectores que explicarle a un niño o a algún muchacho que qué es una carta, que qué es el servicio postal, que para qué sirve éste, cuál es su razón de ser y cómo se utiliza?

Hay también la contraparte, aquélla que individual o colectivamente alienta y acepta el apego y amistad entre los seres humanos -la vejentud-, aquélla que activa la fraternidad entre los hombres. Existen todavía asociaciones de barrio o de distrito o de la jurisdicción de lo que fuere que sobreviven a pesar de los graves vacíos que doña Pelona con su guadaña van dejando. Da gusto, de veras, comprobar que, aunque quizás no sean conscientes de su papel, por sus sistemáticas reuniones cumplen la función de proteger, preservar y transmitir algo tan hermoso como el acervo, dichos, sentencias, aforismos, máximas, proverbios, expresiones y espíritu de nuestra tierra natal, que es tanto como vivir felicidad propia y estimular la ajena.

Cuando rememoro estas instituciones, espacio preferencial ocupa en mi espíritu el Club Social Independiente Salaverry, club de mi adolescencia, club de barrio del Callao, que hoy como entonces queda en la primera cuadra de Libertad. Aquellos años de mi estrenada juventud, felicísimos y ubérrimos en gratas experiencias se hallan ligados al Club Salaverry. Sus visitas son bálsamo para mi mundo interior, donde se agolpan no tristezas sino esencias de inefables e inmarcesibles alegrías. Para mí ascender por sus gastados escalones de madera es como para el alma remontarse al eterno Edén de las delicias.

fiestaVista de una parte de la reunión de diciembre en el Club Social Independiente Salaverry a la que asistí.

Fuente: Álbum personal

Otro de estos cenáculos o gremios de camaradería es el Club la Boya, que hace seis decenios surgió de un grupo de amigos que reuníase en el Chifa Cantón, ése que quedaba al costado del Cine Porteño, allá en la tercera cuadra de la Calle Lima, Chifa Cantón que el tiempo, la crisis económica y política, y los alcaldes chalacos convirtieron en nada, si es que hay algo susceptible de evolucionar al estado de lo absoluto no ser, de no estar y de no haber.

Abundando en información, en principio el Club la Boya se reune el tercer jueves de cada mes, y lo hace cumpliendo uno de los más ansiados instante de todo varón, como es el sagrado acto del almuerzo, de refrigerios que dan pie al diálogo y al coloquio y alas a la evocación, a la recapitulación de tiempos idos, todos de muy grato recuerdo, como son los que nos proporcionan esos instantes de concordia y esparcimiento.

Confirmado el día de la asamblea, sus socios concurren al punto geométrico ubicable en algún recinto holgado, alguna terraza, algún mirador, alguna cofa de mástil de velero en tierra, de balcón con amplios ventanales de local de club, que puede ser el del Canottieri de La Punta, donde verifícase la masticación y digestión que vese facilitada por humectación de líquido elemento madurado en pipas, barricas, cubas o toneles, de lo que los circunstantes damos solemnemente fe.

fiesta2Club la Boya en su sesión del lunes 29 de diciembre de 2014, celebrada en el local del Club Canottieri de La Punta.

Fuente: Álbum personal

Recuerdo la última reunión gastronómica de fin de año. El día había amanecido trasparente. El Sol derramaba sus jubilosos rayos desde el oriente despertándonos del sueño del inicio del verano congregándonos en el referido lugar de la cita. Compañera del Astro Rey, la brisa marina de Cantolao insuflábanos energías inéditas. Surcaban gaviotas y patillos los espacios azules, aves alborozadas, generando algazaras casi ya perdidas en lo profundo de lo pretérito, allá en el remotísimo horizonte de nuestra infancia, cuya población, aunque imperceptiblemente, va recuperándose merced a la base de acogida de aves de La Arenilla. Paseamos por el balcón de la terraza y observamos los yates anclados a poca distancia de la orilla. Los bañistas habíanse ya desplegado a lo largo de la playa contribuyendo al murmullo con su habitual bullicio. El rumor de los tumbos llegaban hasta nosotros acompañados luego de breve resaca, cuyo retroceso elevaba el susurro de los cantos redondos, de las esféricas durezas líticas a modo de oración a la Madre Naturaleza. Hubo momentos previos para recorrer el edificio y observar las antiguas fotos pendentes de las paredes, retratos de personajes a los que a algunos conocimos en nuestra ya lejana niñez. Allí estaban los maduros de entonces adornados de mostachos, con escarpines algunos aún, con zapatos de hebillas y botones, con chalecos donde se advertían relojes de bolsillo sujetos a su respectiva cadena, con el remate de la leontina que sostenía dije adormilado sobre el vientre. Los anteojos de pinzas en su día debieron despejar la visión de sus dueños. Mientras me paseaba, trascurrieron los minutos. Los comensales empezaron a llegar a la hora acordada, motivando estrechones de manos y abrazos, como es peculiar y característica manifestación de acercamiento en nuestra cultura.

fiesta3Otro ángulo de la misma sesión de almuerzo mensual del Club la Boya, llevada a cabo el lunes 29 de diciembre de 2014, en el local del Club Canottieri de La Punta.

Fuente: Álbum personal

Juntos nos asomamos a observar a los bañistas, a informarnos de los sucesos acaecidos desde la última reunión, a documentarnos sobre lo ocurrido que nos resulta desconocido, y a comentar acerca de lo que fuimos partícipes. Hacia un lado, la Isla San Lorenzo alza su familiar y esbelto perfil, con su faro en el extremos boreal, apagado por la luz del día. Hacia el lado contrario, las grúas del Muelle Sur colindantes al Dársena exhiben inagotable actividad. Los buques entran y salen del puerto en incesante e ininterrumpido tránsito, acoderan a los espigones, tiran amarras y las anudan a sus bitas. Dase inmediato inicio al descargue o a la estiba. El floreciente tráfico naviero, tenaz y obstinado promete prosperidad. Todos nos sentimos dichosos y nos instalamos alrededor del tablero del refectorio. Así fue ayer. Así es hoy. Así, lo anhelamos, será mañana.

Ricardo E. Mateo Durand

El Callao (Perú)

Tartu (Estonia)

REMINISCENCIAS DE MAMÁ

Juana Agripina Panezz Carliere
                (¿1907?-1974)

Quiero empezar diciéndoles que voy a escribir y referirme a este ser maravilloso que marcó mi vida, a la que amé y amo, a la que extraño y rememoro, a la que aún necesito, a pesar de mis años: MI MADRE. Ella, a diferencia mía, fue hija única; yo, la última de doce hermanos. Pero igual, las dos fuimos engreídas, ella por ser hija única, y yo, por ser la última.

No sé exactamente el año de nacimiento de mi progenitora, pero conjeturo que más o menos sería por 1907. Tiene una historia de apellidos por razones de herencia que reputo interesante: mi abuela materna fue mezcla de francés con italiano y, para su tiempo, mujer de cultura. Leía mucho, y fue lo que sin temor a exagerar designamos de verdadera autodidacta. Llevada de sus inclinaciones, se especializó en leyes, y merced a esta erudición y a sus conocimientos, por la gente de su pueblo fue conocida  (valga la redundancia) como consumada jurista, tanto que las personas iban a su casa para hacerle consultas legales. En primeras nupcias se casó con un individuo de apellido Panezz, que, según cuenta mi madre, fue hombre abusivo y agresivo, y maltrataba a mi abuela constantemente. Pero como todo tiene su límite y mi abuela jamás fue mujer que permitiera que la vejaran, siendo dueña de una personalidad bien formada e independiente cierta madrugada optó por escaparse, cosa que hizo a lomo de mula, yéndose a esconder a la casa de un pariente donde estuvo varios meses sin salir. Felizmente ella y el señor Panezz no tuvieron hijos, los cuales hubieran sido un impedimento para la separación y freno para su fuga con la consiguiente perennización de su victimización y maltratos. Lo que ahora refiero nos contó mi mamá agregando que el marido de la abuela la buscaba también a lomo de mula.

Pasó tiempo -alrededor de año y medio o dos-, cuando la abuela conoció a un caballero de apellido Martínez, y tuvieron una hija : ¡MI QUERIDA MADRE!

Como se imaginarán, la historia no queda aquí: el tal señor Panezz se puso grave, y muy enfermo hubo de internarse en el hospital prácticamente desahuciado. Debido a que no existía el divorcio en aquella época, mi abuela, al enterarse de la gravedad de Panezz lo pensó muy bien, hizo cuentas y fue a visitarlo llevando a mi madre con ella. Mi mamá recordaba que antes del encuentro así como ante la cama del doliente mi abuelita le aconsejaba : Saluda, Juanita, a tu papá. Todo esto ocurría en circunstancias que el enfermo ya ni hablaba. Mi madre, pues, lo saludó como si de su padre se tratara y el moribundo dejóse acariciar por una niña inocente creyéndola hija suya.

Mi abuela como, dije anteriormente,  tenía conocimientos de leyes, y sabía que mi madre era heredera universal. Por ser hija única del señor Panezz le correspondía heredar sus bienes  a los que tenía pleno derecho, legitimidad que nadie puso en entredicho. El lector perspicaz se dará cuenta por qué mi progenitora cuando cumplía años repetía:

Mi mamá me aumentó tres años.

Así, teóricamente hacíala coincidir con su época de convivencia con el señor Panezz, debido a lo cual, por ejemplo, al celebrar su sexagésimo aniversario de cumpleaños, ella,  mi madre, decía:

Yo NO cumplo sesenta sino cincuenta y siete -y explicaba por qué-.

De ahí deriva que nosotros, sus hijos, tenemos doble apellido materno, uno que es el  legal, que como tal figura en los registros, en el Documento  Nacional de Identidad,  y, el otro, que es el real -y yo diría que el verdadero-, ya que hubo reconocimiento familiar admitido y afecto de ambos lados.

Recuerdo que cuando yo era niña de unos ocho o diez años, mi abuelo Martínez yaciendo en su lecho de muerte desveló el secreto, que era otro sino que tenía una hija llamada Juana Panezz Carliere, pidiendo que la busquen y la reconozcan. Falleció mi abuelo luego de este testimonio. Sus deudos la buscaron y la hallaron, y hubo gran reunión, o sea fiesta de toda la parentela, festejo en donde mi mamá encontró hermanos y familia; por nuestra parte, nosotros descubrimos primos hasta entonces desconocidos. Fue un encuentro altamente emotivo. Allí vi a mi madre felicísima como nunca, y ella y los suyos se abrazaban constante, ininterrumpidamente.

Sí, era claro que en esa época resultaba criticable y hasta escandaloso tener criatura natural, ilegal, extramatrimonial como se le designa ahora, lo que significaba fuera del matrimonio, por eso lo del secreto.

Mi mamá siempre fue la que ponía orden en la casa. Mi padre nunca la contradijo, pero ella nos jaloneaba y zamaqueaba cuando lo juzgaba oportuno, y nos daba buenas palmadas. Decía :

Todos tienen que hacer las cosas de la casa … Y todos cumplíamos.

Como era profesora, sabía organizar los horarios y ponía el cuadro indicador de tal forma que alternaba las responsabilidades de cada uno de nosotros, de lo que iba a hacer cada uno en nuestra casa, aparte de las obligatorias labores escolares.

Era yo grandecita pero no entraba en el horario que mi mamá hacía, ¿por engreída?: por ser la última y porque no me vieron crecer. En algún momento, no obstante, mi madre se percató que yo no hacía nada… Como era yo la más engreída y la preferida de mi padre, ella buscó la forma que yo aprendiera, que me instruyera en lo necesario para la vida, y cumplió su cometido incluso de manera inadvertida, desprevenidamente, sin que yo misma me diera cuenta.

Mis padres tenían otras ocupaciones ya que además de sus trabajos cotidianos y de sus quehaceres rutinarios, puesto que ella era profesora y él, comerciante, tenían, repito, como negocio principal un salón de billar donde había cuatro mesas  para principiantes, así como el envasado, encorchado y etiquetado de nuestro pisco. El negocio de la gaseosa lo manejaba prácticamente mi madre, porque disponía de más tiempo y llevaba la formula en su cabeza, que era la receta para elaborar dicha gaseosa a la que le  pusieron el nombre de Rojas por su color rojo intenso. El negocio estaba situado en La Mejorada. Por si alguno de mis lectores no supiera qué es La Mejorada, mencionaré que se trata de un pueblito cercano a Huancayo, pero perteneciente al departamento de Huancavelica. A La Mejorada se puede ir también por tren: el renombrado y famoso Tren Macho. Como es de dominio público, la población le puso nombrecito porque decían que hay  que tener agallas para subir tremendas pendientes de los cerros andinos, y el afamado trencito salía cuando quería y llegaba cuando podía.

Haciendo bromas acerca de esto contaban a modo de bufonada, por ejemplo:

– Cuando el tren no podía seguir subiendo la tremenda cuesta, se salía a lo macho de los rieles para seguir por tierra.

La otra inocentada que me acuerdo era:

– El conductor del  tren le dice a un paisano que iba caminando cuesta arriba: sube paisa que te llevo en mi máquina, a lo que el paisanito le responde: NO PAPAY, A PATITA NUMÁS, ISSSTOY APURAU… ¡GRACIS!

Para quien no haya estado por esas regiones de nuestro Perú, agregaré que la carretera y los rieles del tren corren paralelos, sólo los separa el Río Mantaro. Pasan por La Mejorada y en algún momento se bifurcan: la línea férrea, hacia Huancavelica; la carretera, hacia Ayacucho.

Siempre iban mi papá o mi mamá o, a veces, llevaban a los más pequeños, lo que ocurría durante las vacaciones escolares o algún fin de semana largo. Pero esta vez mi madre esperó las vacaciones escolares y me llevó con ella. Fuimos las dos solas.

Teníamos una casita muy bonita de dos pisos, que estaba prácticamente incrustada o enclavada en una pendiente. El primer piso mis padres lo alquilaron. Para nosotros quedó el segundo piso, donde había un balcón muy grande y espacioso del que se disfrutaba lo que abajo discurría. Estando allí podíamos gozar del grandioso panorama.

De día se apreciaba un verdor incomparable porque el Sol andino hacía brillar todo. El cielo era azul y transparente: ¡Algo impresionante! Por la vegetación apenas se adivinaba la carretera y, más allá todavía, cruzando el Río Mantaro, los rieles del tren, tapados casi por los cipreses y eucaliptos divisábase un pueblo tranquilo, lleno de paz, sosegado, realmente hermoso de día y de noche, sobre todo cuando sumíase en las sombras nocturnas y el cielo llenábase de estrellas. En panorama distinto, pero de igual belleza, veíanse las pequeñas casitas con luces tenues que daban la impresión de estar ante un Nacimiento Navideño … Era pues hermosísimo apreciar toda esta panorámica, incluyendo, repito, el cielo límpido, transparente, copado y tachonado de innumarables cuerpos celestes que cautivaba a cualquiera de incomparable e inolvidable emoción.

Me fui feliz con mi madre a aquel sitio de mis sueños, a La Mejorada. Al costado de nuestra casita funcionaba la fábrica de gaseosas de propiedad de mis padres donde sólo teníamos que bajar y a unos pocos pasos hallábase el local de la fábrica. Fue en este viaje cuando mi mamá, así como jugando me enseñó a cocinar, de manera que yo no lo sentí ni me di cuenta de sus intenciones.

Lo primero que me enseñó fue a hacer Arroz a la Jardinera… Me explicó cómo se hacía, y yo aprendí. Me dejó inmersa en mis responsabilidades culinarias. Recuerdo mucho que cuando regresó de la fábrica el Arroz a la Jardinera estaba ya listo y, ¿saben qué hizo?: Me alabó mucho a la vez que le daba ambiente de fiesta. Me decía que nunca había comido tan rico arroz… ¡¡¡Qué fina e inteligente ¿no?!!! Naturalmente, ella le puso un bistec con huevo frito encima. En cuanto a mí, de verdad les digo que tanto me encantó que quería seguir cocinando. Así, con esa inteligencia, amor, cariño y vivacidad aprendí varios platos, y regresé a Huancayo, e inmediatamente, como no podía ser de otra manera, me introdujo en el horario de los quehaceres de la casa, pero seguí igual de engreída.

Ella fue cocinera excelente. Poseía una sazón exquisita, por la que todo el mundo la elogiaba puesto que jamás hubo nadie que no le gustara su comida. Preparaba cualquier plato, yo creo que conquistó a mi papá con su comida, por el estómago, así como se acaramela a los hombres, eso se dice ¿no?.

Si me remontara a tiempos anteriores a los que narro, mi abuela no quería que hiciese nada en la casa, sólo que estudiara y se formara como profesional. Por lo mismo todo se lo hacía su madre. Apenas terminó sus estudios se casó con mi papá. Mi progenitora con él y por él aprendió a cocinar. En un principio, según expresión suya, no sabía ni hervir agua, pero se aplicó y aprendió. Creo que hasta podía decirse que fue una verdadera chef. No sólo en la teoría sino sobre todo en la práctica manejaba los presupuestos a la perfección, administraba el cálculo por la cantidad de personas; si había mucha o poca comida ella servía a todos sin que le faltase ni le sobrase. En cuanto a la  presentación, el decorado todo era de buen gusto y de máxima excelencia. Ella hizo que a mí me gustara la cocina. Fue, como yo, profesora: tenía método, y mucha paciencia, sobre todo muchísimo AMOR, así, AMOR con mayúscula.

Mi madre solía manifestar: No quiero, que mis hijos, en especial mis hijas sufran lo que yo he sufrido por no saber cocinar y hacer las cosas de la casa. Tienen, además, que ser profesionales y trabajar por una remuneración, pero también deben saber manejar y administrar su hogar porque de esta manera estarán en posición de desempeñarse por sí mismas, con o sin ayuda doméstica. Habrá que realizar esfuerzos adicionales, que sin duda se harán porque sólo así sabremos controlar sin que nos hagan creer otras cosas, y evitaremos que nos hagan pasar un crudo por un cocido, gato por liebre. Cuando así trataban de engañarla, en infinidad de ocasiones se daba cuenta y tenía que hacerse la  desentendida, pasar por tontita, ello por la necesidad. Apoyándose en lo referido, mi madre comentaba que si hubiera sabido cocinar o hacer lo necesario no habría sufrido las ausencias  de las empleadas y ella sola lo habría concretado por la noche o en la madrugada, antes de irse a trabajar… Ya buscaría después con paciencia una persona que la apoyara en los quehaceres, ¡vaya que si lo necesitaba!: éramos muchos… Ya me imagino yo, sólo con la lavadera  de ropa ¡y en su época, que todo era a mano!

Ella, como indiqué al principio, trabajaba de profesora para colaborar con mi padre y para autorealizarse, para autosuperarse y enriquecerse espiritualmente sirviéndonos de modelo en la vida. Nosotros, dije igualmente, fuimos varios: siete que yo conocí, viví y compartimos juntos la dicha del hogar. Con ellos -teniendo en cuenta que en esa época el horario de los colegios era de dos turnos-, entrábamos en las 8.00  de la mañana y salíamos a las doce del mediodía. Regresábamos a las 2.00 de la tarde y concluíamos las horas lectivas a las 4.00 o 5.00 de la tarde. Por esta razón en aquellos tiempos ella requería el apoyo de una persona.

La asistencia doméstica que tuvimos nos duraba años, y siempre las personas que colaboraban con nosotros terminaron integrándose la familia, siendo parte de la familia. Yo era la que ganaba con ellas porque también me engreían, y se iban de la casa porque se casaban o porque fundaban su propio negocio. Mas, entre tantas buenas hay excepciones que ahora referiré.

Para entonces yo era una bebé que usaba pañales, y mi progenitora íbase a trabajar dejándome con la empleada, quien me cuidaba. Un día de esos que mi madre se fue a sus ocupaciones, estando a medio camino se acordó de algo, por lo que se vio precisada a regresar, y me encontró en medio de la mesa, yo sola, sin protección. Estaba del torso para abajo desnuda, sin ropa alguna y, debajo de mi cuerpo desprotegido y desabrigado, periódicos acumulados que los había puesto en lugar de pañales, o para que amortiguara mi caída si ésta se producía. A mi pobre madre le afectó tanto, tantísimo situación por demás abusiva, inhumana e irresponsable que cuando pasado el tiempo lo contaba se ponía a llorar a modo de una Magdalena.

Una vez refiriéndoselo a una de mis tías -Esther-, y estando cerca mi padre, escuchando sus palabras, al concluir el relato él, mi padre, apretó los labios en rictus doloroso que yo bien conocía, y sus ojos se humedecían a pesar de los años trascurridos.

Lo que nuestros progenitores hacen para defendernos, ayudarnos, protegernos, buscarnos y ofrecernos lo mejor infinidad de veces los convierten en héroes anónimos para el resto pero no para nosotros, ello por su actitud valiente, intrépida, osada y arriesgada, especialmente la de las madres por ser más sentimentales que los hombres, quienes se guían más por lo racional.

He dejado para el ultimo algunas acciones que tuvo mi madre conmigo demostrándome el gran amor y confianza que me tenía. Yo terminé la secundaria en Huaral ciudad que queda al norte, a una hora de Lima. Fuimos: Mi mamá, mi otra hermana Irma con su hija y yo a la casa de Dora en Huaral. Nos alojarnos allí. Era día jueves por la noche. Este viaje que hicimos tenía dos finalidades: una, la de pasar un fin de semana agradable y alegre cambiando de paso de ambiente; la otra finalidad era solicitar el viernes mi certificado de estudios de quinto de secundaria al Colegio Andres de los Reyes, donde había estudiado, para que me lo entreguen el lunes.

Estos sesgos inesperados siempre resulta doloroso recordar. Bueno, la cosa es como sigue. Llegamos de noche y yo, dormilona como siempre, me fui directamente a acostar yéndose los demás a cenar a un restaurante. En la mañana temprano sentí ruidos de discusión en la sala. Me acerqué, supongo que rascándome la cabeza con objeto de desperezarme. Al verme mi hermana Dora dice ésta:

Quién va a ser pues sino ella que lo tomó … ¡Ella es y nadie más que ella!

… Viéndome que aparecía, mi madre me dice:

Violy,… ¿has tomado 50 soles de la mesita de noche de tu hermana Dora?

Yo, medio soñolienta todavía le respondí:

– ¡Nooo!

Ante esta rotunda negación, mi hermana Dora agregó:

¡Quién más si sólo estaba ella!

Mi mamá le dijo a mi hermana palabras que nunca olvidaré:

Cuando Violeta, mi hija dice no, entonces es ¡NO!. Yo no puedo estar con una persona que le eche la culpa de esa manera; yo sé cómo la he criado -y acto seguido me agregó-:

Coge tus cosas porque nos vamos al hotel -y salimos de su casa acompañándonos también mi hermana Irma con su hija-.

Como el tiempo suele poner todo en su sitio, a modo de aclaración, pasado que hubo este suceso, con el tiempo, pues, mi hermana se dio cuenta que no había sido yo por la sencilla razón que le robaron de nuevo. El responsable era el hijo de la empleada, que vivía con ella. Seguro aquella vez en que yo dormía él entró despacito, tanto que no lo sentí. A pesar de la evidencia de la culpabilidad, Dora nunca me pidió disculpas, mas esto nunca me importó porque tenía el gran consuelo de que mi madre me amaba y creía en mí, actitud que me dio seguridad tremenda para enfrentarme a la vida. Realmente, mi madre para mí -y pienso que para todos- no tiene remplazo y aún a la edad a la que ahora he llegado la extraño y la necesito.

En otra ocasión, ya no fue con Dora, sino con Irma… Mi pobre madre tuvo que hospitalizarse, grave porque tenía medio cuerpo muerto, es decir: había sufrido ataque hemipléjico y  no podía hablar. Cuando se hospitalizó la enfermera le dijo a mi hermana:

¡Sáquele el anillo porque acá se le puede perder!

 … entonces, mi madre no quiso, empuñaba sus manos, las apretaba, pero mi hermana la convenció diciéndole que siempre se lo traería.

Una tarde coincidimos con mi hermana en la visita,  y estando paradas las dos al lado de mi madre, le tomó la mano a mi hermana y se prendió del anillo (tremendo anillo, que era una joya muy valiosa), y no lo soltó hasta que mi hermana se lo quitó poniéndoselo al dedo. Mi mamá lo miró, lo volteó, luego se lo sacó y lo observó nuevamente por largo rato. Viéndola pensé: ¡Cuántos recuerdos le traería ese anillo, ¿no?!

Hecho lo cual mi madre buscó mi mano y me lo puso.

Jamás tocamos el punto con mi hermana, ¡qué grande para mí, ¿no es cierto?!… Esa actitud yo lo valoro tanto, no por el oro ni por los quilates ni por las piedras preciosas, sino por su verdadero valor que es lo que representa y que vale más que cualquier joya: EL GRAN AMOR Y CONFIANZA QUE ME TUVO.       

Ahora termino. Dejo, quizás para más adelante, otras historias increíbles, y una de ellas es acerca de qué fue lo que hizo esta maravillosa mujer -mi madre- para encontrar a su hijo, episodio que ilustra nueva faceta de sus más tiernos sentimientos para con todos nosotros.

Violeta Jaime

Huancayo

PAPÁ

REMINISCENCIAS DE MIS PADRES

Mi padre era del siglo antepasado, es decir, nació en 1898. Mi papá le llevaba a mi mamá varios años, yo calculo que más o menos dieciséis. Mi padre era muy cariñoso. Fue enemigo de castigarnos, y jamás lo hizo en ninguna forma. Para reprendernos sólo tenía una mirada muy profunda, y creo que todos mis hermanos también veían lo mismo que yo, confundiendo esa mirada con amenaza, que hacía que acudiéramos a la orden inmediatamente.

Mi querido padre, Francisco Jaime del Alcazar
(1898 – 1965)
Fuente: Foto (1944) propiedad de la autora de la narración

Mi papá era así porque cuando niño su padre lo maltrató mucho. Él  contaba que le pegaba sin razón, sin motivo ni justificación alguna. Mi padre tuvo muchos hermanos y nos contaba que cuando ellos se portaban mal, mi abuelo lo castigaba a él, y a nadie más que él, debido a lo cual mi padre sintió tanto esa injusticia que, según me refirió mi madre, quien escuchó la promesa de sus propios labios, él juró no tocar a sus hijos cuando los tuviera. Y así fue: nunca nos gritó ni nos maltrató. Al contrario su voz era suave y su caminar, lento pero seguro. Solía poner su mano en nuestra frente para saber si teníamos fiebre. En general, teníamos buena salud. La suya fue excelente porque mientras todos caíamos con fuerte gripe y severos catarros, y padecíamos, ello no sucedía con mi padre, que sobrepasaba incólume los ataques de las epidemias..

Mi padre fue creyente, pero no iba a ninguna iglesia y no practicaba ningún rito, ceremonia, preceptos ni dogmas. Oraba con admirable un fervor, preces que hacía sentado en su cama, con la luz tenue, los ojos cerrados, las manos juntas, la cabeza gacha en posición de devoción y reverencia. Varias veces entré en su dormitorio coincidiendo en el preciso momento de sus invocaciones, pero estando él tan absorto y concentrado no escuchaba ni sentía mi presencia.

Rememorándolo reiteraré algo de lo que siempre tuve conciencia: fue guapo mi padre; de simpatía en todos los sentidos. Tenía los ojos color miel y tierna la mirada. Fue hombre alto y delgado, de singular belleza, tanta, creo yo, que no pecaría de exagerada si lo calificara de realmente hermoso… ¿Saben?: ¡Así lo afirmo yo!

familia

Mi padre y mi hermano César Augusto (1924-1932), el mayor de los hombres, con nuestro perro Gerente

Fuente: Foto (1925) propiedad de la autora de la narración

Mi padre cantaba y poseía timbrada voz de barítono. Cuando él entonaba una canción entonces mi madre lo acompañaba llevando el bajo. Ambos formaban combinación auténticamente admirable. Juntos conformaron extraordinario dúo. Se les oía muy bonito, y cantaban valses y también algunos tangos, pero sus preferencias eran los yaravíes ayacuchanos. Los yaravíes, como sabemos, son canciones con sentidas letras, doloridas, si se quiere, con hermosísimas palabras, patéticas, conmovedoras, sentimentales y románticas. Algunos yaravíes llegan tan al fondo de nuestra esencia, y tanto nos emocionan que nos sería compleja labor si tuviéramos que expresar con ayuda del idioma las vivencias e imágenes que nos evoca.

Mi padre compuso un yaraví que quiero mostrar en este escrito porque siento la necesidad de hacerlo. Lo aprendí, y no yo sola sino también mis hermanos. En una etapa de mi vida viajé y residí en otro país. Cuando fui a la Argentina por primera vez estando soltera, mi hermano Hugo me recibió en su casa. Conversamos intercambiamos noticias y, después de un rato de charla me dijo: ”Violeta, ¿has escuchado esta canción? Y se puso a cantar,… Era el yaraví de mi padre.

Mi hermano también tenía linda voz, y en aquella ocasión la interpretó maravillosamente. Cuando terminó de cantar estábamos los dos inundados de lágrimas. Yo, porque me acordaba de mi padre, y, mi hermano doblemente, por estar lejos de su padre, de su familia y de su país. En algún momento contaré lo de mi hermano Hugo: que mis padres sufrieron mucho por su lejanía ¡es toda una historia! Refiriéndola rememoraremos que nuestros progenitores sufrieron mucho, por su alejamiento geográfico.

Ahora, si me permiten, voy a copiar este yaraví, que tengo en la memoria y lo sé cantar. Es cortito pero, a pesar de su reducida extensión en palabras refleja de alguna manera la sensibilidad de mi progenitor, -ahí va – ¡léanlo!

Es tu voz como el murmullo (bis)
que alza el agua entre las rocas
y es tan dulce que ella evoca (bis)
el trinar del ruiseñor (bis)

Quisiera ser cristal
que miran tus lindos ojos
quisiera ser la estampita
que besan tus labios rojos (bis).

Este, apreciados lectores, es el yaraví con fuga de huayno. Mi padre nos decía: LA FUGA DE HUAYNO PÓNGANLA USTEDES.

Mi padre fue generoso, muy generoso y sensible. Compartía todo con todos. No podía ver a un indigente. Cualquier menesteroso que fuese lo conmovía de tal manera que hacía un gesto de tristeza y no sabía cómo proceder para aliviarle el sufrimiento, mitigarle sus estrecheces, aminorarle sus penurias. Se quitaba lo que tenía puesto para dárselo. Y no solo eso: les daba de comer, les proporcionaba los alimentos que disponía. También, muchas veces vi su gesto de dolor, de pesar, de aflicción que lo invadía. Mi padre- nunca jamás dejaré de decirlo y repetirlo- fue persona excelente, con extraordinaria sensibilidad a flor de piel.

familia2

De izquierda a derecha, de pie:
Mi hermana Dora -la mayor-, mi madre (1914 – 1978), con mi hermana Ida y mi padre con mi hermano Hugo. Sentadas, de izquierda a derecha: mis hermanas Irma y Esperanza
Fuente: Foto (1937) propiedad de la autora de la narración

Si he de abundar en mi narración diré que fue generoso con la gente extraña, sin importarle la condición de las personas, aunque éstas fuesen, repito, desconocidas. Y con sus hijos, ¿cómo fue?. Con nosotros lo fue muchísimo; no sabría decir si más, pero sí que fue muchísimo. En la hora del almuerzo repartía su troncha de carne,… Pinchando con el tenedor y cortando con el cuchillo separaba trozos, y nos los colocaba en la boca, lo que ocurría diariamente, por lo que mi mamá, conocedora de los sentimientos y costumbres de su marido, le servía copiosa y abundantemente.

Me acuerdo que un siete de septiembre -de un año que ahora no sabría especificar-, siendo cumpleaños de mi hermana mayor, sin que mis padres todavía se hubieran levantado, cuando entró al dormitorio mi hermana mayor, Dora. Al verla mi padre le dijo: Dorita” no te he comprado regalo por tu cumpleaños. … Pasaron unos segundos y se incorporó, se llevó las manos al cuello y de allí desprendió su medallón con cadena de oro. Se acercó a ella y le puso la alhaja en el cuello.

Mi hermana siempre lo usó, lo llevó siempre con el cariño del primer momento. Posteriormente, mandó ella engastarlo en un marco de puntas de oro con incrustaciones de brillantes, con lo que obtuvo una valiosísima joya. Por sus seis puntas resultó ser el símbolo de Israel, la Estrella de David.

Yo recuerdo que mi padre siempre se acordaba de esta fecha, y decía:

-Un siete de septiembre yo volví a nacer.

En efecto: mi padre se había ido de paseo con unos amigos, estando por entonces todavía soltero. Se fue a navegar con ellos en bote, al Río Perené. Eran como cuatro o cinco, y el bote se les volteó, cayendo todos al agua. El Río Perené es profundo, muy profundo, y caudaloso. Es uno de los afluentes del Amazonas, y mi padre no sabía nadar. Estaba bien debajo de las aguas, y desde allí vio superficie de la misma. De repente, tocó unos pies que pasaban por arriba de su cabeza, y se chapó uno del que se asió fuertemente. Era uno de sus jóvenes amigos. Los otros, habían subido de nuevo al bote, y al joven que jalaba a mi padre lo ayudaron también a subir. En estos quehaceres estaban cuando uno de ellos le preguntó:

– ¿Y Jaime?

Su respuesta fue el silencio, un silencio entendible porque le contestó sin hablar. Con toda la agitación del mundo atinó sólo a estirar su mano señalando con el dedo hacia abajo, allí donde mi padre se hallaba sumergido. Metieron las manos, lo agarraron y lo sacaron desfallecido, más muerto que vivo; en realidad casi muerto.

Siempre se acordaba en esta fecha -siete de septiembre-, y no dejaba de reiterarnos los sucesos tan sobrecogedoramente vividos. Decía:

– Volví a nacer,… Yo vi la muerte, pero no me dejé atrapar porque quería vivir. No interrumpí el pataleo de mi amigo, por el contrario: le ayudaba a patalear porque sabía que su esfuerzo nos salvaría a ambos.

También era confiado, demasiado diría yo. Creía en la honradez de todas las personas. Nunca, cuando nos chapaba una mentira no nos acusó jamás de mentirosos, sino que nos exhortaba para que nos rectificásemos nosotros mismos.

Violeta
Con mi hijita Violeta del Carmen y con mi sobrino César en brazos
Fuente: Foto (1974) propiedad de la autora de la narración.

Una vez, un sobrino suyo fue a la casa, y le pidió prestado cierta cantidad de dinero. Mi padre, al ver que mi primo no sabía la cantidad exacta, en exceso de confianza que en los actuales tiempos ya ni se estila, mi padre le extendió un cheque en blanco.

Nunca fuimos gente de dinero, de recursos, menos de caudales, pero nunca nos faltó nada. Él tenía una frase que nos reiteraba siempre, y nos la pronunciaba cargándonos y besándonos:

– ¡Nosotros somos millonarios!

Como yo no me lo creía, también decía de mí que era millonaria. Yo me imaginaba que tenía mucho dinero, pero, pasando el tiempo, con los años me di cuenta que él se refería a algo más valioso que lo meramente metálico, como es la unión de la familia. Esta ha sido una de sus grandes enseñanzas.

Por ello mismo, siempre estuvimos seguros y protegidos con mis padres. Sabíamos que nunca nos faltaría qué llevarnos a la boca. Nos sentíamos sanos, admirados y apreciados por la gente que tuvo relación con nosotros, Vivíamos en pueblo chico y nos conocíamos todos, pero igual habría sido de haber vivido en una gran ciudad. Nosotros, en una palabra, éramos sus hijos, para él los más bellos y hermosos del mundo.

Creo y pienso que nombraré a mi padre a lo largo de este mensaje, todo lo que para mí significó, al igual que mi madre, de quien escribiré en otra oportunidad.

Violeta Jaime
Lima – Perú