Don Alejandro

De las panaderías de mi barrio de Libertad o de su cercanía, muy especialmente me acuerdo de la de don Alejandro, que estuvo, precisamente, en la esquina con Necochea. Había otra entre Bolívar y Montezuma, perteneciente a un chino matusalénico llegado al Perú a finales del siglo XlX; y una tercera, en la Calle Miller: Leticia, a la que ya me referí en otra narración. Entre Paita y Bolivia La Taormina lucía su letrero que la acreditaba de tal – La Taormina-. No fue una panadería sino más bien una tienda donde la dueña hacía y vendía cocaditas, camotillo, frejol colado, mazamorra morada, arroz con leche, leche vinagre, champús y exquisiteces similares, así como otros tantos establecimientos. En éste también había asientos por si el cliente deseaba consumir en el mismo lugar. Se ingresaba por Bolivia a ambiente donde había dispuestas tres o cuatro mesitas redondas, con tablero de mármol y armazón de metal, a la que se acomodaban parejas. Al frente de la puerta, sala con mesitas de por medio, estaba el mostrador-vitrina. Hacia la pared colindante con la Calle Paita topábase con aparato refrigerador de dos metros de largo por uno de anchura y uno de altura, macizo, de color amarillo, donde en grandes letras azules aparecía la misma palabra del letrero: TAORMINA, del que salían chupetes, helados, pibes en cucurucho de papel-cartón blanco, vasitos de crema, adoquines de leche, bombones, sánguches, esquimos, sorbetes, granizados y otras muchas delicias para fruición de chicos y grandes de los alrededores.

La propietaria fue una señorita cuyo nombre nunca supe – la llamábamos la Señorita, sin asomo peyorativo –, muy simpática la dama, de tupida cabellera negra, larga y medio ondulada, que superaba los hombros y le llegaba hasta las espaldas, más todavía, hasta la cintura; quebradita ella, de cuerpo que debió haber sido admiradísimo por los chalacos de dos generaciones anteriores a la nuestra, y que andando el tiempo, ya en la edad más que madura, para acompañar sus solitarios días se casó con un caballero a quien el barrio bautizó como Legañita. Legañita o Legañoso iba a cumplir los mandados y encargos de su consorte, como el de comprar ron de quemar en el estanco de la Calle Salaverry – allí donde ahora está el local del gremio de trabajadores portuarios –, que quedaba y queda contiguo al actual negocio de nuestro amigo Víctor Zapata, casi para llegar a la Calle Lima. Luego de hecha la cola y adquirido el líquido inflamable (que a algunos servía para incendiarles las entrañas), en las mañanitas o tardecitas tibias del Callao, echábase Legañita en uno de los bancos rojizos jaspeados de la Plazuela Gálvez – o Dos de Mayo, que con ambos nombres se conoce al mismo lugar –, y allí como alma de Dios, bostezaba, se estiraba un poco para luego acurrucarse, trancaba párpados y tan encogido como le era posible dormía su parcito de horas vestido con su habitual ternito color roedor casero. Su banco preferido era el que estaba al frente del Salón del Reino de los Testigos de Jehová.

Restaurado de los agotamientos por tan larga caminata y de la gravísima responsabilidad de la compra de medio litro de ron de quemar, descansado por el cansancio de descansar, regresaba a La Taormina de su señora esposa. Desapareciendo sucesivamente Legañita y la Señorita, La Taormina pasó a otras manos, éstas de tendencias chinganescas, quedando convertida en semibar o semicantina o semichingana, con una rocola que dejaba escuchar discos de canciones lacrimosas e implorantes, de amores desgraciados –de pasiones, delirios y deliquios que pudieron ser y nunca fueron–, aparato de lo más escandaloso y bullanguero que ha habido por esos términos:

Adiós, ya me quedo sin ti

Y al fin, para qué más vivir

Sin ti no podré más luchar

Sin ti, ¿para qué resistir? …

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Devuélveme el rosario de mi madre

y quédate con todo lo demás …

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Tú tan alto y yo tan bajo

Tú tan rica y yo tan pobre

Rico sólo en sentimientos

Todo un mundo nos separa

Por dos distintos senderos …

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Tú me desprecias por ser vagabundo

y mi destino es vivir así …

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Yo la quería, patita

era la gila más buenamoza del callejón …

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Yo sin ti

Nada soy, nada soy, nada soy …

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Todas, pues, canciones melosas, pegajosas, autoflagelantes, dulzonas y ayayeras. Regresemos a don Alejandro …

Persona ocasional
                          Persona ocasional

Fuente: Foto tomada de internet

… Que era un señor en toda la extensión de la palabra. No podría precisar desde cuándo administraba su negocio que, como dije al principio, quedaba en la esquina de Libertad y Necochea, con puertas grandes de metal a ambas calles, que se abrían enrollándolas hacia arriba. Esta esquina de Necochea poseía otros tres afamadísimos establecimientos comerciales, dos de ellos simbiosis de tienda de abastos y pulpería: de un chino, que quedaba al frente de la puerta de Necochea; y de un japonés, en el vértice diagonal, siendo este sitio punto cotidiano de reunión de personajes muy vestidos de blanco, muy de pantalones de raya impecable, muy con camisas de colores caribeños y tropicales; muy adornados ellos de relojes, de esclavas, de pulseras y de cadenas de oro que debieron de haberles caído como maná del cielo, o producto de arduos esfuerzos si laborioso trabajo fuera aplanar esquinas. Había también carbonería frente por frente de la puerta de Libertad, carbonería que tenía entrada por la misma calle Necochea y le hacía competencia a la del señor Garcés, de quien alguna vez he ya hablé en El Carbonero.

Panificadores en plena tarea
                                                                 Panificadores en plena tarea

Fuente: Foto ocasional tomada de internet

La Panadería de don Alejandro –así se le conocía–, era establecimiento pulcro, de amplia sala de entrada, a la que se ingresaba, como dejé explicado, tanto por Libertad como por Necochea. El suelo era de losetas blancas y negras, como el de logia masónica, donde fungía de Venerable Maestro el mismísimo don Alejandro, con su mandil níveo impecable de Aprendiz, siempre atento, siempre servicial, solícito y cortés, detrás del mostrador con superficie alabastrina, que tenía la figura de una L, con exactitud de ángulo recto, parte del cual lo componían vitrinas donde exhibíanse lo mismo que en otros negocios: exquisitos bizcochuelos, camotillos, cocaditas, budines, y leche vinagre bañada en miel de hojas de higo -como en La Taormina-, cuya fórmula sólo él, don Alejandro, dominaba. Los panes de agua –que por entonces empezaban ya a denominárseles elegantemente pan francés–, de yema, de manteca, toletes, petipanes, chancays, etc., exponíanse a espaldas del vendedor y de frente a los clientes, en unos casilleros de madera de algo más de un metro de largo por otro tanto de abertura, compartimentos divididos por tabiques también de madera, de una pulgada de espesor. Hacia la derecha de los parroquianos y usuarios de cada día se hallaba la puerta de ingreso a la trastienda, donde se leudaba la masa, la que en forma de pelotitas depositadas sobre tablas de madera amarronadas por intimidad con altas temperaturas, cocíase en hornos que echaban llamaradas susceptibles de parangonarse con las lenguas de fuego del reino mefistofélico. Era cosa de pasar entre las 05.00 y las 06.00 de la mañana, o a mediodía, o entre 5.00 y 6.00 de la tarde para percibir la suavidad de los olores, la ternura de las fragancias, las gratísimas caricias emanadas de las esencias de las masas y de los efluvios provenientes de aquellas divinas tahonas de don Alejandro, que levantaban el espíritu al más depresivo y abrían el apetito al anoréxico crónico.

Horno en ignición
                   Horno en ignición

Fuente: Foto ocasional tomada de internet

Don Alejandro no superaba el metro con 65 centímetros de estatura ni los 50 años de edad. Era hombre de tez blanco-rosada y complexión regular. Frente despejada de filósofo le embellecía cara y coronaba cabeza, en cuya cúspide los cabellos no exuberaban pero tampoco eran demasiado ralos. Sus ojos destellaban sosegada energía detrás de anteojos también blancos, de metal, sin molduras. Era hombre de hablar pausado y comedido, de facciones de pensador antiguo, erudito en cosas chalacas, quien jamás viera yo que acaparara la conversación sino que daba espacio para que sus consumidores y relacionados expresasen sus ideas.

Cuando casualmente se encontraban en la calle discurrían diálogos como:

¡Qué alegría de verlo, señor don Alejandro!

Igual para mí, señora doña Augustita. Cuénteme cómo se encuentra … Con frecuencia veo a su hijo, quien compra pan tempranito –decía mirándome–, pero a usted se le ve poco.

Efectivamente – le respondía mi madre. … Usted sabe, señor don Alejandro, cuán ocupada está una con las tareas y responsabilidades diarias, caseras, hogareñas … Todo esfuerzo y sacrificio son buenos con tal que sea en pro de nuestros hijos, de las futuras generaciones de nuestro Callao

Sí, señora doña Augusta, tiene usted mucha razón: llegará el día en que dejemos la posta a quienes ahora son niños y jóvenes, y nuestro Callao logrará nuevos adelantos, más auge, más florecimiento y prosperidad, que es lo que todos deseamos.

Dicho esto o pensamientos similares, se despedían deseándose mucha salud y bienestar.

Los días, pues, discurrían sin grandes altibajos, y los sucesos acaecidos fuera de rutina se convertían en tema de varias jornadas, hasta que una nueva ocurrencia desplazaba a la anterior.

En cierta ocasión mi mamá y don Alejandro se encontraron en la Calle Lima:

– ¿Cómo está usted, don Alejandro? … ¿Qué novedades? … Le pregunto porque veo cierto movimiento inusual en su panadería

Así es señora doña Augustita,… No sé si se habrá enterado que ya dejo este negocio,… Lo he traspasado y yo me voy a Buenos Aires

– ¿A Buenos Aires? … ¡Qué lejos se nos va usted, señor don Alejandro! … ¡Es una pena escuchar de su mudanza …!

Así es señora, pero uno pues no es ya tan joven y queremos descansar, aunque quizás en Buenos Aires abra otro negocito más pequeño y tranquilo.

Intercambiaron noticias varias en breve coloquio y se despidieron.

Quinta cuadra de la Calle Libertad del Callao.
 Quinta cuadra de la Calle Libertad del Callao.

La esquina inmediata anterior, que no vemos porque está a nuestras espaldas, es la de Libertad y Necochea

Fuente: Foto tomada de internet

Aquellos eran los tiempos que quien podía se las arrancaba para la Argentina. Estados Unidos aún no despertaba gran interés, y Europa, se reconstruía después de la cruenta y destructiva conflagración de la primera mitad del decenio de los cuarenta.

Pasaron años, no sé cuántos, y no volví a ver a don Alejandro. Lo hacía yo por Corrientes 348, segundo piso ascensor; o por el Barrio de la Boca convertido en todo un Chieee, o ganando su guita como propietario de algún kiosko o tendejoncito cerca del Cementerio de La Chacarita, allí donde está enterrado el Zorzal Crioyyyo Carlitos Gardel.

Como otras veces he referido, solía acompañar a mi mamá cuando iba al mercado. Me gustaba mucho acompañarla en sus compras y escuchar lo que departía con sus caserachos, con sus proveedores consuetudinarios, habituales. Me gustaba ver los puestos de abastos, con sus morros y costalillos de frejoles, garbanzos, pallares, menestras, papaseca y demás artículos de todo tipo para consumo familiar; el maíz y el trigo, afrecho, vitaovo y conchuelas para fortalecer gallinas y a sus respectivos gallos, que mi mamá les daba mezclados con lechuga. Me gustaba caminar por los pasadizos y corredores de esa manzana enmarcada por las calles Lima, Saloom, Cockrane y Colón. Me gustaba el bullicio de comparadores y vendedores; la disposición por especialidades que había en el mercado: lencerías, sastrerías, locerías, relojerías, florerías, joyerías; zapaterías, entre éstas las que realizaban calzado de la celebérrima y reputadísima marca Collazo; de la carnicerías, pescaderías, gallinerías, etc. Hablando de esta últimas diré que trataba de mirar para otro lado cuando ejecutaban en masa a gallos y gallinas, los mismos que, sin que estuvieran completamente difuntos eran sumergidos en un ollón de agua hirviendo y desplumados en tiempo record. Acto seguido, de manera casi mecánica, por el orificio anal les introducían manguerita sujeta a inflador de bicicleta y los engordaban con mero aire y/o líquido elemento para que más pesaran, antes de colgarlos del cogote en los ganchos para exhibirlos frente a los consumidores. Casos hubo -doy testimonio firme de ello- en que a falta de inflador mecánico el problema se resolvía por los fuelles pulmonares del gallicida, pues el verdugo ponía sus propios labios en la cloaca del plumífero.

En cierta oportunidad, salidos que hubimos de la Plaza, nos dimos cara a cara con don Alejandro. Era el mismo, sólo que con quince o veinte años más sobre sus hombros. Siempre atento, siempre educadito, siempre intelectual y reflexivo, siempre circunspecto, siempre modesto y reservado. Nada altanero, pedante, hinchado, hiperególatra ni vanidosillo. Puse especial cuidado por escucharlo, por si hubiera cambiado de acento, de dejo en el habla, de entonación, y fricativando consonantes las arrastrara alargando ahora las eellliyyes, eyyyes y los yyyos, como los porteñitos bonaerenses. Después de haber sido panificador y panadero en El Callao, ¿qué de raro hubiera que nos regresara panudo de Buenos Aires? Pero no: estaba igualito, dentro de lo habitual: conducíase con perfecta normalidad.

Don Alejandro y mi mamá dedicaron unos minutos en intercambiar noticias, y luego se despidieron. Al despedimos, aproveché para preguntarle:

Oye, mami, ¿No se había ido don Alejandro a la Argentina? … Hacía años que no lo veía … Quizás haya venido de visita al Callao, ¿no? … Seguramente vendrá hecho un maestro de tangos de salón y de milongas arrabaleras …

– ¿A la Argentina? … ¿Por qué a la Argentina?

Claro,… Me acuerdo que hace años él mismo te comunicó que traspasaba su panadería para irse a Buenos Aires, y yo me imaginé que se convertiría en rioplatense.

¡No!: él no se refirió a la capital de Argentina sino a la Avenida Buenos Aires, aquí nomás, entre la Calle Colón y Apurímac, cerca de la Mar Brava … Ay, Pupo, ¡Qué pazguato y caído del níspero eres! … ¡Qué mollera la tuya! … ¿Dónde tienes la cabeza? … ¿¡Qué tienes por sesos!? … ¡Siempre tú en la Luna de Paita!

Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

Ricardo E. Mateo Durand

Tartu – Estonia (UE)

El Callao – Perú.

 

 

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