¿Habrá escuchado alguien que penan en El Callao? Apariciones que nos hacen presumir que las benditas almas del purgatorio por unos minutos dejaran ese recinto de sufrimientos temporales hacia donde sus pecados las llevaron, antesala del paraíso, para visitar a sus conocidos vivientes, aquéllos que soportan resignados a alcaldes y políticos en nuestra tierra de quejumbres. Para quien no lo haya oído escribo la presente crónica.
El acontecimiento, ¡¿cuándo no?! nuevamente se refiere al Barrio de Paita-Libertad. Posiblemente, también allí en su día pasara inadvertido, salvo en el inmueble que tantas veces he mencionado, que no es otro que el de mi casa natal, pertenencia de mi abuela paterna y de mi familia desde el 25 de julio de 1922. Como otras veces, reitero, he registrado, ubícase justo al frente del portón de El Chino de las Tres Puertas, entrada lateral que da a la misma Calle Libertad. Para noticia del lector, esta edificación consta de dos pisos, altos y bajos, independientes ambos desde que yo recuerdo. Su primigenia y antigua numeración fue 116, pero en la época de mi nacimiento el segundo piso llevaba ya la de 672, y, la del primero, o sea la de la planta baja, la de 674. Ley natural que en la vida todo evolucione, por lo que hace años, sus actuales inquilinos cegaron la puerta correspondiente a los altos, la 672, y dejaron sólo en funciones la de los bajos, la 674, por la que se manejan. Por lo que sé -presten atención porque la acotación resulta de capital importancia-, doy fe que en la Escritura Pública de compra-venta, que lleva la fecha especificada más arriba (25.07.1922), la adquisición del inmueble no incluía fantasmas, espectros ni apariciones, como escuché que sí ocurría con la casa de un amigo mío de la Calle Paita. Hechas estas breves aclaraciones entremos ahora en materia.
Mis memorias se remontan, repito, a aquellos tiempos en que mi familia ocupaba la planta alta, la 672. En la baja, la 674, vivía una señora de nombre Ana, a quien le decíamos señora doña Anita, excelente dama, de trato suave y reposado, y también muy cálido, que por el 1953, ya septuagenaria y próxima para afiliarse al siguiente decenio, al octogenario, falleció de cáncer. Testifico bajo juramento si a ello se me obligara, que siempre vi risueña a la señora doña Anita.
La señora doña Anita era mujer de baja estatura, de contextura más que gruesa, redondeada, lo que se llama gordita; tez muy blanca y ojos azules. Hablaba sin alzar la voz. Usaba peinado a la antigua, con trenzas recogidas en moño, así como peinábanse y se retrataban las damas en el siglo XlX y principios del XX. La recuerdo con mucho cariño porque cuando me hablaba, siendo yo muy pequeño, siempre me decía mi cabecita de oro … ¿Cómo está mi cabecita de oro?, me saludaba cada mañana cuando yo desde la reja la veía lavando los platos en el lavadero del corredor del primer piso.
-¿Está lavando patos, señora Anita? -Por entonces yo no sabía pronunciar platos-.
– Sí, mi Cabecita de Oro: estoy lavando platos -me respondía cariñosa y sonriente-.
Que yo sepa, ni la señora doña Anita ni su hijo Reynaldo se quejaron jamás de la existencia de ánimas en pena.
Reynaldo, el hijo de esta señora, muerta que hubo su madre, utilizó la casa de depósito o almacén de cachivaches, hasta que unos cuatro o cinco años después la desocupó y la devolvió a mi abuela. … ¿Sería aquel período de abandono cuando los fantasmas decidieron mudarse a la casa de la Calle Libertad? … Así como años después se hizo popular la invasión de terrenos, costumbre tan peruana que sigue en vigencia cada vez más activa, posiblemente, digo, en ese lapso fue que, adelantándose a épocas posteriores, los vivarachos del Purgatorio abandonaron las cámaras de suplicio de ultratumba que tan buen negocio dio a la Iglesia por luengos siglos, y se domiciliaron en el inmueble de mi abuela Lucha. Pasado un tiempo, por el 1957 o 1958 fue a residir la familia A. L., conocida en el Barrio como Los Rompeolas, sin duda por la complexión sólida y compacta, de peso super completo, superior a los cuatro quintales que lucía cada uno sus miembros. Aquellos no eran tiempos de colesterol ni dietas: continuaba en vigor el refrán italiano que, traducido al castellano aconseja lo que sigue:
Come fuerte
Caga fuerte
Y ríete de la muerte
El señor don Isaac y la señora doña Geraldina formaban un matrimonio armónico, muy bien avenido, y muy unido con su inmensa parentela compuesta por hermanos, primos hermanos, primos de varios grados, tíos y sobrinos carnales y tíos y sobrinos políticos; padrinos y ahijados de matrimonio; padrinos y ahijados de bautismo; padrinos y ahijados de confirmación y, padrinos y ahijados de corte de pelo; padrinos y ahijados de dentición; nietos, bisnietos, tataranietos y choznos; ascendientes y descendientes consanguíneos y por afinidad o colaterales que, por lo menos, sumaban unos cuatrocientos o quinientos individuos repartidos por todo el Perú. Era cosa de ver las fiestas de cumpleaños o matrimonio, o lo que fuere, que duraban dos o tres jornadas con sus respectivas noches -según costumbre añeja del Callao-, ya que resultaba imposible que todos cupieran a la vez en el inmueble.
La familia A. L. era, pues, espejo de solidaridad y unión no sólo entre su propia parentela sino con cualquiera que tocara la puerta de la casa en cualquier momento del día o de la noche, sobre todo a la hora del almuerzo o cena. El condumio se preparaba no en ollas sino en pailas y pailones, de tal manera que alcanzaba y sobraba en las circunstancias más inesperadas. Una sola caldera geraldiniana hubiera bastado para alimentar a la ciudad del Callao durante un mes de asedio. Para los refrigerios no servían platos sino fuentes, que alcanzaban dimensiones de batea de medio metro de diámetro. La multiplicación evangélica de panes y peces quedaba en insignificante milagro, en mero prodigio de aprendiz, cotejada con los grandiosos, opíparos y suculentos almuerzos de don Isaac y doña Geraldina. Definitivamente, la cocina rompeoleña era exponente de asombrosas maravillas. Característica a la hora pitancera era la conversación, y especialmente las risas,… ¿risas?: risotadas y carcajadas más impetuosas, estruendosas y atronadoras, con graves amenazas para la estabilidad de los edificios de la manzana, porque producían el efecto de terremoto de 9 grados de la Escala Sismológica de Giuseppe Mercalli, hilaridad y regocijo con que se amenizaba la manduca. Así, hasta los sordos hubieran perfectamente percibido a dos cables de distancia la trituración, molida y desmenuzamiento de alimentos producidas entre dentaduras naturales y postizas, y su consiguiente compañía de risas y más risas, esas que dejan sin aliento, que originábanse con súbitos estallidos, y que a los varios minutos decrecían sin perder su calidad de retumbante particularidad y sello familiares.
¿Y dónde están las almas en pena de ese dichosísimo hogar?, me preguntará el lector impaciente. A eso vamos en este mismo instante.
Aquél que discurra por la acera del frente de la referida casa verá que en la fachada, sobre la puerta y ventana de la planta baja, existen sendas aberturas redondas sin derrame, a modo de claraboyas o lucernas, por las que el recibidor y la sala de estar, respectivamente, reciben luz y ventilación. Los tragaluces tienen cada uno una cruz de madera torneada, que, seguramente, el arquitecto puso para ahuyentar a espíritus perversos o, con más seguridad, como garantía para dificultar y obstaculizar el escurrimiento hacia adentro de pericos y salteadores, que siempre abundaron en El Callao. Estas ventanas, aparte de las dos grandes del corredor, y del patio interior del primer piso junto a la cocina, patio interno cuadrado de unos tres metros de lado, servían de día para iluminar las habitaciones.
A la altura del dintel de la puerta, por la parte interior, la señora doña Geraldina había colgado una perenne mata de sábila o áloe, o de ruda, con el inequívoco propósito de espantar los maleficios y espectros perniciosos, fueran estos inmateriales, de tenue sustancia o de carne y hueso palpables y tangibles. Porque eso sí: la señora doña Geraldina y demás parientes, relacionados y amigos creían firmemente en la existencia de ánimas en pena o almas del otro mundo. Cualquier sabio hubiera podido demostrarles con 300 silogismos la imposibilidad de su realidad, pero no habrían logrado absolutamente nada. Fue este el elemento que me sugirió la travesura.
Tendría yo mis catorce años cuando reflexionando sobre las supersticiones y peculiares creencias de la señora doña Geraldina y su feliz clan, concebí una idea que en ese instante reputé de brillante, la misma que llevada a la práctica fue como sigue:
Tomé un trozo de madera de unos 30 centímetros de largo, por 5 de ancho y 2 de espesor. Con ayuda de una broca le practiqué hueco en uno de sus extremos, amarrándola con pita de varios metros. Así, de noche, colocado yo en una u otra ventana del segundo piso donde vivía, deslizaba la madera, y, columpiándola hacíala entrar por una de las dos averturas redondas a las que me he referido. Una vez adentro, sutil, ligera, delicadamente golpeaba el suelo de la casa del primer piso:
– … Tac … tac… tac… tac …
hecho lo cual retiraba mi artefacto de ultratumba y esperaba a que encendieran la luz o abrieran la puerta de calle. Sucediendo tal cosa, rápidamente subía al techo y hacía la misma operación a través del patio interior, ése que dije que quedaba contiguo a la cocina:
-… Tac … tac … tac… tac …
Así iban las cosas de bien hasta que en cierta oportunidad la señora doña Geraldina le dijo a mi mamá:
– Señora Augustita … Señora Augustita … tengo que decirle algo muy, pero muy serio.
– ¿Algo muy serio?, … Usted dirá, señora doña Geraldinita de qué se trata.
– Se trata, señora Augustita, que en la casa pasan cosas raras…
– ¿Cosas raras? … ¿Qué cosas raras ocurren, señora?… La verdad es que yo no me he dado cuenta, no he notado qué de anormal puede pasar…
– En la casa, señora Augustita,… en la casa … ¿cómo decirle? …: ¡penan!
– ¿Penan?
– Sí, señora Augustita: ¡penan!
Habiendo llegado a esta parte de la conversación, una luz empezó a brillar en el cerebro de mi mamá, quien continuó con sus preguntas:
– Le ruego, señora doña Geraldinita, que me cuenté exactamente qué es lo que ocurre, qué sienten ustedes,…:.¡Cuénteme usted cómo es eso, señora Geraldinita!
– Hay noches,… ¡¡¡Uyy, qué miedo, señora Augustita…!!!, … Mire, mire cómo se me pone la carne de gallina… Hay noches, señora Augustita, en que se sienten ruidos en casa. Se sienten pasos, pisadas; hay cierto movimiento… Sí, hay pisadas de alguien que se desliza cautelosa, furtivamente a lo largo de las habitaciones, sobre todo en el recibidor y en la sala, junto a la puerta de entrada y junto a la ventana de la sala que da a la calle … No hay nadie cuando nosotros vamos a ver. ¡Pero hay más …!
– ¿Más todavía?
– Sí, señora doña Augustita … Cuando estamos en estos sitios, revisándolos, examinando cada rincón por si no fuera alguna de esas ratas mucas que de vez en cuando se meten sin invitación, así, porque les da la gana, entonces los pasos vuelven a manifestarse, pero en el patio interior, junto a la cocina y al baño … Ésos del baño me dan qué pensar… ¿Y si alguien se me fue sin hacer sus necesidades, sin haber desatorado la cañería? … ¿Se moriría alguien de la familia por no haberle puesto enema?, … ¿Se iría de este mundo alguno de mis familiares, conocidos o relacionados por no haberle clavado su lavativazo en el momento oportuno? … La verdad es que estamos asustados, atemorizados, aterrados porque nunca antes habíamos tenido tan evidentes muestras de la presencia en nuestra casa de gentes del más allá … Podría también tratarse de algún muerto a quien vestí mal antes que se lo llevaran al Baquíjano …. ¿Quién de nuestros familiares o conocidos nos visitará para transmitirnos qué cosa?, y ¿ por qué precisamente acá, en esta casa? …… La verdad, señora Augustita, que estamos asustados … No sabemos qué hacer … ¡¿Qué nos aconseja usted?!
– Mire, señora Geraldinita: mejor tranquilícese usted y tranquilice a don Issac y a todos … Estemos a la expectativa de lo que ocurra los próximos días o semanas … ¡Yo me atrevería a decir que esas almas deben estar ya satisfechas de sus correrías y no volverán ya!
– ¿Que no volverán? … ¡Dios la escuche, señora doña Augustita! – dijo doña Geraldina con un suspiro de alivio a la vez que cerrando los párpados, cruzando ambas manos y poniéndoselas sobre el corazón –: ¡Que así sea, Virgen Santísima…!
Luego que se hubieron despedido, entró mi mamá en la casa y no requirió de demasiado tiempo para llegar al fin del ovillo puesto que de sopetón me dijo:
– Oye, carajo, ven acá so cojudo: ¡deja de asustar a la señora Geraldina!
– ¿Yo? … ¿qué he hecho yo?
– No te me hagas el caído del níspero … Le estás haciendo creer que en la casa de abajo hay almas en pena … Mira Pupo, te advierto muy en serio: esa familia es de buenos inquilinos, y no queremos que se vayan … Ahora dime, ¿qué hacías para hacerles creer lo de los fantasmas?
Una vez que le hube contado reconoció que algo así se imaginó ella acerca de mis artimañas. Por mi parte, contra mi voluntad, hube también de prometerle que para lo sucesivo no volvería a invocar a los espíritus del más allá.
A partir de entonces, para felicidad de la señora doña Geraldina y de toda la estirpe de los Rompeolas, las almas en pena se desinteresaron por deambular en la casa de los bajos haciéndose humo y desapareciendo del Barrio Libertad.
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu (Estonia)
El Callao (República del Perú)
Extraordinaria narración que pinta lo travieso que era Pupo, y las criolladas que por esos tiempos se hacían, ya que hoy la gente se dedica mas al Internet. Lo que no ha cambiado, son las maldades que se hacen antes y ahora. Sería bueno que te acordaras de otras historias las pusieras por escrito, para el deleite de todos con esa narración que tienes que es muy entretenida.