PAPÁ

REMINISCENCIAS DE MIS PADRES

Mi padre era del siglo antepasado, es decir, nació en 1898. Mi papá le llevaba a mi mamá varios años, yo calculo que más o menos dieciséis. Mi padre era muy cariñoso. Fue enemigo de castigarnos, y jamás lo hizo en ninguna forma. Para reprendernos sólo tenía una mirada muy profunda, y creo que todos mis hermanos también veían lo mismo que yo, confundiendo esa mirada con amenaza, que hacía que acudiéramos a la orden inmediatamente.

Mi querido padre, Francisco Jaime del Alcazar
(1898 – 1965)
Fuente: Foto (1944) propiedad de la autora de la narración

Mi papá era así porque cuando niño su padre lo maltrató mucho. Él  contaba que le pegaba sin razón, sin motivo ni justificación alguna. Mi padre tuvo muchos hermanos y nos contaba que cuando ellos se portaban mal, mi abuelo lo castigaba a él, y a nadie más que él, debido a lo cual mi padre sintió tanto esa injusticia que, según me refirió mi madre, quien escuchó la promesa de sus propios labios, él juró no tocar a sus hijos cuando los tuviera. Y así fue: nunca nos gritó ni nos maltrató. Al contrario su voz era suave y su caminar, lento pero seguro. Solía poner su mano en nuestra frente para saber si teníamos fiebre. En general, teníamos buena salud. La suya fue excelente porque mientras todos caíamos con fuerte gripe y severos catarros, y padecíamos, ello no sucedía con mi padre, que sobrepasaba incólume los ataques de las epidemias..

Mi padre fue creyente, pero no iba a ninguna iglesia y no practicaba ningún rito, ceremonia, preceptos ni dogmas. Oraba con admirable un fervor, preces que hacía sentado en su cama, con la luz tenue, los ojos cerrados, las manos juntas, la cabeza gacha en posición de devoción y reverencia. Varias veces entré en su dormitorio coincidiendo en el preciso momento de sus invocaciones, pero estando él tan absorto y concentrado no escuchaba ni sentía mi presencia.

Rememorándolo reiteraré algo de lo que siempre tuve conciencia: fue guapo mi padre; de simpatía en todos los sentidos. Tenía los ojos color miel y tierna la mirada. Fue hombre alto y delgado, de singular belleza, tanta, creo yo, que no pecaría de exagerada si lo calificara de realmente hermoso… ¿Saben?: ¡Así lo afirmo yo!

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Mi padre y mi hermano César Augusto (1924-1932), el mayor de los hombres, con nuestro perro Gerente

Fuente: Foto (1925) propiedad de la autora de la narración

Mi padre cantaba y poseía timbrada voz de barítono. Cuando él entonaba una canción entonces mi madre lo acompañaba llevando el bajo. Ambos formaban combinación auténticamente admirable. Juntos conformaron extraordinario dúo. Se les oía muy bonito, y cantaban valses y también algunos tangos, pero sus preferencias eran los yaravíes ayacuchanos. Los yaravíes, como sabemos, son canciones con sentidas letras, doloridas, si se quiere, con hermosísimas palabras, patéticas, conmovedoras, sentimentales y románticas. Algunos yaravíes llegan tan al fondo de nuestra esencia, y tanto nos emocionan que nos sería compleja labor si tuviéramos que expresar con ayuda del idioma las vivencias e imágenes que nos evoca.

Mi padre compuso un yaraví que quiero mostrar en este escrito porque siento la necesidad de hacerlo. Lo aprendí, y no yo sola sino también mis hermanos. En una etapa de mi vida viajé y residí en otro país. Cuando fui a la Argentina por primera vez estando soltera, mi hermano Hugo me recibió en su casa. Conversamos intercambiamos noticias y, después de un rato de charla me dijo: ”Violeta, ¿has escuchado esta canción? Y se puso a cantar,… Era el yaraví de mi padre.

Mi hermano también tenía linda voz, y en aquella ocasión la interpretó maravillosamente. Cuando terminó de cantar estábamos los dos inundados de lágrimas. Yo, porque me acordaba de mi padre, y, mi hermano doblemente, por estar lejos de su padre, de su familia y de su país. En algún momento contaré lo de mi hermano Hugo: que mis padres sufrieron mucho por su lejanía ¡es toda una historia! Refiriéndola rememoraremos que nuestros progenitores sufrieron mucho, por su alejamiento geográfico.

Ahora, si me permiten, voy a copiar este yaraví, que tengo en la memoria y lo sé cantar. Es cortito pero, a pesar de su reducida extensión en palabras refleja de alguna manera la sensibilidad de mi progenitor, -ahí va – ¡léanlo!

Es tu voz como el murmullo (bis)
que alza el agua entre las rocas
y es tan dulce que ella evoca (bis)
el trinar del ruiseñor (bis)

Quisiera ser cristal
que miran tus lindos ojos
quisiera ser la estampita
que besan tus labios rojos (bis).

Este, apreciados lectores, es el yaraví con fuga de huayno. Mi padre nos decía: LA FUGA DE HUAYNO PÓNGANLA USTEDES.

Mi padre fue generoso, muy generoso y sensible. Compartía todo con todos. No podía ver a un indigente. Cualquier menesteroso que fuese lo conmovía de tal manera que hacía un gesto de tristeza y no sabía cómo proceder para aliviarle el sufrimiento, mitigarle sus estrecheces, aminorarle sus penurias. Se quitaba lo que tenía puesto para dárselo. Y no solo eso: les daba de comer, les proporcionaba los alimentos que disponía. También, muchas veces vi su gesto de dolor, de pesar, de aflicción que lo invadía. Mi padre- nunca jamás dejaré de decirlo y repetirlo- fue persona excelente, con extraordinaria sensibilidad a flor de piel.

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De izquierda a derecha, de pie:
Mi hermana Dora -la mayor-, mi madre (1914 – 1978), con mi hermana Ida y mi padre con mi hermano Hugo. Sentadas, de izquierda a derecha: mis hermanas Irma y Esperanza
Fuente: Foto (1937) propiedad de la autora de la narración

Si he de abundar en mi narración diré que fue generoso con la gente extraña, sin importarle la condición de las personas, aunque éstas fuesen, repito, desconocidas. Y con sus hijos, ¿cómo fue?. Con nosotros lo fue muchísimo; no sabría decir si más, pero sí que fue muchísimo. En la hora del almuerzo repartía su troncha de carne,… Pinchando con el tenedor y cortando con el cuchillo separaba trozos, y nos los colocaba en la boca, lo que ocurría diariamente, por lo que mi mamá, conocedora de los sentimientos y costumbres de su marido, le servía copiosa y abundantemente.

Me acuerdo que un siete de septiembre -de un año que ahora no sabría especificar-, siendo cumpleaños de mi hermana mayor, sin que mis padres todavía se hubieran levantado, cuando entró al dormitorio mi hermana mayor, Dora. Al verla mi padre le dijo: Dorita” no te he comprado regalo por tu cumpleaños. … Pasaron unos segundos y se incorporó, se llevó las manos al cuello y de allí desprendió su medallón con cadena de oro. Se acercó a ella y le puso la alhaja en el cuello.

Mi hermana siempre lo usó, lo llevó siempre con el cariño del primer momento. Posteriormente, mandó ella engastarlo en un marco de puntas de oro con incrustaciones de brillantes, con lo que obtuvo una valiosísima joya. Por sus seis puntas resultó ser el símbolo de Israel, la Estrella de David.

Yo recuerdo que mi padre siempre se acordaba de esta fecha, y decía:

-Un siete de septiembre yo volví a nacer.

En efecto: mi padre se había ido de paseo con unos amigos, estando por entonces todavía soltero. Se fue a navegar con ellos en bote, al Río Perené. Eran como cuatro o cinco, y el bote se les volteó, cayendo todos al agua. El Río Perené es profundo, muy profundo, y caudaloso. Es uno de los afluentes del Amazonas, y mi padre no sabía nadar. Estaba bien debajo de las aguas, y desde allí vio superficie de la misma. De repente, tocó unos pies que pasaban por arriba de su cabeza, y se chapó uno del que se asió fuertemente. Era uno de sus jóvenes amigos. Los otros, habían subido de nuevo al bote, y al joven que jalaba a mi padre lo ayudaron también a subir. En estos quehaceres estaban cuando uno de ellos le preguntó:

– ¿Y Jaime?

Su respuesta fue el silencio, un silencio entendible porque le contestó sin hablar. Con toda la agitación del mundo atinó sólo a estirar su mano señalando con el dedo hacia abajo, allí donde mi padre se hallaba sumergido. Metieron las manos, lo agarraron y lo sacaron desfallecido, más muerto que vivo; en realidad casi muerto.

Siempre se acordaba en esta fecha -siete de septiembre-, y no dejaba de reiterarnos los sucesos tan sobrecogedoramente vividos. Decía:

– Volví a nacer,… Yo vi la muerte, pero no me dejé atrapar porque quería vivir. No interrumpí el pataleo de mi amigo, por el contrario: le ayudaba a patalear porque sabía que su esfuerzo nos salvaría a ambos.

También era confiado, demasiado diría yo. Creía en la honradez de todas las personas. Nunca, cuando nos chapaba una mentira no nos acusó jamás de mentirosos, sino que nos exhortaba para que nos rectificásemos nosotros mismos.

Violeta
Con mi hijita Violeta del Carmen y con mi sobrino César en brazos
Fuente: Foto (1974) propiedad de la autora de la narración.

Una vez, un sobrino suyo fue a la casa, y le pidió prestado cierta cantidad de dinero. Mi padre, al ver que mi primo no sabía la cantidad exacta, en exceso de confianza que en los actuales tiempos ya ni se estila, mi padre le extendió un cheque en blanco.

Nunca fuimos gente de dinero, de recursos, menos de caudales, pero nunca nos faltó nada. Él tenía una frase que nos reiteraba siempre, y nos la pronunciaba cargándonos y besándonos:

– ¡Nosotros somos millonarios!

Como yo no me lo creía, también decía de mí que era millonaria. Yo me imaginaba que tenía mucho dinero, pero, pasando el tiempo, con los años me di cuenta que él se refería a algo más valioso que lo meramente metálico, como es la unión de la familia. Esta ha sido una de sus grandes enseñanzas.

Por ello mismo, siempre estuvimos seguros y protegidos con mis padres. Sabíamos que nunca nos faltaría qué llevarnos a la boca. Nos sentíamos sanos, admirados y apreciados por la gente que tuvo relación con nosotros, Vivíamos en pueblo chico y nos conocíamos todos, pero igual habría sido de haber vivido en una gran ciudad. Nosotros, en una palabra, éramos sus hijos, para él los más bellos y hermosos del mundo.

Creo y pienso que nombraré a mi padre a lo largo de este mensaje, todo lo que para mí significó, al igual que mi madre, de quien escribiré en otra oportunidad.

Violeta Jaime
Lima – Perú

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