Gracias a una de esas gratas casualidades que nos depara esa costumbre de viajar por internet, me he encontrado con las precisas y emocionadas palabras con que Roberto Martínez Durand se refiere al profesor Jorge Lizarbe Valiente. Y después de compenetrarme en ellas, no he podido evitar permanecer un rato largo frente al teclado de la computadora, pensativo, embargado por muchos recuerdos.
Y es que una marejada de gratos sentimientos desataron en mí y revivieron en mis recuerdos una historia que deseo compartir y que tal vez tú, amable lector, sientas la curiosidad de acompañarme leyéndola. Digamos que más que una historia extensa y compleja, es una anécdota o un episodio en la vida de un adolescente típico de cualquier puerto de los tantos que hay en la costa peruana.
Sí. Y no exagero cuando empleo un término tan generalizante como decir “típico”. Será tal vez porque vivir en cualquier espacio de la costa peruana, nos perfila con un mismo estilo. Y es que todos nuestros pueblos anclados al pie del mar se parecen tanto, que podemos dormirnos en cualquiera de ellos y, al día siguiente, despertar en otro con la sensación de estar en el mismo lugar del universo: el mismo paisaje del mar frente a nosotros con su infinito sonido de olas, islas en el horizonte, aves marinas en el cielo, siempre un malecón, siempre un muelle, siempre chicos en la playa. Y gente que es la misma, por su manera de hablar, su trato, su idiosincrasia.
Pues, bien. Este adolescente había terminado a regañadientes el primero de secundaria en un colegio nacional. Consideraba que ya tenía la suficiente instrucción para desenvolverse en la vida: sabía leer, escribir y conocía las cuatro operaciones básicas de la aritmética. ¿Para qué más? ¿Para qué torturarse con los libros, la asistencia a clases, las tareas, los cuadernos al día?
Como resultado de estas reflexiones, había decidido no estudiar más –“Total, no todos hemos nacido para el estudio”, alegaba-. Más práctico, productivo y sin torturas mentales, resultaría dedicarse a una ocupación manual. Por ejemplo, mecánico para ganarse la vida. Y cuando lo matricularon en el segundo de media, le anunció a su abuela –que lo criaba desde sus cinco años- que ya no estudiaría.
Con este propósito alimentando su ánimo y para no contrariar a la amada anciana, asistió al primer día de clases, sin imaginar que ese día conocería a un auténtico maestro que cambiaría el rumbo de su existencia: Jorge Lizarbe Valiente.
Don Jorge Lizarbe, en ese entonces, dictaba el curso de Historia del Perú, curso que sólo era un pretexto para estar en contacto con los jóvenes, pues lo que él enseñaba era ”estudiar para la vida” como solía decirlo. Cada pasaje o cada cita era una oportunidad para abrir puertas y ventanas -y hasta rendijas- en la curiosidad de sus alumnos. Y extenderse, a través de ellas, en enseñanzas que no estaban en los sílabos ni en los temas oficiales.
Es así cómo, desde ese primer día, puso en juego su primera estrategia:
– Diez minutos antes de que termine la clase, vamos a dedicarlos a un tema de cultura general –anunció en medio del silencio expectante del 2º B, considerado por los otros profesores como el salón más indisciplinado del colegio-. Vamos a tratar de asuntos que no están en los textos escolares, pero que ustedes deben conocer porque se estudia para la vida y no solo para el examen.
Desde esa primera charla de cultura general –y con las demás-, “Manzanita” Lizarbe –como le pusieron por su rostro de permanente rubor encendido- encandiló a sus alumnos. Al punto de que, cuando sonaba la campana del colegio anunciando el recreo, los mismos alumnos le pedían que continuase. Y cerraban las puertas para que no estorbara el bullicio que alborotaba los pasillos y los patios con los alumnos de otros salones en recreo.
La explicación estaba en el interés que los temas planteados despertaba en los los alumnos –todos varones- y en el cautivante estilo en que el profesor Lizarbe los exponía.
En una ocasión, por ejemplo, había dicho:
– Hoy vamos a tratar sobre educación sexual. Algunos de ustedes ya pasan de los veinte años y, de repente, se casan antes de terminar la media –en efecto, en ese tiempo y en provincias, había jóvenes de esa edad desde el inicio de secundaria-.
Pero, la charla que él daba sobre este tema no era una charla informativa sobre la fisiología humana. Era un enfoque diferente, más bien sobre la actitud de una ética sexual que todo hombre debía asumir:
– Ustedes no son bestias, no son animales, no son puro instinto. Ustedes son seres humanos y deben tratar con amor a una mujer desde la noche de bodas, con la consideración que ella merece –empezaba diciendo. Y continuaba con sabios consejos sobre lo que era una conducta moral y de respeto en el sexo, derrumbando mitos, complejos, inseguridades, y transmitiendo conocimientos.
O desarrollaba los episodios de la Revolución Francesa, cual si fuera una novela por entregas de Alejandro Dumas o Víctor Hugo con el desfile de un deslumbrante casting de roles heroicos, como: Voltaire, Rousseau, Robespierre, Dantón, Marat. Montesquieu, Luis XVI, María Antonieta:
– ¿Saben quién era el más bello de la corte?-preguntaba-. Saint Just –respondía –y al instante, José Villafán se ganaba el mote de Saint Just-. ¿Y saben cómo el poeta Rouget D’Lisle creó el himno La Marsellesa?
Las puertas a la hora del recreo seguían cerradas, mientras los principios de libertad, igualdad, fraternidad (…¡o la muerte!), la toma de la Bastilla, el reinado del terror con más de 10,000 guillotinados en un año y entre los que estaban muchos de los revolucionarios, poblaban la imaginación de los alumnos por obra del maestro en charlas que se convertían en clases de iniciación política, de cultura y de valores morales.
En medio de todo esto, el adolescente de nuestra historia fue descubriendo que los estudios atesoraban un infinito horizonte de conocimientos que sobrepasaban las limitadas metas de únicamente saber leer y escribir y conocer las cuatro operaciones elementales de la aritmética.
Por su parte, el profesor Lizarbe por las intervenciones que propiciaba en clase y los trabajos escritos que pedía, creyó encontrar en ese alumno potencialidades que valían la pena desarrollar.
– Tienes cualidades de escritor –le dijo un día, sosteniendo entre las manos una asignación escrita que le había pedido-. Si tú quieres, podrías ser un buen poeta o un escritor. Esta noche voy a dar una conferencia en el Club Social y necesito que alguien me acompañe, recitando unos poemas míos que van con mi presentación. Sé que tú podrías hacerlo muy bien, ¿me acompañas?
El alumno aceptó y fue el inicio de otras presentaciones al lado del profesor y poeta Jorge Lizarbe. Esto lo motivó para escribir poesía y ese año ganó los Juegos Florales del Colegio.
Las motivaciones que Lizarbe prodigaba en este joven estudiante fueron continuas, encontrando respuestas satisfactorias. En una oportunidad, con motivo de un concurso de periódicos murales en el plantel, hizo que lo nombraran director de El Palomilla, emblemático nombre elegido por él para el periódico del más “movido” de los salones.
En su calidad de director, el joven periodista escribió originales editoriales y notas. Y cuando al puerto llagaron Los Panchos –corría el año 50- el estudiantil reportero se las ingenió para ingresar sin pagar al teatro, llegar al camerino del famoso trío y entrevistarlo, llevándose una foto de los boleristas con una dedicatoria de ellos para los lectores de El Palomilla y la firma de los tres.
Además, la fecunda actividad de Lizarbe trascendía las aulas. Reorganizó la biblioteca municipal, hizo que atendiera por las noches para facilitar que los estudiantes la visitaran y comprometió al adolescente de nuestra anécdota en la tarea de atraer lectores. Así como también lo comprometió para animar –como locutor y cantante, con su conjunto musical que tenía en el puerto- desde la “radio” que Lizarbe creó para transmitir cultura y que se propalaba desde los altos de la municipalidad, con sólo parlantes en los postes de la plaza de armas.
Lamentablemente la presencia del profesor Jorge Lizarbe Valiente en el Colegio Nacional “San Martín” de Pisco duró sólo ese año 1950. Su vocación de auténtico maestro la volcó en su Callao Querido y sus alumnos pisqueños tuvieron que continuar sin él.
Pero, con positivas enseñanzas que transformaron destinos, como el del adolescente de esta historia, que siguió ganando todos los Juegos Florales del colegio y la provincia hasta que terminó la secundaria. Y dejó de lado sus planes de ser mecánico: ingresó a la primera universidad del Perú, se hizo periodista, ganó premios literarios a nivel nacional e internacional, publicó libros, sin olvidar nunca al maestro que cambió su vida.
Y con este testimonio y con gratitud, pongo el punto de cierre a esta nota.
José Hidalgo
Premio Íberoamericano “Cristóbal Colón” de Novela
Jose Hidalgo, recibe mis felicitaciones por el contenido del testimonio al Profesor Lizarbe. Hombres docentes en sus presentaciones como el encausaban las mentes juveniles hacia profundos valores. Entre otros tuve yo al D.. Francisco Pinto Manrique, profesor en el Italiano, San Antonio, Guadalupe y otros mas. Lo conociste o escuchaste de el?
Recibe una vez mas mi respeto por tu articulo sobre D. Jorge Lizarbe.