CABEZONCITO

Para Santiago Nestor Bailly Narváez

mi amigo de siempre

Hurgando y removiendo los recuerdos en el arcón de nuestra memoria chalaca apareció de pronto la figura de un personaje del que jamás supimos su nombre ni apellidos, salvo su apelativo, entendido éste como sobrenombre: Cabezoncito.

Sería el año de 1955 cuando saliendo yo a encontrarme con los compañeritos del Barrio de Paita-Libertad, en la misma esquina de El Chino de las Tres Puertas que daba a la Calle Paita, vi allí, casi inmóvil, parado con uno de los pies apoyándose contra la pared, a un soldado, muchacho de tez un tanto quemada por el Sol y por la intemperie, al que se le adivinaba apenas egresado de la adolescencia, observando a todo sitio, pero con la tranquilidad y despreocupación que dan la juventud y la conciencia libre de toda pesadumbre. Su estatura sobrepasaba a la del promedio de varones de aquella feliz época puesto que se trataba de un hombre que superaba con ventaja el metro con 80 centímetros de estatura. Era éste de contextura delgada y esbelta, como son o solían ser los muchachos de entonces, sustentados con alimentos naturales, descontaminados, faltos y carentes de química y conservantes, personalidad no desprovista de gallardía varonil, cuya cumbre, testa redonda, veíase adornada de circularidad esférica coronada de pelo prieto, ensortijado, pasudo, que denunciaba lejana ascendencia transatlántica.

De acuerdo a la actitud de los chalacos de entonces, libre de prejuicios, convencionalismos y ofuscaciones, me le acerqué y entablamos conversación. Al poco rato ya me había contado de su origen, de su niñez, de su juventud y alistamiento en el servicio militar obligatorio. No, no recuerdo ya si fue al ejército como voluntario o si lo levaron en uno de esos reclutamientos forzosos que se daban en nuestro Perú, para lo cual no había más que salir a la calle cuando para mala suerte se topaba con un camión del glorioso Ejército Peruano, a cuya carga, sin darse cuenta de lo sucedido, izábanlo a uno a grado o a la fuerza, por lo general a la fuerza, y no paraba hasta el arribo al cuartel designado por los altos intereses de la patria, de lo cual doy fe por experiencia directa. Ocasión hubo cuando quien estas líneas escribe y tenía 18 años, yéndome al trabajo y franqueando la Comisaría de La Legua, paso obligado para tomar el ómnibus de la Compañía en que laboraba, me interceptaron y metieron en la celda de la comisaría, atiborrada ya de voluntarios para el servicio militar. Merced a que demostré que ya estaba inscrito y exonerado por la circunstancia de no haber sido favorecido en el sorteo, fue que me dejaron ir.

Aquellos de la aparición de Cabezoncito eran los tiempos en que de las ventanas del Barrio de Paita-Libertad y de todo El Callao salían las canciones de Los Embajadores Criollos, de Leo Marini -el Señor del Bolero y la Voz que Acaricia-, de Los Panchos, de La Limeñita y Ascoy, de Las Limeñitas, de Irma y Oswaldo y de otros cultores de la música nacional y de Nuestra América:

He pasado por la casa en que vivimos

Que vivimos en un tiempo tan feliz …

Eres como un tronco seco

Que aunque lo rieguen no brota

Por eso Negra te ruego

Que en mí ya no pienses más

https://www.youtube.com/watch?v=b94P1WVIQB8

Por entonces el olor oriundo, intrínseco, inherente y consustancial al Callao era el del guano de las islas, que se esparcía en el ambiente para encanto y arrobo de porteños, pescadores y vaporinos, y traspasaba de lejos la Iglesia Matriz, efluvios nada desagradables por cierto, llegando a varias cuadras a la redonda, abarcando gran parte del Callao que conocimos. Al frente de la Iglesia Matriz y del Malecón arrancaba la vía de hierro del Ferrocarril Central que, pasando por Desamparados proseguía hasta Chosica, San Bartolomé, Matucana, San Mateo, Casapalca, Tíclio, llegando hasta Huancayo en viaje de ocho horas. Continuemos.

 callao querido

El Chino de las Tres Puertas visto desde la Calle Bolivia -con el gallinero de don Humberto Magioncalda en el segundo piso-, en cuya esquina de nuestra derecha vi por vez primera a Cabezoncito, esquina que da a la Calle Paita. La de nuestra izquierda es la Calle Libertad. Para cuando la foto fue hecha, según observamos, la Pajarera donde vivía la Cieguita se había venido abajo por los sucesivos remezones telúricos.

Foto: CALLAO-QUERIDO

Cabezoncito se hizo conocido y querido en el Barrio. Todos lo aceptaron como si hubiera nacido en algunas de las casas del perímetro de la Plazuela de Paita-Libertad, o por sus alrededores: Putumayo, Necochea, Castilla, San Martín, Bolívar, Constitución, Paraguay, México, Sucre, etc.; como si de niño hubiera jugado pelota sobre su adoquinado, roto vidrios de las ventanas vecinas, hecho travesuras, diabluras y mataperradas, y recibido también los insultos de la señora doña Cara e Cau-cau o de doña Lucinda o de la Cieguita.

Ya que menciono a tan conspícuas personalidades femeninas expondré que doña Cara e Cau-cau fue una dama que vivía casi llegando a la Calle Montezuma. Tenía el don, sin duda divino, consistente en atraer pelotas cuando pasaba por la Plazuela de Paita-Libertad, donde los muchachos jugaban. Inevitablemente ya fuese en trayectoria directa o parabólica, la redonda salía disparada a la nuca de tan venerable dueña, deshaciéndole el esmerado moño, que más parecía falso que natural, igual que la peluca. Desquitábase la ofendida humillando al culpable, recordándole presuntas procedencias prostibularias de la autora de sus días. Le decían la Cara e Cau-cau debido a que su rostro era tan rugoso, granuloso, agrietado, cuartelado, resquebrajado y desigual que resultaba fiel reproducción y copia del estómago de mamíferos rumiantes, similares a los que la madre de Darío preparaba en el brasero sus pancitas y choncholíes, de lo que alguna vez trataremos.

En cuanto a doña Lucinda, zamba de pura cepa, fue dama cuyo domicilio se hallaba en la Calle Bolivia, frente por frente del de mi amigo Néstor Bailly Narváez. De niños, Néstor y yo nos sentábamos en una de las dos escalinatas de ingreso a su casa, especie de cofa desde donde avistábamos las parejas que requerían lugar apropiado, retirado y autónomo de las miradas indiscretas para la ejecución del antediluviano y remotísimo acto amoroso, con lo que queda dicho que doña Lucinda alquilaba por horas, ¿o a destajo?, ¿o a tanto por cuanto?, ¿o a cuánto por tanto? o a cualquier otra modalidad de pago según conviniera, los dos o tres cuartos de su vivienda, donde su industria comercial y de sobrevivencia había instalado otros tantos catres chirriantes y crujientes, con somier de alambre y colchón de paja que si hubiesen hablado hubieran podido sin duda contar interesantísimas historias que consignaríamos en nuestras crónicas.

Solía ella salir a la calle calzando babuchas de fielto amarronado ya chancleteadas por su uso de decenios. Se desplazaba lentamente, como pidiéndole permiso a las piernas que, según ella, en sus tiempos mozos hizo la locura de no pocos varones a quienes hacíales peligrar la vida trenzándolos en asfixiantes llaves promovidas por arrebatos eróticos. Caminaba, pues, despacio y para mirar, fuese a la banda de estribor o a la de babor, debía plegar velas, sobrepararse y echar amarras a las bitas girando completamente el casco de la nave corporal: por entonces la flexibilidad de sus cuadernas y quilla era narración digna de figurar en crónicas veterotestamentarias:

– Aquí donde me ven ustedes –nos decía a Néstor y a mí-, en mi juventud he usado calzones, sostenes y vestidos que ninguna blanca chalaca de mis tiempos poseía y se hubiera muerto de deseos por ponérselos

… a lo que Néstor y yo asentíamos con la cabeza para dejar fehaciente ratificación que creíamos lo que nos afirmaba, hecho lo cual la dama enderezaba el cuerpo y reanudaba su derrotero a sotavento, que era a la tienda del japonés Koki o a la verdulería-frutería del señor don Mango, que quedaban a escasas diez brazas de distancia.

el puerto de callao

Vista del Malecón y Muelle Dársena del Callao tomada por el autor de esta narración el lunes 02 de mayo de 1966 desde la terraza de la antigua Capitanía, fecha del Primer Centenario del Combate del Dos de Mayo (1866).Paralela al Malecón iba la línea férrea que recorría el tren transportador de guano de las islas llevándolo a los depósitos de Chucuito.

Foto: Archivo personal

Aprovecharé igualmente la ocasión para hablar dos palabras de la Cieguita. Era ésta persona septuagenaria larga, pero de mucha vitalidad, lo que indicaba a gritos que era del Callao y que desde su nacimiento la habían alimentado de pescado preparado en cebiche, aguadito o escabeche. Le decían la Cieguita porque lo era. Vestía con faldón casi hasta los tobillos y con zapatos negros, de tacones, sujetos con pasadores, con lengua que sobresalía un par de centímetros sobre el empeine, como era moda de la época entre las respetables señoras de su edad. Al igual que doña Cara e Cau-cau, la Cieguita coronaba la coronilla de esmerado moño. A modo de faros jamás encendidos, llevaba anteojos redondos, de vidrios negros encuadrados en marco de metal. Vivía en la misma Calle Libertad, casi llegando a la de Putumayo, donde se alzaba un inmueble de tres pisos habitado más que enjambre de avispas, colmena que, como se entiende, era hervidero de gentes de todas las estaciones vitales, con mayoría absoluta de criaturas. Este bien raíz debió de ser modelo y prototipo de las futuras pajareras creadas por la civilización.

Yo la recuerdo cuando salía con su bastón, con el que iba tanteando las irregularidades y oquedades de las veredas de la Calle Libertad. Sucedió que a mediados de los años cincuenta, la Municipalidad o la Junta de Obras Públicas del Callao, o ambas a la vez, emprendieron el cambio y saneamiento de las tuberías de desagüe, para lo que empezaron retirando el empedrado y practicando zanjas de más de metro y medio de profundidad por uno de anchura, que quedaron por mucho tiempo abiertas, en previsión, seguramente, a la posibilidad de que en hipotético conflicto armado internacional fueran usadas a modo de trincheras. La apertura de tales surcos fue motivo de sorpresa para los roedores y mucas peludas del tamaño de gatos -que pululaban en el Barrio-, empezando los roedores a habituarse en el turismo de exteriores. Viéndose inesperadamente a cielo abierto aprovechaban para salir a tomar el Sol y respirar las brisas guaneras. Hago mención de esta importante circunstancia porque la Cieguita dejó de confiarse en su báculo, y sacó de no sé dónde un muchacho coetáneo nuestro que la llevaba de la mano a hacer las compras.

El joven timonel la conducía, pues, del brazo, cabreando y esquivando huecos y tratando que la buena señora no descendiera de golpe hasta las profundidades de ninguno de los zanjones. A pesar de la dedicación del imberbe, la vieja lo requintaba, lo insultaba, le jalaba las chiflas, le tiraba cocachos y pellizcaba por quítame esta paja colmando con ello la paciencia del muchacho, tanto que, seguramente, sobrepujó su capacidad de aguante. Cuando ocurrió el punto de inflexión, el mozo la hizo pasar sobre la superficie que había tenido adoquines, pero que ya no los tenía porque los habían retirado, precipitándose la bruja en el vacío y yendo a parar de moño contra el fondo de la concavidad. Varios obreros tuvieron que desclavarla y sacarla tirándola de las calancas chalonudas. Cuando lo lograron, la beata no pudo consumar venganza alguna porque su guía en el Señor se había hecho humo. Dejo constancia que no lo he vuelto a ver hasta el día de hoy. Dicho esto, nos vamos otra vez donde Cabezoncito.

Que Cabezoncito sostuviera relaciones de trabajo con la policía sí que las tenía ya que la Benemérita debió haber empleado constancia y destreza para enterarse de sus andanzas. Hubo, sin embargo, ocasión en que se dedicó a la política, como paso a referir.

Durante la campaña para las elecciones presidenciales de 1962, la misma que culminó en golpe de estado militar, Cabezoncito fue contratado por el Partido Acción Popular para que jugara papel de principal relevancia, que no era otro sino mezclarse con el pueblo y esperar a que apareciese el arquitecto don Fernando Belaunde Terry. Sólo dejándose ver tan simpático y joven candidato a la primera magistratura del Perú en las concentraciones populares donde se oía su verbo encendido y sus fervorosas arengas enfatizadas con el brazo y mano de ¡Adelante!, era la señal para que electrizado por encanto y seducción el gentío lo rodeara, toque clave e instante idóneo en que a modo de gesto espontáneo de la masa emergía Cabezoncito y lo cargaba poniéndoselo sobre hombros. Era el recorrido triunfal del adalid. El referido golpe de estado aguó la fiesta frustrando en los años sesenta las expectativas de Cabezoncito y de muchos otros, pero, en el caso de nuestro biografiado se convirtió en leyenda de su paso por la historia de la alta política nacional. Por decenios mantuvo encandilados a sus oyentes ilustrándolos cómo -palabras textuales- llegó a ser el aguantapedos del arquitecto Belaunde Terry.

Sin duda habrá quienes piensen que personajes como Cabezoncito fueron incorregibles pillos, redomados ladrones en toda eventualidad y coyuntura, sin Dios ni Patria ni bandera, lo que no es verdad. Para demostrarlo referiré lo que sigue:

Saliendo alguna vez mi madre de la Plaza Grande, como también se le dice al Mercado Central del Callao, cargando la canasta de compras se encontró con Cabezoncito, episodio que también ocurrió con Vaga, con el Cojo, con el Tuerto y con algunos otros prohombres del Callao de entonces. El Cabezoncito se ofreció para llevarle el canastón hasta la casa, a lo que mi mamá aceptó gustosa quedándose en las inmediaciones del mercado para atender otros asuntos y gestiones. El Cabezoncito cumplió su promesa a plenitud y cabalidad. Ocurrió que poco después mi mamá lo vió y le reiteró su agradecimiento, a lo que el encomiado le preguntó si no había tenido miedo que desapareciese con la canasta:

– ¡Cómo se te ocurre, hijito -le respondió mi mamá-, que voy a desconfiar de ti, si sé que eres un excelente muchacho! … Muchas gracias, otra vez, Cabezoncito, y que Dios te lo pague.

Más de cincuenta años han transcurrido y muchas cosas han cambiado en El Callao, algunas lamentablemente desaparecieron para siempre, pero perduran incólumes, intactas y nítidas en la evocación las figuras y el recuerdo de Cabezoncito, Vaga, el Cojo, el Tuerto, doña Cara e Cau-cau, doña Lucinda la zamba, la Cieguita, las hermanitas Chalona, el maestro Angulo, Jocobo el Leñador, el carpintero Taboada, don Humberto y su gallinero, y otros personajes de nuestro reputadísimo Barrio de Paita-Libertad.

Aquí acabo con Cabezoncito dejando caer la tapa del arcón, de nuestra auténtica veta y filón de tesoros, del achivo de nuestras gratas remembranzas, y será hasta la próxima.

Ricardo E. Mateo Durand

Tartu (Estonia) – Comunidad Europea

El Callao – Perú