SULKY

Gradual e ininterrumpidamente nuestro mundo se ha tornado tan inestable, violento y peligroso que la vida humana y la vida en general pierde importancia con cada día que transcurre. Ello no significa que antes fuera más seguro, cierto, pero en los tiempos actuales se ha hecho corriente que los crímenes se perpetren masivamente y se realicen con reiterada impunidad. No sólo la muerte de un individuo sino de decenas o centenas de seres humanos, o quizás de más, devino hace tiempo en simple noticia y en simple estadística que se agrega a mamotretos y archivos que luego quedarán perdidos en rincones de periódicos o de organismos internacionales, suceso que a las pocas horas lo reemplaza otra similar primicia todavía más tremebunda, como si se esperara mayores estímulos con dosis superiores de adrenalina, para emplear palabra de mucha vigencia. En los fueros internacionales se suceden los discursos bien logrados, impecables, elegantes, cuya maestría diplomática gana muchos aplausos del auditorio, pero en definitiva sin resultados concretos ni tangibles porque nadie les hace caso. En las circunstancias brevemente bosquejadas, ¿qué puede valer la vida de un animalito, la existencia de un perro? Porque del que a continuación hablaré no sólo era perro sino chusco por añadidura, tanto menos de tomar en cuenta en este mundo de pedigríes. Independientemente y haciendo caso omiso a cualquier consideración en contra, en las líneas que siguen intentaré bosquejar apretada biografía de quien para mí fue ser especialmente cercano y querido.

Empezaré diciendo que nuestro pariente Karel quedó solo luego del deceso de su mujer -Leonore, mi suegra-, y de mi cuñado Einar, quien falleció tres años después que su madre. En la soledad del campo Karel necesitaba urgente compañía, y ella se logró con la de Tiberio, que fue un gato de pelaje y rayas rojizos, nacido en el sótano de mi edificio, vástago de gata trashumante que eligió la mencionada bóveda para parir a sus cachorros. Así, los siguientes cuatro o cinco años con la camaradería de Tiberio fueron de tranquilidad y alegría para Karel, hasta que una peste gatuna cargó con Tiberio dejando a su dueño sumido en abisal tristeza, melancolía agudizada en los meses otoñales, ésos de niebla y opacidad en el ambiente y barro en el suelo, de falta de Sol y de Luna, que son los más oscuros y tétricos del ciclo anual hiperbóreo. La situación creada por la partida de Tiberio puso sobre el tapete la búsqueda de apremiante solución, que, como milagro caído del cielo por esas fechas se logró con el nacimiento de una camada de perritos en Annelinn, urbanización de nuestra residencia tartuense.

Enterándose Sirje de la manera más casual del dichoso alumbramiento, fue a verlos y encariñose con un par. El uno era de color amarronado, castaño claro; el otro, negro, negro a secas. El negro, cachorrito muy simpático y muy dado a la relación y a la amistad, fue para mi hija Elica. Decidimos que el amarronado, de trato más reservado y discreto –según se vio entonces y se comprobó simultáneamente a su crecimiento- sería para Karel. Cada ser viviente, trátese de hombre o de perro, como individualidad es único, distinto, singular, diferente, peculiar y exclusivo de personalidad. Hubo aún necesidad de esperar que la madre los amamantara y que los pequeños se fortalecieran, como ocurrió en las siguientes semanas. Así las cosas, luego de respetar prudencial período, Karel vino a Tartu para ver y conocer a quien sería su nuevo compañero, quien a la sazón hallábase ya en casa de mi hija. Violo y preguntó que cómo se llamaba, y le respondieron que Suslik.

A modo de información para el lector, suslik es un roedor propio del desierto del Asia Central, nombre que a Karel no le agradó. Arrugó el entrecejo y dijo:

– ¿Suslik…? No, Suslik no es nombre para perro… Este no tiene cara de rata.

– Si no te gusta Suslik -le dijeron- entonces pongámosle el de Suli, que tiene cercanía fonética con Suslik.

Tampoco quedó conforme Karel porque suli (con una sola ele) en estonio significa pillo, granuja, pícaro.

– No, no está bien que perrito tan agraciado se llame así, por lo tanto desechemos el llamarlo Suli … ¡pero sí Sulli…!

Sulli, con dos eles (ll), se pronuncia como si fuera una sola ele (l) larga, fonética que en estonio cambia el significado de la palabra. Sulli no significa nada salvo apelativo que se reserva para nombre de perro.

Cumplidas estas formalidades y con casi cuatro meses de vida, Sulli realizó el recorrido de 150 kilómetros hacia el norte, hacia Rakvere, e hizo su triunfal arribo e ingreso en la casa de la villa de Uhtna.

Consignamos el hecho histórico objetivo y básico: el parto de la madre de Sulli, o sea el alumbramiento de Sulky y sus hermanos tuvo lugar el sábado 28 de diciembre de 1996, y su entrada en Uhtna fue a mediados de abril de 1997.

La elección de Sulky no pudo ser más acertada. Todo fue que Sulky y Karel se vieran por vez primera para comprender inmediatamente que su convivencia bajo el mismo techo sería feliz y fructífera. Sosiego y equilibrio retornaron al alma de Karel para quien Sulky pasó a ser lo más importante del mundo. Karel dejó atrás su decaimiento y volvió a la jovialidad y a ver el mundo color de rosa. Karel reía, celebraba y comentaba las gracias sulkynas. Si había que salir a caminar, Sulky estaba ya listo para el paseo. Que si de ir a algún lugar en automovil se trataba, Sulky sentado el primero en el asiento delantero junto al chofer aguardaba el instante de la partida. Decir que Sulky durmiera en la alfombra o en el suelo de alguna de las habitaciones era tanto como insultarlo ya que su lugar era el diván o la cama misma de Karel.

¿Sabremos alguna vez qué talento maravilloso y qué misterio oculto le dio la Creación al alma de los perros para comprender los designios de sus dueños?

Ambos compartían mesa y cama. ¿Dónde está Sulky?, y lo buscábamos por toda la vivienda, mas de pronto en el dormitorio de Karel una cabeza con hociquito de húmeda nariz aceitunada y dos orejitas paradas emergían de entre sábanas, frazadas y almohadones, y un par de ojos penetrantes e inteligentes interrogaban a quien lo buscaba.

Llegado a este punto merece que también aclaremos la procedencia del nombre Sulky de nuestro biografiado, que era el que yo empleaba. Para ello permítaseme realizar breve reseña histórica.

Sulky en una de sus poses habituales

Sala de estar de nuestro departamento en Annelinn (Tartu)

Fuente: Álbum familiar

Allá en los cada vez más lejanos años de mi niñez, cuando todavía los de mi generación no habíamos ingresado en la pubertad, en nuestro Callao apareció revista infantil que ostentaba el título de Avanzada, en una de cuyas secciones de número en número seguíamos las aventuras de Coco, Vicuñín y Tacachito, niños que representaban a la Costa, Sierra y Selva, respectivamente, del Perú. Compañero inseparable de cada episodio era Sulky, perrito lúcido y avispado que en no pocas ocasiones ayudaba a sus compañeritos humanos a superar situaciones comprometedoras. Sin la participación del Sulky peruano, Coco, Vicuñín y Tacachito habrían estado incompletos. Para mí, la estampa del Sulky de Avanzada y del Sulli o Sulky estonio se parecían tanto como pueden parecerse una gota de agua a otra gota de agua, razón por la que después de más de cincuenta años el congénere nórdico tomó la posta del nombre del can peruano. Retorno a la Villa de Uhtna.

La vida de ambos, de Karel y de Sulli se prolongó a lo largo de 13 dichosos años de armonía y absoluto entendimiento, hasta que Karel, ya enfermo y achacoso arribó al momento de su partida, suceso acaecido en abril de 2010.

¿Podría alguien imaginarse cuál fue la preocupación de Karel poco antes y en los umbrales de su paso a la Eternidad? ¿Se preocuparía por el destino final de su alma? … ¿Lo asaltaría algún desasosiego o inquietud por cuestiones de ultratumba? … No, nada de eso fue motivo de angustia. Su alarma se refería a que qué pasaría con su Sulli cuando él -Karel- partiera, conversación que sostuvo con mi hijo Melitón. Melitón le aseguró que el porvenir de Sulli quedaba garantizado, promesa de la que nos enteramos mucho, muchísimo tiempo después de la desaparición física de Karel ya que no bien se produjo su defunción de manera natural había quedado decidido que Sulky retornaría a Tartu y viviría con nosotros.

Casa de la Villa de Uhtna en la que Karel y Sulky vivieron casi 14 años (1997-2010), hasta la muerte del primero.

Fuente: Álbum familiar

Sulky notó la ausencia de Karel, a quien esperaba con persistencia detrás de la ventana del comedor, sentado en el alféizar de la misma. Allí pasaba las horas observando, aguardando. Esperó varias semanas, pero Karel jamás volvió. Fue en estas circunstancias que habiendo avanzado el verano de 2010 Sulky retornó a la ciudad y urbanización de su nacimiento, residencia que se extendió por un lustro más, hasta que faltándole apenas un mes y días para las celebraciones de su décimo noveno cumpleaños, sumiéndonos en la tristeza nuestro querido Sulky murió el martes 24 de noviembre de 2015. Pero aún hablaremos un poco más de él.

Recuerdo el día que lo trajeron hace un lustro. Un poco que no las tenía todas consigo cuando le hicimos subir las siete gradas del edificio. Ingresó en nuestro departamento y miró indagador hacia todo lado. A modo de reconocimiento, lentamente diose una vuelta por la habitaciones explorándolas, investigándolas, haciéndoles un examen ocular. … ¿Lo aquietaría y tranquilizaría el olor de algunos de los objetos uhtneños de su pertenencia que habíamos traído con él? Al poco rato lo sacamos al parque para que fuese conociendo los alrededores de la casa y se habituara a su nueva morada. El segundo ingreso fue más fácil puesto que comprendió que éste en lo sucesivo sería su hogar.

Muchos humanos piensan y se hallan convencidos que sólo nuestra especie experimenta alegrías o sufre de tristezas, y padece angustias y tensiones sin reflexionar y menos aceptar que también los animales están sujetos a estos estados anímicos y a las contingencias de la vida. Viendo las actitudes y los gestos faciales y corporales de Sulky era imposible quedar indiferente y -por si no lo hubiéramos estado ya- dejar de persuadirnos que en ese ser de cuatro patas, hocico y rabo había algo más, mucho más que sólo y simple elemental instinto o impulsos primarios e irracionales. Sin temor a equivocarme ni a incurrir en exageración yo aseguraría que ellos, los animales, se hacen cargo del estado de las cosas, se dan perfecta cuenta y comprenden las situaciones en las que se encuentran y confrontan.

Sulky paseando por los alrededores de la Villa de Uhtna

Fuente: Álbum familiar

Estando ya Sulky en nuestra casa de Tartu varió la rutina familiar. Hubimos de tomar en cuenta al nuevo habitante, introducir modificaciones y adaptarnos en consecuencia. En lo referente a Sulky, ya no le era factible correr a la libre allá por el patio de la casa ni por el bosque que se halla al frente de la misma, como lo hacía en Uhtna, sino que, de acuerdo a las ordenanzas municipales de Tartu, sus salidas debían ser en pareja y acompañamiento con el dueño, y sujeto a collar y tiro. Sulky se adaptó sin protestar. También se acostumbró a que le quedaran vedados el uso del sofá y las camas.

Fue de esta manera como entramos en contacto con toda la perrería de los alrededores que se juntaba detrás de nuestro edificio puesto que cerca había y sigue habiendo una manzana agreste, con mucha hierba y pocos árboles, a la que le di el nombre de Koerte väljak (Plaza de los Perros). Es justo en este punto donde perros y dueños con frecuencia coincidíamos y donde aprendimos los nombres de los animales antes que los de sus amos. Así, se nos hicieron consabidos y familiares los de Britta, Amy, Luuna, Gary, Kristiina, Kessa, Pepe, Patrik, Flirt, Sedrik, Pontu, Ricky, Brahms, etc., etc. Sulky olisqueaba entusiasmado a las hembras, sobre todo a Britta y a Luuna -que eran sus favoritas-, pero desde el principio dejó en claro que no deseaba relación alguna con los machos, salvo leve tolerancia ante la cercanía de Patrik, por el que sentía cierta amistad o cierta tolerancia.

Cuando advertía rastros de Brahms, que vive en el último piso de nuestro edificio -cuyo paso dejaba cierto tufillo que nuestro perro diferenciaba inexorablemente-, Sulky enseñaba los colmillos y demostraba fehacientemente que ése de ninguna manera era de su preferencia.

A los pocos días de residencia tartuense Sulky se había acostumbrado a ejercer su guardianía. Podía estar profundamente dormido, pero apenas alguien tocaba la puerta o hacía sonar el timbre, inmediatamente se ponía en pie e iba a la entrada ladrando y avisando que esa casa, la suya, no estaba sola ni desamparada. Quien ingresaba tenía que someterse a su marcación estricta. Viniera quien viniese y fuera quien fuese Sulky lo seguía y se sentaba a su lado sin perderlo de vista. No gruñía ni intimidaba, pero no lo perdía de vista, tanto que en algunas ocasiones el objeto de tan exhaustivo examen nos pedía que retirásemos a Sulky.

Una de las características heredadas de la madre (al padre sólo lo conocimos de referencias), fue la voz potente, enérgica y eficaz que Sulky conservó prácticamente hasta dos días antes que entrara en agonía y muriera. Del suelo al lomo Sulky tenía una altura de unos 40 centímetros -nos llegaba casi casi hasta la rodilla-, a los que hay que agregar la parte del cuello y cabeza. Cuello robusto y cabeza proporcional a su cuerpo, testa que finalizaba en dos orejas paradas un tanto negruzcas, atentísimas a cualquier murmullo, al rumor más inesperado e imperceptible y al más mínimo susurro, como oscuras eran parte de la frente y de su hermoso hocico. El rabo, no inferior a los 35 centímetros, era esponjoso y lanudo. Si alguien hubiese deseado saber su aspecto imagínese la cola de un zorro o de un lobo, que seguro lejana consanguinidad debió de tener nuestro Sulky con estas especies. El pelaje de Sulky era amarronado claro, terso y suave.

Al principio nuestros paseos se extendieron por varias cuadras a la redonda. Sulky salía unas seis o siete veces al día, beneficio que no disponían otros perros, y que sí le daba mi condición de jubilado con harto deseo de movimiento. La primera razzia era entre 06.00 y 07.00 de la mañana y, la última, a medianoche. Libre de presiones fisiológicas, Sulky dormía y dejaba dormir. Ocasiones hubo que de madrugada le daba por deambular por la casa. Por la vehemencia y rapidez de sus pasos conjeturaba yo que Sulky, por hallarse en apuros somáticos pedía salir al patio con urgencia. Entonces, sin importarme la hora que fuese ni la estación del año, me vestía en escasos segundos y lo sacaba. Rarísimas veces lo vencía la necesidad y realizaba en casa lo que debía hacer afuera, circunstancia en que ponía cara, ojos, orejas y rabo apesadumbrados y de culpabilidad. Nosotros nos limitábamos a limpiar y a demostrarle con palabras que todos somos proclives a la debilidad, que todos somos frágiles y endebles, que así nos hizo la Madre Naturaleza a los de dos y a los de cuatro patas. Entonces Sulky se tranquilizaba y la vida volvía a sonreírle.

Las horas formaron días y éstos, semanas; las semanas se convirtieron en meses, meses que luego fueron constituyéndose en años. La salud de Sulky, extraordinaria a toda prueba como perro mestizo que era, llegó a su cúspide desde la que lentamente en el último medio año fue declinando a ojos vista. Sulky dejó de emprender caminatas extensas para ir acortando sus rutas.

Circuito final de los paseos de Sulky.

Fuente: Álbum familiar.

Así pues, repito, después de haber sido en un principio nuestros paseos largos y extensos, y que alcanzaran varias cuadras a la redonda hubimos de acortarlos de manera sistemática. Sulky, que había aprendido a la perfección los lugares y sabía más de calles, plazas, plazuelas, explanadas y recovecos que taxista en ejercicio de la profesión, era quien nos dirigía, unas veces en una dirección y en un circuito, y otras, por otras rutas e itinerarios.

Con el decurso de las semanas su paso se hizo lento hasta que hubimos de limitarnos a breve paseo por los alrededores inmediatos a nuestro edificio, hasta que llegó el momento que hubo que cargarlo para bajar los pocos escalones que nos conducía al exterior. Afuera, eran escasos sus pasos, y ya no deseaba permanecer mucho a la intemperie. Un poco más, y ya sólo se paraba y observaba a su alrededor con mirada fatigada. Yo lo volvía a tomar con cariño apoyándole su hociquito sobre mi hombro izquierdo, y lo regresaba a casa mientras le hablaba.

Así, llegamos a la segunda mitad de noviembre último con sus fuerzas tan mermadas y salud tan disminuída que sólo se alimentaba de mi mano. Le desmenuzaba sus alimentos para que comiera, los mismos que le ponía en su hociquito. Comía trabajosamente mirándome con ojos apagados, cansados ya de la vida que se le escapaba, que se le evadía y esfumaba.

Dos días antes de su muerte empezó a toser con débiles sacudidas, tos que se fue haciendo más y más frecuente. Veíase que le resultaba penoso respirar. Yo lo cargaba y lo llevaba afuera para que el aire fresco del otoño lo reanimara, y lo volvía a depositar con suavidad sobre el suelo de la casa, sobre la alfombra, en el sitio más abrigado para que no sintiera frío.

Sulky pasó en vela toda la noche del lunes 23 para el martes 24 de noviembre. Caminaba pasito a paso, lentamente, y se quejaba. Tosía y se ahogaba. Yo veía sufrir a mi animalito y desde lo profundo de mi corazón y de mi ser le pedí a Karel y a Dios que lo recogieran.

Amaneció el referido y aciago martes y a eso de las 09.00 de la mañana lo llevé para que tomara aire, para que respirara y se reanimara. Sin saberlo yo lo saqué por vez postrera. Estuvimos fuera no más de tres minutos, que miccionó. Al entrar otra vez en casa se echó en el vestíbulo y le fue ya imposible moverse. Allí quedó tendido con sus patitas delanteras abiertas, separadas del cuerpo, como criatura pequeña. Tomaba el aire con dificultad extrema y nosotros notamos que su respiración se apagaba. Sirje y yo estuvimos junto a él viendo impotentes cómo la vida se le extinguía, sin poder ayudarlo, incapaces ambos de socorrerlo, sin saber a qué atinar, hasta que a mediodía vimos que nuestro Sulky había quedado tranquilito, había muerto.

¿Te habría aliviado, Sulkyto, si te hubiera cargado y apoyado tu cabecita sobre mi hombro así como cuando te llevaba a la calle y te retornaba a casa? … ¿Habría sido más soportable tu agonía sentir el calor de mi cuerpo cuando tu cuerpecito iba perdiendo ése que a ti animaba? … ¿Hubieras acaso vivido unos segundos más si te hubiera abrazado y hablado a tu orejita de nuestra insondable pena de verte que nos abandonabas?

Todo ya es pasado.

Al día siguiente mi yerno y yo lo llevamos a la huerta de una persona amiga con quien hablé hace unos meses ante la evidencia del desmejoramiento acelerado de la salud de mi Sulky. Nuestra amiga me indicó un lugarcito apacible, un rinconcito retirado, un tanto oculto a la sombra de un abedul. Allí Tarmo y yo cavamos el hoyo donde cupiera holgadamente el cuerpo de mi Sulkyto, y lo depositamos en el seno de la tierra con cariño y desconsuelo.

Escribo sobre él y lo recuerdo con claridad y nitidez. Lo siento como si lo tuviera a mi lado. Cuando llegan los momentos que solíamos salir a pasear me apresto a sacarlo, pero luego me doy cuenta que ya no está con nosotros. De día miro los lugares donde Sulky acostumbraba dormir, y la imagen es de vacío, de oquedad, vacío y oquedad que me estrujan el alma, que me lastiman y que me oprimen. De noche camino por la casa y me cuido de no pisarlo, pero luego me percato que Sulky ya no está, que ya no respira ni suspira ni bosteza ni tose. Ya no se mueve, y su imagen se diluye en la oscuridad. Hay dentro de mí silencio y reposo hirientes, lacerantes y desgarradores.

Ricardo E. Mateo Durand

El Callao – República del Perú

Estonia – Comunidad Europea

Viernes 27 de noviembre de 2015

PS. Si los animales pudieran hablar y expresar sus deseos pedirían a los seres humanos que leyeran, reflexionaran y reconsideraran sus relaciones con ellos: con sus hermanos tenidos por irracionales, comportándose consecuentemente con espíritu de respeto, de benevolencia, de misericordia y con las demás virtudes propias que otorga la excelencia intelectual de los hombres. A modo de epílogo del texto que ofrecemos, nuestros animalitos solicitarían la lectura del documento que figura a continuación:

http://www.filosofia.org/cod/c1977ani.htm

Declaración universal de los derechos del animal
Londres, 23 de septiembre de 1977
Adoptada por la Liga Internacional de los Derechos del Animal y las Ligas Nacionales afiliadas en la Tercera reunión sobre los derechos del animal, celebrada en Londres del 21 al 23 de septiembre de 1977. Proclamada el 15 de octubre de 1978 por la Liga Internacional, las Ligas Nacionales y las personas físicas que se asocian a ellas. Aprobada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura (UNESCO), y posteriormente por la Organización de las Naciones Unidas (ONU)

Preámbulo
 
Considerando que todo animal posee derechos,
Considerando que el desconocimiento y desprecio de dichos derechos han conducido y siguen conduciendo al hombre a cometer crímes contra la naturaleza y contra los animales,
Considerando que el reconocimiento por parte de la especie humana de los derechos a la existencia de las otras especies de animales constituye el fundamento de la coexistencia de las especies en el mundo,
Considerando que el hombre comete genocidio y existe la amenaza de que siga cometiéndolo,
Considerando que el respeto hacia los animales por el hombre está ligado al respeto de los hombres entre ellos mismos,
Considerando que la educación debe enseñar, desde la infancia, a observar, comprender, respetar y amar a los animales,
Se proclama lo siguiente:
 
Artículo 1.
Todos los animales nacen iguales ante la vida y tienen los mismos derechos a la existencia.
Artículo 2.
a) Todo animal tiene derecho al respeto.
b) El hombre, en tanto que especie animal, no puede atribuirse el derecho de exterminar a los otros animales o de explotarlos violando ese derecho. Tiene la obligación de poner sus conocimientos al servicio de los animales.
c) Todos los animales tienen derecho a la atención, a los cuidados y a la protección del hombre.
Artículo 3.
a) Ningún animal será sometido a malos tratos ni actos crueles.
b) Si es necesaria la muerte de un animal, ésta debe ser instantánea, indolora y no generadora de angustia.
Artículo 4.
a) Todo animal perteneciente a una especie salvaje, tiene derecho a vivir libre en su propio ambiente natural, terrestre, aéreo o acuático y a reproducirse.
b) Toda privación de libertad, incluso aquella que tenga fines educativos, es contraria a este derecho.
Artículo 5.
a) Todo animal perteneciente a una especie que viva tradicionalmente en el entorno del hombre, tiene derecho a vivir y crecer al ritmo y en las condiciones de vida y de libertad que sean propias de su especie.
b) Toda modificación de dicho ritmo o dichas condiciones que fuera impuesta por el hombre con fines mercantiles, es contraria a dicho derecho.
Artículo 6.
a) Todo animal que el hombre ha escogido como compañero tiene derecho a que la duración de su vida sea conforme a su longevidad natural.
b) El abandono de un animal es un acto cruel y degradante.
Artículo 7.
Todo animal de trabajo tiene derecho a una limitación razonable del tiempo e intensidad del trabajo, a una alimentación reparadora y al reposo.
Artículo 8.
a) La experimentación animal que implique un sufrimiento físico o psicológico es incompatible con los derechos del animal, tanto si se trata de experimentos médicos, científicos, comerciales, como toda otra forma de experimentación.
b) Las técnicas alternativas deben ser utilizadas y desarrolladas.
Artículo 9.
Cuando un animal es criado para la alimentación debe ser nutrido, instalado y transportado, así como sacrificado, sin que de ello resulte para él motivo de ansiedad o dolor.
Artículo 10.
a) Ningún animal debe ser explotado para esparcimiento del hombre.
b) Las exhibiciones de animales y los espectáculos que se sirvan de animales son incompatibles con la dignidad del animal.
Artículo 11.
Todo acto que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, un crimen contra la vida.
Artículo 12.
a) Todo acto que implique la muerte de un gran número de animales salvajes es un genocidio, es decir, un crimen contra la especie.
b) La contaminación y la destrucción del ambiente natural conducen al genocidio.
Artículo 13.
a) Un animal muerto debe ser tratado con respeto.
b) Las escenas de violencia en las cuales los animales son víctimas, deben ser prohibidas en el cine y en la televisión, salvo si ellas tienen como fin el dar muestra de los atentados contra los derechos del animal.
Artículo 14.
a) Los organismos de protección y salvaguarda de los animales deben ser representados a nivel gubernamental.
b) Los derechos del animal deben ser defendidos por la ley, como lo son los derechos del hombre.

 

La Choncholicera

Son las 5.00 de la tarde de cualquiera de los 365 días de un año no bisiesto, aunque también pudiera ser el 29 de febrero de cada cuatrienio. El adoquinado del Barrio soporta los miles de pasos, cortos y largos, firmes o vacilantes que van y que vienen, que se detienen y vuelven a circular en incesante ajetreo. Los muchachos disponen sus cotidianos partidos futbolísticos bocacallereros y, como ocurre en estos casos y ya hemos referido, como caída del cielo acierta a pasar la vieja Cara e´ Mondongo profieriendo insultos desde una cuadra de distancia, ya desde la Calle Moctezuma, anticipándose a la inexorable ley la gravitación universal que en ese perímetro del Viejo Callao se manifiesta con pelotazo en el moño de la dama-enigma,  copete agregado y ficticio que disimula su calvicie. ¿Qué facultad innata posee su cabeza de atraer las pelotas del barrio, para jalar hacia sí la de jebe, para impactar contra su esférica mollera? La Cara e´Mondongo misma es un rompecabezas: además de lo revelado, su incógnita radica en los surcos, zanjas, canalillos, estelas y rastros de su arrugado cutiz, indescifrables incluso para desentrañadores de los más arcanos misterios.

No se dejan ver el trío locumba constituído por el equívoco zambo Poco a Poco, la Loca Zulema y la Loca Palito, tres lunáticas distintas en una alienación verdadera.

La torre de la Matriz da sus cinco espaciadas campanadas, con el repetitivo eco del badajo electrónico de la Iglesia Santa Rosa. Del inmueble liberteño más acuchitrilado y zahúrda pajarera construida sobre la hogar de los Calderón y frente por frente del afamado taller de zapatero del maestro Angulo, inmueble colindante con la Calle Putumayo, aparece la madre de Darío portando lo imprescindible para la manduca crepuscular y nocturna. No se trata del bíblico Darío, rey de los persas sino del primogénito de la Choncholicera habido con un caballero jíbaro-aguaruna, de auténtica estirpe amazónica, razón por la que según del recodo que se le mirase, nuestro Darío -muchacho unos cinco años mayor que yo-, por ser cruce centro-oriental peruano, unas veces parecía andino y, otras, selvático: de frente jurábase que se trataba de un auténtico Tacachito, pero, por cualquiera de los dos perfiles resultaba legítimo Vicuñín.

Su madre es mujer de baja estatura, de tonalidades cetrinas, cubierta la testa de sombrero aludo de alta y puntiaguda copa rodeada de ancha cinta funeral con lazo hacia la derecha, sombrero de clara paja por donde fúgansele las trenzas maromas del grosor de las del muelle amarradas a bita espigonal. Luce sucesivas y luengas faldas y enaguas multicolores como choclo de mil pancas que le dan hasta pezuñenteros zapatones negros de tacón y pasador. La Choncholicera es andina como la papa, como el olluco, como la maca, como la quinua. Las vísceras y asaduras que aparrilla cada tarde las trae del Frigorífico -allende El Obelisco-, procedente del camal del Callao.

Como cuerpo celeste infaltable a la cita sideral, llega a su meridiano justo al frente de mi balcón, allí donde pocos años antes se elevaba columna de a metro coronada por forma de glande y hueco de meato -que Taboada, McKevoy y otros egregios personajes del gremio guarapo usaban de asiento y cenicero-. El poste duró hasta que al retroceder un camión cervecero lo abatió y tendió por los suelos. Hasta entonces aquéllo sirvió para amarrar burros y mulas. Tumbada y flácida  la columna continuó por muchos meses hasta que al fin los empleados municipales la retiraron, y en su lugar quedó oquedad cóncava de poca profundidad donde la Choncholicera emplazaba su brasero.

 casa

Foto de mi casa natal – Libertad 672 (altos).

Los altos y los bajos (674) adquiridos en 1922, fueron propiedad de mi abuela paterna.

Al frente del inmueble obsérvase el poste que ya había desaparecido cuando la Choncholicera armaba su brasero.

Fuente: foto (1946), pertenece al autor de la narración.

Como no sé si habrá ocasión de volver a referirme del camión que tumbó el amarradero burreril y mulero diré que se trataba del único modelo mastodóntico que he visto en mi vida. Era éste vehículo de enorme carga blanca -paralelepípedo regular- cerrada por puertas posteriores que indicaban que se trataba de refrigeradora móvil. Lo extraordinario de la máquina era que no se movía por eje sino por sendas gigantescas cadenas accionadas por piñones que, a modo de bicicleta, ejercían tracción yendo desde el motor a las ruedas traseras. Prosigo con nuestra verídica historia.

La Choncholicera, pues, encaja su brasero en la depresión donde estuvo el desaparecido mojón. Despliega un par de arquibancos de colores complementarios en lo más puro de su pigmentación, y unas silletitas de tosca armazón redonda y asientos de totora a la medida de las ancas de los comensales, arrellanando ella sus propias nalgas sobre taburetucho que apenas se alza un jeme del suelo. La Choncholicera y su brasero se erigen en punto central, no en ombligo sino en culo de la Tierra. Ambos son la meca y la teca tortolequianas de invocaciones vespertinas. De una bolsa extrae carbón de palo comprado en la carbonería del señor Garcés y lo introduce en el brasero insertándole mecha enkerosenada de papel periódico. Abanica con soplador confeccionado de esparto y despréndese espeso sahumerio que atosiga a los residentes de un centenar de metros a la redonda atacados de pronto de carraspera, toses y estornudos.

El Sol lentamente declina detrás de la Calle Paita, detrás de la Calle Constitución, detrás de la Calle Manco Cápac, de la estación del tren y del Muelle. El mar cambia de tonalidades, acomoda sus coloraciones a la intensidad de la luz. Antes de recogerse para dormir los patillos y las gaviotas persisten en sus vuelos, con sus gritos y chapuzones en picada emergiendo a la superficie con anchoveta en el pico. Los gallinazos de los techos alzan vuelo hasta posarse en la horizontal y vertical del patíbulo cristiano, del aspa del suplicio neotestamentario colocado sobre la Iglesia de Guadalupe, ésa de la Calle Bolivar, desde donde mejor otean las inmediaciones en busca de algún gato o ratón finados.

Las ascuas del brasero brillan ya. Resplandecen los carbones. Las chispas saltan centellando en la noche que se adivina. La lumbre despide ardor que tuestan tripas, pancitas, buches y mollejas esparcidos en la parrilla, que la Choncholicera adoba rociándolos con ayuda del hisopo de panca de los que devienen los ansiados choncholíes. Los aspersorios mojan sus hebras en cuencos y escudillas repletas de aceite y caldos sazonadores. La fragancia atrae a seres de dos y cuatro patas. Perros callejeros y gatos techeros se pasan la voz por si algún comensal les avienta un trozo ligoso, de los difíciles de deslizar por el gaznate. La Plazoleta de Paita-Libertad deja su letargo y revitalízase por obra y gracia de la humareda y emanaciones choncholicescas. Acércanse los comensales al paso; los otros posesiónanse de los banquitos mientras la madre de Darío, como la gran diosa Kali, se da maña para gastronomizar y atender en varios frentes.

Por los tiempos que narramos, siendo su negocio de renombrada fama ni siquiera necesitaba anunciar sus productos, como lo hacía en épocas idas cuando la andina y dulce Rita proclamaba:

– chunchulíes, pancetas, habetas, tuditu con ajecccetu moledu con huacccatay … Reqqueto, reqqueto, para choparse dedos nomás caserachay … Chunchulíes priparaditus de trepeta de chanchetos y ovejetas … ¡Chunchulíes, chunchulicetus…!

Con una mano alisa la panca donde deposita los trozos de tripa y mondongos preparados sobre parrila, y de barrigudas ollas de cerámica andina extrae habichuelas, choclo, mote, ají, rocoto y huacatay que entrega al comensal recibiendo a cambio los centavos -medios, reales, pesetas- que por la noche se habrán convertido en soles.

Quien ahora transite de día por este punto geográfico del Planeta, no de noche sino de día, con luz solar -de noche no sale vivo-, notará somnolencia, somnolencia y modorra que no la había por los tiempos que evoco. El Barrio de Paita-Libertad ha quedado convertido en paso casual, en senda accidental y en esporádica vereda de perdidos peatones. Ya no se escuchan las guitarras de los humiteros ni el pregón del pescador ni la canción del vendedor de revolución caliente ni del organillero; ni pasa el zambo del zanguito ni el raspadillero ni el que hilvana hilos de azúcar, ni el chupetero ni el afilador de cuchillos y tijeras soplando su zampoña porque la Plazoleta de Paita-Libertad permanece ya desierta y muda. La causa del letargo queda explicada por las tapias de las entradas en El Chino de las Tres Puertas, foco de intensísimo comercio de artículos de variada procedencia traidos de los confines más remotos del Planeta, portones que hace años cegaron. También, en la inexistente verdulería del yugoslavo: la casa de grandes ventanales que fue residencia de los D´Apello Mori. Item: en la entelequia a la que luego de seis decenios ha pasado a ser la Choncholicera, la madre del Darío chalaco.

Simultáneamente, los terremotos del 1966, 1970, 1974 y 2007 dieron por tierra con la otra pajarera, la de los altos de la familia D´Apello Mori, habitáculo de Tamakun, de otros conspicuos personajes frontoneros y sanlorenceños de la historia del Callao, como también de aquella ya referida que fue la finca de la Choncholicera, de su hijo Darío, de los vástagos de don Jesús el Carnicero, de la Cieguita que se entarugó en una de las zanjas de las tuberías, y demás insignes y notables vecinos de Libertad. Para completar la crónica hay que agregar que se sacralizó la remencionada verdulería del yugoslavo, que en los actuales tiempos todavía queda en pie y funciona como sucursal del cielo, a la que quedan invitados quienes sienten necesidad de lo eterno y lo absoluto.

El reloj marca las 9.00 de la noche. El receptáculo del brasero queda repleto de cenizas ya extinguidas que fueron reemplazadas por las chispas del firmamento. La Choncholicera recoge y limpia su brasero, apaga su primus, reune sus bártulos, amontona sus silletitas y su taburetucho en un solo montón y abandona el lugar, que no es ombligo sino culo de la Tierra.

Ricardo E. Mateo Durand

Tartu – Estonia

El Callao – Perú

Tumbalafiesta

vistapanoramicaVista panorámica de la ciudad de Chimbote

¡Llegó el pi-ká!…  ¡Llegó el pi-ká! (pick-up), anunciaban los asistentes a la fiesta en el  callejón. Felices, recibían al Cholo que manejaba la carretilla trayendo el voluminoso aparato que se acostumbraba alquilar para las fiestas en la populosa ciudad de Chimbote, pujante y naciente polo industrial de la época (50’s). El Cholo cruzaba los arenales de la ciudad llevando el moderno aparato para momentos de jolgorio y felicidad de los habitantes. Se alquilaban también los discos de moda; eran de acetato y de 78 rpm, grandotes, que al menor contacto se rompían o se rayaban, produciendo los consabidos contratiempos en las parrandas de entonces. No importaba, era el lujo del momento. Corrían los años 1955-56, y la jarana se había armado por el bautizo de un altillo que serviría de dormitorio en la modesta vivienda de un amigo de mi padre, un robusto pescador que vivía en un callejoncito de un solo caño, con baño común para todos los inquilinos. La vivienda constaba de una sola pieza, y fungía de sala, comedor, dormitorio y cocina. Con el altillo se solucionaba en algo el problema de comodidad de la familia.

Sonaban las guarachas de la época; la gente bailaba, gritaba, chupaba y se divertía a más no poder. Rostros brillantes por el sudor. Las camisas empapadas y el gentío alrededor del pi-ká, escogiendo con cuidado los discos, cambiando de rato en rato la aguja del tocadiscos, o dando manivela al aparato para que vuelva a su velocidad normal.

Llamaba la atención una mujer muy especial, no por sus atributos físicos sino porque lucía en uno de sus ojos una gran mancha negra, motivo por el cual los muchachitos del barrio la apodaron La pirata. Además, todos la conocían porque tenía su kiosco en la esquina del mercado, donde alquilaba chistes para lectura al paso. El pequeño Lucas la recordaría toda su vida, porque aun sin saber leer, este canjeaba momentáneamente dichas revistas por su pequeña hermanita de meses de nacida, a cambio de poder ojearlas, hasta que su mamá se enteró de la situación, y lo castigó con una tanda de “carterazos”, y santo remedio: jamás volvió a ocurrir el trueque mencionado.

Lucas miraba a Vilocho. Sus padres también habían sido invitados. Este permanecía imperturbable junto a uno de los pilares del altillo, sentadito, muy quieto, también gozaba de la fiesta. En sus 4 o tal vez 5 años, se había ganado una gran reputación de gran pendejo, era muy travieso, tan travieso que su madre a veces lo dejaba amarrado al catre para que no saliera a joder a los vecinos mientras ella iba de compras. Miraba, absorto por completo, escuchando la música, le gustaba y divertían los acordes de las canciones de moda:

“Corra mamá, ay, pero corra papá
enciendan pronto las luces, traigan pronto la escopeta
que en mi pieza hay un ladrón
ya le tiré con la olleta, con la mesa y el sillón,
 se metió por la ventana, se escondió  bajo’e mi cama
ya me abrió el escaparate, me está robando la piedra
esa piedra de diamante… tan preciosa y tan costosa
que adornaba mi collar…”    

Y la gente se vacilaba con la guaracha…
O también se escuchaba:

“La pacharaca tiene voz de mando… tiene voz de mando con su maridito…
qué se habrá creído, qué se habrá creído, si nací cansado
 no sé trabajar…

A trabajar a trabajar a trabajar.

Para qué, para qué,

para qué.

si nací cansado, no sé trabajar…” 

Y la gente seguía vacilándose con las guarachas…

Vilocho  había tomado un pequeño mazo que  alguno de los carpinteros había olvidado, y lo tomó como instrumento de percusión.  Seguía el ritmo de las canciones  golpeando el pilar del altillo en su base principal, al ritmo de “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, golpeaba cada vez más y más, y la gente seguía bailando y gritando y chupando, y el niño que “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, al pilar…

De repente, se escuchó un gran estruendo. De tanto “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun” con el mazo, el pilar había empezado a ceder,  se inclinó, y con el peso de las camas arriba, terminó por tirarse abajo todo el altillo. Esta vez el jolgorio se transformó en gritos desaforados, ayes de dolor, gramputeadas y carajos. La fiesta se terminó  abruptamente. Afortunadamente no hubo mayores consecuencias. Solamente algunos contusos. Llegó la única ambulancia de la ciudad y también la policía para verificar los daños. Encontraron las caras tristes de los inquilinos y asistentes, que por un niño travieso vieron frustrados sus deseos de divertirse toda la noche.

Ese día lo marcó para siempre. A Vilocho  le pusieron una nueva chapa que llevaría por toda su vida, y que ahora únicamente arranca sonrisas: Tumbalafiesta.

antiguopickupAntiguo pick-up

chimboteantiguo

Chimbote antiguo

II
Primer día de clases

Estaba listo, con su guardapolvo. Su cabello engominado lucía una pequeña montaña o tony como le llamaban. Llevaba una inmensa maleta de cuero, cuyo interior solamente contenía un silabario de cartón, un lápiz y un borrador, los únicos implementos que, según su madre, eran necesarios para él. Su padre, como siempre exagerado, había comprado la maleta escolar más grande que alguien se pudiera imaginar. Seguro, pensaría que se iba de viaje o algo por el estilo, y compró la mencionada maleta, la cual con las justas podía cargar Lucas.

Cruzaron la calle, mejor dicho el arenal, pues la floreciente ciudad de Chimbote solo tenía pavimentadas algunas calles principales. El resto era arena desértica.

Al frente, el Jardín de la Infancia de nombre no sé cuántos, con una robusta mujer en la puerta, aguardando y recibiendo a los niños de la localidad en el primer día de clases. Lucas miraba de reojo. Sintió un cierto recelo y, de pronto, se quedó petrificado:

—¡No… No…!, alcanzó a balbucear, ¡No… No!…, repetía.

Estaba asustado, acostumbrado a los mimos de mamá y de sus hermanas, era la primera vez que se separaría de ellas. Empezó a vociferar improperios…

Su madre, avergonzada, decía:

—Que mi hijito por aquí… que mi hijito por allá…

Y el muchacho de miércoles seguía gritando, gramputeando a todo el mundo; escupiendo y hablando palabrotas, pateó y le mordió un dedo a la maestra principal, la gorda que daba la bienvenida a todos los niños. Que lo empujaban para adentro, y que seguía gritando el mocoso, y que lo jalaban para adentro, y que seguía jodiendo el muchacho, aferrado a la falda de mamita. Sintió que las fuerzas le flaqueaban. Los otros muchachitos se asustaron también y empezaron a llorar; en eso vinieron otras maestras y lo jalaban y jalaban. Se aferró con tal fuerza a la manija de la puerta de entrada, que la descerrajó. Se vino abajo y él seguía con la manija en la mano, pero esta vez debajo de la puerta. Le ofrecieron un dulce. Todavía asustado y un poco calmado ya, ingresó en la escuelita con mamá. El rostro completamente mojado por el llanto, había hecho una pataleta del carajo, se había babeado todo el guardapolvo, estaba lleno de arena y, finalmente, se quedó. Lo dejaron en un cuarto vacío, sentadito en el suelo…

En la otra sala, los niños cantaban, mientras el pequeño Lucas suspiraba, sollozaba y escuchaba:

       “¡Ay, que me duele un dedo, tilín; ay, que me duelen dos, tolón!

¡Ay, que me duele el alma, tilín, el alma y el corazón… tolón!”.

III

Feliz día, mamá

Muy pequeño aún, muy niño, con las manos atrás, nervioso y sudoroso, parado frente al micrófono, ante una pequeña audiencia que llenaba el patio de su Jardín de la Infancia”, tomó aire y exclamó:

“Dejadme que yo salte,
 que brinque de alegría,
es de mi madre el día,
 mi madre de mi amor

Yo canto si ella ríe,
 yo lloro en su quebranto,

Yo que la quiero tanto…
bendígala el Señor”.

La audiencia irrumpió en una salva de aplausos; de reojo miró a un costado y la vio, sí. La vio totalmente emocionada, con una sonrisa que reflejaba su orgullo de madre al ver a su pequeño dedicarle un pequeño verso. Era el Día de las Madres, y ella lo contemplaba llorosa. El pequeñín se acercó y le dio un beso en la mejilla, y conjuntamente depositaba una flor en sus manos; la que había arrancado de algún jardín cercano y que, inocentemente, había guardado en el bolsillo. Ambos se confundieron en un prolongado y amoroso abrazo. La gente, percatándose del hecho, se sumió en silencio, hubo una pequeña pausa, todos contenían el aliento, aplaudieron nuevamente, pero esta vez con la emoción que tal situación producía. Los asistentes se llenaron de ternura. El niño dio una mirada alrededor y se percató de la mirada de todas ellas, madres emocionadas, llenas de amor filial. Tal hecho quedó grabado para siempre en su memoria; después de casi 50 años, recuerda nítidamente ese cuadro maravilloso de madres sonrientes, agradecidas por el gesto que sus niños les ofrecían en ese momento, gesto de inocencia que para ellas representaba el galardón más preciado.

IV

EL NIDO

En ese momento se abrió la puerta del nido y los niñitos empezaron a salir. De pronto, asomó la cabecita de uno de ellos, era una niñita buscando ansiosamente, con sus cachitos despeinados y su ropita desordenada por algún juego infantil, con una carita que reflejaba una angustia tremenda. Súbitamente los vio en la puerta:

—¡Mami… papi… mami… papi!, exclamó con su dulce vocecita.

—¡Mami… papi… mami… papi!, gritaba sollozando quedamente y con la carita humedecida por las lágrimas…

Corrió hacia ellos, abrazándolos con fuerza.

—¿Por qué me dejaron solita?, ¿por qué me dejaron solita?, repetía una y otra vez.

Lucas la tomó en sus brazos, la cargó y apretujó contra su pecho. La pequeña se calmó. Él no supo qué contestarle. La abrazaba y besaba tiernamente. Con los ojos un poco humedecidos, atinó a sonreír y apretar su cuerpecito con  cariño. Con la pequeña en brazos, emprendió el regreso. Lucas recordó, igualmente, su primer día de clases, ocurrido hace ya tantos años, esbozó una sonrisa con nostalgia, mientras apuraban el paso de regreso a casa…

Hugo Pazos Ramos

El Callao

Tertulias y Tertulios

En los tiempos actuales las asociaciones, clubs -clubs, no clubes-, círculos, peñas y demás agrupaciones, asambleas y cofradías se hallan un tanto o un mucho venidos a menos, como si con el paso de los años las personas sistemáticamente hubiesen perdido aptitudes para unirse, habilidad para reunirse; como si fuera arduo estrechar vínculos y relación directos en el aquí y ahora… ¿Será que el género humano olvida su capacidad de contacto personal? Cierto, existen la TV, el internet, vídeos, películas en casa a voluntad en el momento que uno elige, y otras ventajas de la modernidad que promueven el entretenimiento y placer solitarios, sin que la expresión entretenimiento y placer solitarios sea peyorativa sino que se refiere a que ya no nos resulta necesaria, y tampoco deseamos la vecindad ni cercanía inmediata de los unos para con los otros… ¿Quién duda ahora que con frecuencia aquél que reside en las antípodas se encuentra más en contacto con el amigo que el compañero que vive en el inmueble de al lado?

Qué lejanos quedaron los tiempos aquéllos en que un simple intercambio epistolar franqueado por correo tomase semanas y hasta meses en su ida y vuelta entre Europa del Norte y América del Sur. Menos aún por entonces deparaba grandes ventajas la llamada telefónica intercontinental toda vez que, aparte de lo oneroso del servicio, la voz sufría altibajos en su recepción, no siendo raro que los conferenciantes concluyeran más desinformados, más desorientados y turulatos que cuando empezaron. En condiciones normales ahora el skype lo soluciona todo.

Siguiendo la misma dialéctica de progreso, nos encontramos con que cada día son menos los que redactan cartas manuscritas, con el consiguiente desmedro de caligrafía y ortografía. Reemplázase las palabras completas por otras a medio escribir, como en el e-mail, por celular, etc.; las suplen por signos inconclusos, por símbolos presumiblemente matemáticos que sustituyen términos, y por trazos que nada tienen que envidiar a los más intrincados y enrevesados jeroglíficos del antiguo Egipto anteriores a la revolución de el-Amarna, tanto que para descodificarlos pronto habrá dos caminos fundamentales que escoger: ser un Champollion forzoso o, volverse imprescindible acudir a las más activas agencias de espionaje internacional para desentrañar lo desentrañable. Paralela a la pobreza escrituraria se da la indigencia mental, que manifiesta sus penurias en esa oralidad que oyéndola es para echarse a llorar. Lo real es que si no se dice nada no se calla por discreción ni por prudencia, sino por falta de pensamiento, ideas y reflexiones. Si creen que exagero sólo tienen que escuchar cómo hablan la juventud y la niñez de los tiempos actuales, así como no pocos adultos que tuvieron la suerte de nacer y crecer en tan renovadoras condiciones. Con avances de tanta bonanza damos por descontado que las sociedades enriquecerán el número de insociables o antisociales, huraños, retraídos, huidizos, tímidos, misántropos, esquivos, misóginos, intratables, irritables, coléricos, irascibles, estresados y resentidos.

¿Habrá tenido algunos de mis lectores que explicarle a un niño o a algún muchacho que qué es una carta, que qué es el servicio postal, que para qué sirve éste, cuál es su razón de ser y cómo se utiliza?

Hay también la contraparte, aquélla que individual o colectivamente alienta y acepta el apego y amistad entre los seres humanos -la vejentud-, aquélla que activa la fraternidad entre los hombres. Existen todavía asociaciones de barrio o de distrito o de la jurisdicción de lo que fuere que sobreviven a pesar de los graves vacíos que doña Pelona con su guadaña van dejando. Da gusto, de veras, comprobar que, aunque quizás no sean conscientes de su papel, por sus sistemáticas reuniones cumplen la función de proteger, preservar y transmitir algo tan hermoso como el acervo, dichos, sentencias, aforismos, máximas, proverbios, expresiones y espíritu de nuestra tierra natal, que es tanto como vivir felicidad propia y estimular la ajena.

Cuando rememoro estas instituciones, espacio preferencial ocupa en mi espíritu el Club Social Independiente Salaverry, club de mi adolescencia, club de barrio del Callao, que hoy como entonces queda en la primera cuadra de Libertad. Aquellos años de mi estrenada juventud, felicísimos y ubérrimos en gratas experiencias se hallan ligados al Club Salaverry. Sus visitas son bálsamo para mi mundo interior, donde se agolpan no tristezas sino esencias de inefables e inmarcesibles alegrías. Para mí ascender por sus gastados escalones de madera es como para el alma remontarse al eterno Edén de las delicias.

fiestaVista de una parte de la reunión de diciembre en el Club Social Independiente Salaverry a la que asistí.

Fuente: Álbum personal

Otro de estos cenáculos o gremios de camaradería es el Club la Boya, que hace seis decenios surgió de un grupo de amigos que reuníase en el Chifa Cantón, ése que quedaba al costado del Cine Porteño, allá en la tercera cuadra de la Calle Lima, Chifa Cantón que el tiempo, la crisis económica y política, y los alcaldes chalacos convirtieron en nada, si es que hay algo susceptible de evolucionar al estado de lo absoluto no ser, de no estar y de no haber.

Abundando en información, en principio el Club la Boya se reune el tercer jueves de cada mes, y lo hace cumpliendo uno de los más ansiados instante de todo varón, como es el sagrado acto del almuerzo, de refrigerios que dan pie al diálogo y al coloquio y alas a la evocación, a la recapitulación de tiempos idos, todos de muy grato recuerdo, como son los que nos proporcionan esos instantes de concordia y esparcimiento.

Confirmado el día de la asamblea, sus socios concurren al punto geométrico ubicable en algún recinto holgado, alguna terraza, algún mirador, alguna cofa de mástil de velero en tierra, de balcón con amplios ventanales de local de club, que puede ser el del Canottieri de La Punta, donde verifícase la masticación y digestión que vese facilitada por humectación de líquido elemento madurado en pipas, barricas, cubas o toneles, de lo que los circunstantes damos solemnemente fe.

fiesta2Club la Boya en su sesión del lunes 29 de diciembre de 2014, celebrada en el local del Club Canottieri de La Punta.

Fuente: Álbum personal

Recuerdo la última reunión gastronómica de fin de año. El día había amanecido trasparente. El Sol derramaba sus jubilosos rayos desde el oriente despertándonos del sueño del inicio del verano congregándonos en el referido lugar de la cita. Compañera del Astro Rey, la brisa marina de Cantolao insuflábanos energías inéditas. Surcaban gaviotas y patillos los espacios azules, aves alborozadas, generando algazaras casi ya perdidas en lo profundo de lo pretérito, allá en el remotísimo horizonte de nuestra infancia, cuya población, aunque imperceptiblemente, va recuperándose merced a la base de acogida de aves de La Arenilla. Paseamos por el balcón de la terraza y observamos los yates anclados a poca distancia de la orilla. Los bañistas habíanse ya desplegado a lo largo de la playa contribuyendo al murmullo con su habitual bullicio. El rumor de los tumbos llegaban hasta nosotros acompañados luego de breve resaca, cuyo retroceso elevaba el susurro de los cantos redondos, de las esféricas durezas líticas a modo de oración a la Madre Naturaleza. Hubo momentos previos para recorrer el edificio y observar las antiguas fotos pendentes de las paredes, retratos de personajes a los que a algunos conocimos en nuestra ya lejana niñez. Allí estaban los maduros de entonces adornados de mostachos, con escarpines algunos aún, con zapatos de hebillas y botones, con chalecos donde se advertían relojes de bolsillo sujetos a su respectiva cadena, con el remate de la leontina que sostenía dije adormilado sobre el vientre. Los anteojos de pinzas en su día debieron despejar la visión de sus dueños. Mientras me paseaba, trascurrieron los minutos. Los comensales empezaron a llegar a la hora acordada, motivando estrechones de manos y abrazos, como es peculiar y característica manifestación de acercamiento en nuestra cultura.

fiesta3Otro ángulo de la misma sesión de almuerzo mensual del Club la Boya, llevada a cabo el lunes 29 de diciembre de 2014, en el local del Club Canottieri de La Punta.

Fuente: Álbum personal

Juntos nos asomamos a observar a los bañistas, a informarnos de los sucesos acaecidos desde la última reunión, a documentarnos sobre lo ocurrido que nos resulta desconocido, y a comentar acerca de lo que fuimos partícipes. Hacia un lado, la Isla San Lorenzo alza su familiar y esbelto perfil, con su faro en el extremos boreal, apagado por la luz del día. Hacia el lado contrario, las grúas del Muelle Sur colindantes al Dársena exhiben inagotable actividad. Los buques entran y salen del puerto en incesante e ininterrumpido tránsito, acoderan a los espigones, tiran amarras y las anudan a sus bitas. Dase inmediato inicio al descargue o a la estiba. El floreciente tráfico naviero, tenaz y obstinado promete prosperidad. Todos nos sentimos dichosos y nos instalamos alrededor del tablero del refectorio. Así fue ayer. Así es hoy. Así, lo anhelamos, será mañana.

Ricardo E. Mateo Durand

El Callao (Perú)

Tartu (Estonia)

Las Ratas del Pantano

Esta es la última, dijo, casi entre sollozos. Cerraron la maletera del coche y se sentó en la parte de atrás, cogiendo tiernamente la mano de su adorada hija. Entrecruzaron sus dedos, como signo de una triste despedida, sin dirigirse palabra alguna, se encaminaban al Aeropuerto Internacional de Miami. El viaje, que les parecía una eternidad, era un suplicio para todos y ninguno profería una palabra, sólo se sentía el aliento de cada cual. El silencio pesado les estaba jugando una mala pasada, aún más nerviosos y tristes: era una despedida real, no sólo un hasta luego. Era un adiós sin retorno, la negra, como cariñosamente le llamaban sus amigos; No comprendía aún lo que había sucedido. En su mente sin malicia no atinaba a darse cuenta del gran daño que algunos habían cometido y el porqué de esta mala acción. Jamás hizo daño alguno, e, inocentemente, pensaba quizás que todas las personas eran como ella.

Llegaron al aeropuerto, tomó sus pocas pertenencias, se dirigieron al interior del mismo, a punto de desfallecer, sentía cómo las piernas le temblaban; no quería hacerlo, pero estaba obligada. Como si una injusta condena la hubiera sentenciado por algo que nunca cometió, tuvo que tomar la decisión, alejarse para siempre del país al que había emigrado hacía casi diez años, país en el que se había desarrollado no como hubiese ella querido. Pero las circunstancias de la vida le habían otorgado cierta comodidad y sosiego. Tuvo que renunciar a todo aquello por lo que había luchado tanto.

Alta, su tez morena color “miel de picarón”, como su esposo le recalcó alguna vez, y sus impresionantes ojos verdes hacían resaltar su agradable apariencia. Poseía una exótica belleza, como alguien alguna vez le mencionó. Vino de su país natal a tentar fortuna, y ¡vaya que lo logró!: vivía cómodamente en los suburbios de la ciudad, tranquila, gustaba de la lectura, de la música, y sobre todo del canto. Poseía una voz privilegiada, lo que permitía a sus amigos pedirle que les regalara unas canciones cada vez que asistían a una reunión familiar, donde era especialmente invitada para hacer lo que más le gustaba: cantar.

Nerviosa, muy nerviosa, presentó su “ticket” de viaje a la agente de la Cía. Aérea. En ese momento se escuchaba: Primera llamada para los pasajeros del vuelo # tal con destino a la ciudad de Lima, Perú…

Envuelta en su propia angustia, quería gritar, vociferar, granputear como algunas veces lo hizo en momentos de desahogo. No podía. Su mente era un torbellino de sentimientos, desagrado, molestia, ira, pero jamás venganza, en su persona nunca existiría algún sentimiento innoble…

Tomando fuerzas de flaqueza y a punto de quebrarse, atinó a abrazar fuertemente a su hija querida, como si fuese la última vez. No era el caso, pero sí era quizás el comienzo de una separación forzada que nadie quiso, no obstante que estaba obligada a cumplir, en contra de su voluntad. Rodaron algunas lágrimas por su bello rostro. Paradójicamente, sus ojos brillaban más hermosos que nunca. Sólo atinó a coger su bolso de mano y dirigirse a la salida correspondiente para tomar el avión que la llevaría a su destino. En el corto trayecto acertó a voltear y dar un último vistazo: estaban allí, con el corazón en la mano, sus seres más queridos, sin comprender aún la magnitud del hecho, se despedían con una tristísima mirada y con el deseo ferviente de un pronto reencuentro, que no estaba ya en sus manos.

Sentada en el avión pasaron por su mente los momentos más bellos de su estancia en el país. Aturdida por las rápidas imágenes que discurrieron en ese instante por su mente, sólo consiguió dirigirse al Creador con gran devoción, pidiéndole a Él lo mejor para los suyos. Con un “Padre Nuestro” quiso mitigar su pena, consiguiéndolo a medias.

Mientras despegaban, y al cabo de unos instantes miró por la ventanilla, y alcanzó a ver Los Everglades, que es la zona pantanosa del Sur de la Florida. Quizás sería la última vez que los vería. Debajo, pululaban cientos, miles de animales, alimañas de todo tipo, pero sobre todo, muchas ratas del pantano.

En algún momento, presa de una gran tristeza, Lucas recordó un “huaynito” que acostumbraba tocarle:

   “Negra del alma … negra de mi vida …

Cúrame la herida que has abierto dentro de mi pecho….

Ay negra … Ay zamba….

Quién será tu dueño mañana …

Cuando yo me muera mañana …”

————————————–

¿Estas llamando?”,

”Sí -contestó ella-…¡estoy llamando!

Después de haber logrado comunicación, y mientras esperaba respuesta en español, él le preguntaba:

¿Ya sabes lo que vas a decir?,

-fue la inmediata respuesta-.

En el otro lado de la línea contestaba una operadora:

Servicio de inmigración, operadora nro. Tal…, ¿En qué puedo servirla ? :

– Buenos días, estoy llamando para hacer una denuncia…

– ¿Qué tipo de denuncia..? -Insistió la operadora-,

– Estancia ilegal en el país –precisó ella-

Un momento por favor: voy a pasar la comunicación al departamento respectivo…

A los pocos segundos, contestó otra voz, esta oportunidad era voz masculina:

– Servicio de Inmigración: ¿En qué puedo servirla?

– Es una denuncia señor, a personas indocumentadas… –replicó-.

– Bien, ¿podría precisar por favor?

– Muy bien, mi nombre es…, de tal, y estoy llamando para denunciar a una persona por estancia ilegal en el país…

– ¿Es Usted ciudadana o residente?

– Soy residente…replicó sin importarle la manera fraudulenta en que ellos habían conseguido dicho beneficio

– ¿Podría confirmarme sus datos?

– ¿Es confidencial…? -preguntó ella-.

– Sí, es confidencial…

– Bueno, mis datos son…

– ¿Podría proporcionarme los datos y dirección de la persona denunciada?

– Sí, son los siguientes: ………

Luego de dar los datos mencionados, y sin ningún signo de arrepentimiento por la delación que acababa de efectuar, se miraron, los dos asintieron mutuamente con esa sonrisa malévola que los caracterizaba, propiedad innata de los envidiosos, hipócritas y traidores…

Lucas recordó los largos años de “amistad” con estos personajillos. Vinieron a su mente los innumerables actos despreciables en que éstos se vieron envueltos, motivo por el cual cortó dicha relación, y recordó un pensamiento:

“El que traiciona una vez, traiciona mil
el que traiciona en su casa, a su esposa e hijos,
traiciona en la calle a su socio o amigo…
El que traiciona al amigo, traiciona a todo el mundo.

La traición no es un acto, es una condición del ser humano,

No se comete una traición, SE ES UN TRAIDOR.”

Sentado y absorto en sus pensamientos, Lucas cavilaba:

“Alguna vez pensamos que Dios se encargará de castigar a este tipo de miserables, podría decir que no es así, puesto que Dios no castiga… ¡La vida da tantas vueltas!, y todo se paga en este mundo…: Quizás con una enfermedad terminal, una embolia o una simple hemorroide en el culo… Por nuestra parte, no le deseamos ningún mal a nadie, y es la propia vida quien le dará a cada quien lo que se merece.”

Asociando a este tipo de despreciables personajes, recordó un pasaje de la Biblia que nos dice:

“Pero les ha acontecido lo del proverbio verdadero: El perro vuelve a su propio vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el fango”…

(2 Pedro 2:22)

Recostado, descansando ya en casa , Lucas recordaba los momentos angustiosos de su llegada , 15 años, 15 largos años de ausencia, se recordó oteando por la ventanilla del avión mientras este descendía, vio su tierra querida desde el aire, hermosa, bella , incomparable, su Patria querida.., Lima, la que alguna obra calificó de La horrible, allí estaba, con sus luces, sus gentes, sus tradiciones…, al costado, su Callao querido. Sudaba nerviosamente, mientras caminaba hacia la salida después de pasar por Inmigración, allí estaban, sus seres más queridos, solo atinó a abrazarlos fuertemente, a la vez, miró alrededor , se percató de su ausencia…No está; no está…dijo para sí mismo… Que se va a hacer…que se va a hacer

Había disfrutado de algunos momentos de jolgorio en casa de Ursus , gran amigo de antaño; al que jocosamente se referían como Cacique de Chucuito, La Punta, San Lorenzo, El Frontón , El Camotal e islas aledañas, observaba desde el “depa” la hermosa vista, si, al frente y desde el edificio “Dos de Mayo”, se divisaban las figuras hermosas de las Islas “San Lorenzo” y “El Frontón” (de triste recordación porque fue un presidio que alguna vez fue mudo y trágico testigo de hechos deleznables), estaban los amigos de siempre, ya entrados en años, pero al fin y al cabo sus más entrañables amigos, la guitarra, el cajón, un brindis por aquí, otro brindis por allá, con el consabido Te estimo como la putamadre hermano de todos los borrachos, noche de tertulia, de música, de tragos, de amistad sincera…

Aun adormitado debido al gran recibimiento en el barrio querido, disfrutando del sonido del mar y por supuesto de la agradable brisa marina con su olor característico, en un momento se quebraron sus pensamientos con el sonido particular del teléfono…

  • ¡Hijito, te llaman ¡ escuchó..
  • ¿Quién es? preguntó…
  • Una señora… fue la respuesta
  • ¡Hola ¡ replicó Lucas…
  • ¿Como estas? se escuchó en el auricular, era su voz, si, era ella, inconfundible…

Algo turbado, solo atinó a preguntar ¿Cómo estas, como estas?

  • ¿Llegaste anoche? No, respondió, – llegue hace dos días
  • Me avisaste que llegabas anoche, ¿qué pasó?

Lucas no supo que contestar, tal vez el error de siempre de confundir los números al escribirlos, pensó…

  • Voy a ver algunas cosas y te llamo, dame tu teléfono y dirección…, a duras penas pudo coger un lápiz y escribir temblorosamente…

Se despidió de mamá, y pasó el día de aquí para allá, yendo y viniendo, inició su recorrido visitando el barrio de Chacaritas; su lugar de nacimiento, recordó la plazuela del Barrio fiscal # 3, que antaño le parecía inmensa, ahora se veía minúscula, había pasado por su querida calle Colón, escenario de tantas anécdotas y travesuras de niño, pasó por la sede del club Sport Boys, aguerrido equipo de antaño y hoy venido a menos; que conjuntamente con el Atlético Chalaco constituían la garra y el fervor deportivo de los chalacos, siguió por la antigua calle Libertad, Salaverry, Constitución; pertenecientes al Callo antiguo y de grata recordación, para recalar finalmente en la playa Cantolao del distrito de “La Punta”, escenario de tantos momentos felices de su vida.

Mirando constantemente el reloj, a la hora prevista la llamó y quedaron en reunirse en cierto lugar…

  • A las tal en punto, al costado de tal sitio…, en el barrio de San Isidro…

Para movilizarse a través de la ciudad, no tuvo mejor idea que hacerlo a través de lo que significaba ya una tradición en la ciudad, el uso de microbús, con sus asientos destartalados, sus bocinas bullangeras, viajando como sardinas en un minúsculo vehículo, que le parecía de alguna manera muy simpático, por lo folclórico , imagen representativa del la urbe.

Le fascinaba la ruta, el microbús atestado de gente de toda raza , color , credo, las luces y el bullicio de la ciudad, parado en un rincón del pequeño bus, con capacidad para 20 o 25 personas, pero a calculo ligero podrían ser unos 40…”Avance al fondo”..”Al fondo hay sitio” gritaba el cobrador, la gente alborotada respondía de mal humor, de pronto un atrevido vociferó: “Oe conchetumare, a dónde vas a meter más gente uón”…

Lucas solo sonreía, se apeó en el paradero convenido, caminó algunas cuadras, confundido, nervioso…de pronto divisó la camioneta que ella le había descrito, sí; era ella sin lugar a dudas…

El vehículo se estacionó al borde de la vereda, no atino a moverse, solo la miró, se acercó , escuchó que lo llamaba por su apellido, como algunas veces y bromeando, ella lo hacía…le tomó las manos, la besó suavemente en los labios y atinó a decirle…Hola mi amor, tenía un nudo en la garganta, 5 años de ausencia, 5 largos años que habían pasado como si fueran solo ayer, ella ; con los ojos enrojecidos reía nerviosamente, reía, solo reía, Lucas tomó su cabecita y la acurrucó en su pecho, se abrazaron con fuerza, como si quisieran recuperar esos largos años de forzada separación, se tomaron de las manos, y caminaron, solo caminaron, sin importar donde, disfrutando de la felicidad de estar juntos…como antes…

Hugo Pazos

EL COCINERO CHINO

La familia de I era de rancio abolengo. Sus antepasados poseían pergaminos que demostraban fehacientemente su prosapia y estirpe de antigua alcurnia en alianza incuestionable con otros de similar linaje que realzaban su nobleza de sangre. Aparte de los añejos títulos emparentados con el poder y la riqueza ­poderío y opulencia son hermanos gemelos­, los bisabuelos y abuelos de la señora doña Angélica de I habían demostrado talento para adaptarse a la novísima república y a su agitación, inquietudes y actividades comerciales que trajo el siglo XlX. En su conjunto, tanto como familia como en sus elementos individuales constituyentes de la misma, toda y todos se aclimataron tan bien a los nuevos tiempos que aprendieron a navegar en los más impetuosos mares, y a sacarle provecho a la situación cualquiera que ésta fuera.

Por la época en que conocí a una de sus descendientes, la referida señora doña Angélica, vástago de la mencionada familia, poseía mansión que quedaba por lo que ahora son las primeras cuadras de la Avenida Salaverry, por entonces todavía lugar sosegado y tranquilo, allá, no muy lejos del sitio aquél por donde no hacía mucho fue el Bosque Matamula, zona apacible, de excelente aire y de ozono puro por su condición de área un tanto alejada del centro de Lima.

La mansión ocupaba una manzana completa. El edificio principal erigíase en el centro del solar teniendo más allá un cenador preciso para los almuerzos en días cálidos y veladas de noches templadas, con su glorieta vecina para conversaciones, tertulias y bailes a que los ágapes de entonces traían consigo. Allí era usual la praxis dedicada a Ludi Floreales, pero no en su versión de desenfrenos sensuales sino para el sano ejercicio de las bellas letras. Así, lo que pudo haber sido licenciosos encuentros íntimos se convirtieron en citas literarias, poéticas; de inspiraciones líricas, elegíacas, bucólicas, épicas, pastoriles e idílicas, con lo que queda claro que hallábanse relacionados con la grata vertiente de juegos florales en inspiradora atmósfera teniendo a la redonda por igual árboles oriundos del Perú como aquellos otros de procedencias varias ambientados en nuestra dichosa tierra. Un poco más allá estaba la piscina, no de medidas olímpicas pero sí para el cómodo aprendizaje y la práctica sin trabas de la natación. No muy lejos, el estanque con lotos y peces de colores traídos del lejano Oriente era deleite y regocijo para la vista.

Dentro del inventario de bienes patrimoniales heredados de sus mayores, sin contar los inmuebles y muebles, que eran cuantiosos, la señora doña Angélica se vio convertida en dueña de uno semoviente de particularidades muy especiales que respondía al nombre de Fuchi­fu.

Acerquémonos a él. Mirándole el rostro, Fuchi­fu parecía palimpsesto borrado y escrito repetidas veces, tantas que ni paleontólogos ni paleólogos ni paleógrafos ni grafólogos ni expertos en críptica ni geólogos ni arqueólogos ni curtidores ni restauradores de pergaminos y cartón ni consumados papirólogos ni egiptólogos ni orientalistas ni sinólogos ni versados en Manuscritos del Mar Muerto ni de los de Nag Hammadi ni ningún avezado técnico de disciplinas ni ciencias habidas y por haber era capaz de determinar su edad matusalénica. Por la época a que nos referimos todavía no se habían descubierto las aplicaciones del carbono­14. Así, pues, la data de nacimiento como la longevidad de Fuchi­fu continuaron siendo misterios y enigmas indescifrables.

Sabíase sí, que siendo muy joven, entrando recién en la adolescencia salió del Celeste Imperio fugándose por Hong Kong. Pasando mil de privaciones, penurias, peripecias, carencias y naufragios vino a tomar tierra en una de las plantaciones del norte del Perú, donde captado no mucho después por sus eximias cualidades gastronómicas, el dueño de un ingenio azucarero, abuelo de la señora doña Angélica lo destinó a la cocina de su casona.

Fuchi­fu era asiático más bien bajo que de estatura media, más todavía cuando los años le habían hecho perder alzada. Lucía complexión casi esquelética pero sano y vital a toda prueba independientemente de su apariencia enteca, esmirriada y canija. Era hombre a quien todos compadecían por creerlo cerca de la sepultura, pero por incomprensibles paradojas era él quien enterraba a todos. Era ágil de naturaleza, rapidez que conservaba por la costumbre de deambular por los jardines, follaje y frondosidades de la finca persiguiendo animalitos que, por testimonio bajo juramento del jardinero, del agente particular de baja policía, del mayordomo, de la mucama y del ama de llaves, se trataba de batracios y roedores, aunque al regresar Fuchi­fu sólo enseñara manojos, gavillas y haces de yerbas producto de sus frecuentes excursiones que se extendían hasta coordenadas bosquematamulense.

Cualquiera hubiera afirmado que se trataba de austero monje budista o de tímido, insociable y huraño asceta solitario. ¡Nada más lejos de la realidad!: Desde antiguo había trabado amistad con compatriotas suyos, que en su mayoría residían y trabajaban en chifas del Callao, ciudad a la que de vez en cuando bajaba yéndose en carreta o carromato jalados por caballos de desgarbada estampa ­caleta y calomato decía él­, o en tlanvía, cuando estos empezaron a funcionar a principios del siglo XX.

Si la edad de Fuchi­fu era enigma pitagórico, igual ocurría con sus habilidades y pericias culinarias. Fuchi­fu hacía sopas y condimentaba adobos y guisos que eran simbiosis de la novena maravilla del mundo antiguo y moderno.

Algunas veces tentaron al abuelo para que vendiera la casona, transacción que no llegó a feliz término para el potencial adquirente debido a que el dueño se negó en redondo venderla con chino y todo. El negocio de la enajenación era incluyendo a Fuchi­fu. La cosa resultaba clara para el adquisidor: compra con Fuchi­fu porque si no, no había trato. La casona y todo lo que constituía la propiedad completa sin Fuchi­fu perdía por lo menos la mitad de su valor y cotizaciones.

Así fue como nuestro cocinero se convirtió en pontífice infalible, irrebatible desde su solio en ciencias culinarias y, por tanto, en inamovible personaje de aquella heredad. Su palabra, siempre que no excediera los límites de la cocina, devino en dogma y en artículo de fe.

Pasaron años, lustros y decenios hasta llegar a los tiempos a que me referí al principio de esta verídica narración. Con sopas y cazuelas tan destacadas obvio era que nunca faltaran comensales sentados a la mesa de la señora doña Angélica, sobre todo los autoinvitados profesionales, vástagos de familias capitalinas de campanillas venidas a menos, acuciados por hambre tenaz, desempleados y persistentes ociosos voluntarios, huéspedes que en El Callao se designa con términos múltiples: gargantas, paracaidistas, gorriones, gorrones, gorristas y gorreros. No era que formaran legión los gargantas, todos muy atildados, muy acicalados y emperifollados sin un centavo en el bolsillo, pero fechas y oportunidades hubo en que, sin duda por telepatía o arcana intuición, acudían en tropel a saborear la manduca fuchifusiana. Pasemos ahora a la cocina…

… la misma donde Fuchi­fu era soberano y señor de impenetrable reino. Era ésta de magnitudes apreciables. Sus medidas, al igual que ciertos templos se computaban en longitud de Oriente a Occidente, en latitud de Norte a Sur, en profundidad desde la superficie del suelo hasta el centro de la Tierra y, en altura, desde la superficie del suelo hasta la bóveda celeste, todo incrustado en la intemporalidad o atemporalidad más absolutas. La alacena se hallaba en una de las paredes, tan ancha y alta como la muralla en la que estaba empotrada. Había espacio para comestibles y verduras de todas las especies y climas, tanto tórridos como templados y fríos. También estaba la sección para cacharros de todo tipo: cucharas, cucharones, rodillos, vasijas, escudillas, bacías, cuencos, ollas de barro y metal, ánforas, cántaros, botijos, alcarrazas, marmitas, tazas, tazones, jofainas, poncheras, boles y mil otros recipientes propios de su arte y oficio, multinacionales y multiculturales.

El mastodonte que servía para cocinar contaba de cuatro fogones y un horno, en cuyos vanos del hogar, abajo de las parrillas, se introducía la leña o el carbón de palo, que luego se prendían utilizando astillas del mismo madero o papel de periódico ­designado papel de comercio­, hasta que los tronquitos después de paciente combustión quedaran convertidos en ascuas y rescoldos, todo a fuego lento, que era secreto de su industria. Cuando la flama tardaba en avivarse o se apagaba, entonces rociábanse con kerosene los trozos de leña o de carbón, lo que aseguraba categórica ignición.

Poseía también hornillos primus que usaba alternativamente. Sus primus echaban más fuego que soplete de gasfitero. Podía desarmarlos y armarlos hasta con los ojos vendados, sin fallar en la instalación exacta de parrillas, quemadores, empaquetaduras y niples. Nunca se le reventó ninguno.

Las ollas familiares de esas dichosas épocas eran como las que se empleaban para cocer el rancho de la tropa, ello porque había que estar preparados para las ya reveladas visitas inesperadas y espontáneas, de cuyo número ni las predicciones de San Malaquías y de Nostradamus juntos hubieran acertado. Así, Fuchi­fu ponía sobre los fogones recipientes que más eran pailas que otra cosa. Daba gusto, en el caso que hubiera sido posible observarlo en tales menesteres, ver cómo llenaba de agua y metía carnes y vegetales para luego hervirlos hasta que el borboteo y burbujeo sonaban como sinfonía para sus oídos. Cuántas ocasiones hubo en que la señora doña Angélica solicitó la gracia de hallarse presente durante los cocimientos para aprender también ella de tan eminente maestro, merced que siempre le fue denegada por el ilustre chef, negativa que no sólo se extendía a ella sino también la hubiera dado al mismo Cristo, si sólo para tal gestión hubiese bajado del cielo.

Pero todo se logra dándole tiempo al tiempo y haciendo gala de paciencia. La serena dama a modo de sugerencia había ordenado al jardinero con la mayor reserva que sin aspavientos ni énfasis le avisara cuando algún instante de ausencia de Fuchi­fu la ayudara a introducirse en su feudo. Cumpliose la coyuntura favorable en circunstancias en que éste salió para arrancar de cierta mata un puñado de hierba sazonadora. La señora doña Angélica ingresó en recinto por tantos años vedado. Miró hacia uno y otro sitio. Repasó la alacena, la despensa, los armarios, las ménsulas y anaqueles con rápido examen. No hubo para ella repisa inadvertida. Todo se hallaba impecable, limpio, pulcro e impoluto. Comprobado esto, la mirada se posó instintivamente en la borbotante paila sobre uno de los fogones. Tomó un secador y protegiéndose la mano de vapores levantó la tapa. Examinó el interior del recipiente y reparó cómo por efectos del hervor habíase establecido corriente circulatoria de abajo hacia arriba, dando como resultado el movimiento contínuo de los ingredientes que hallándose en la cresta de la efervescencia dejábanse ver por breves momentos.

Notó un no sé qué de imprevisto. Una punzante corazonada la excitó. Tomó la espumadera más a mano y con ella removió el espeso menestrón. A las zanahorias, papas, nabos, trozos de apio y poro ya casi en su punto de cocción siguieron fragmentos de carne que al principio la dama tomó como cosa natural… ¡¿Natural…?! He aquí, sin embargo, que entre esas porciones destacose algo como el cuerpo de un animal pequeño, tiernecito, esponjoso y delicado unido a una especie de larga mecha de dinamita, gorda en su base pero adelgazando conforme llegaba a la punta. ¿Sería un conejito? … ¡No…!: los conejos no tienen rabo de estas características. ¿Un cuy…? …¡Tampoco…!: los cuyes casi no tienen rabo. Éste era largo, grueso en la base, en la parte pegada al cuerpo, afinándose en el extremo final. Sus pupilas focalizaron su atención en este objeto inesperado, en esta inopinada provisión, y se le abrieron demesuradamente justo en el momento en que Fuchi­fu hacía acto de presencia estableciéndose el diálogo:

– ¿Qué significa esto, Fuchi­fu? ­inquirió la señora doña Angélica, enseñándole al chino el roedor pelado y hervido que sostenía en la espumadera­,

– Ete pelicotito, patloncita, como sapito que etá dentlo cacelola, son pala mí, pueé … Sopita menetlón y demá comilita pala ti y toó lo galgantaa limeñitooo.

Ricardo E. Mateo Durand
El Callao – Perú
Tartu – Estonia (Comunidad Europea)

LOTERÍA FATAL O DE LA SUERTE Y DE LA MUERTE

Recuerdo la última vez que lo vi. Fue el viernes 13 de diciembre de 1968, casi vísperas de mi segundo viaje a Europa. Por hallarse vinculados de alguna manera, me referiré a ambos, a él y a mi viaje … ¡Viernes 13…! … Ocurrió en circunstancias que me fui a caminar por El Callao para observar, para contemplar, para guardarme y llevar conmigo las imágenes de sus gentes, de sus calles, de su flujo de personas y vehículos, de su mercado de abastos -Plaza Grande-, de sus plazuelas -del Óvalo, Dos de Mayo, Independencia, Pérgola, Malecón-, de su compleja heterogeneidad, de sus fragancias, coloridos y sabores.

Empecé mi recorrido desde la intercepción de Guardia Chalaca con la Calle Lima. Despacio. A pie. Me movía con tranquilidad para no deambular ajeno a lo que me rodeaba sino precisamente para captarlo todo, para sentirlo y penetrarlo todo, para aprehenderlo íntegro todo con la mayor fuerza posible. Pasé por el costado del Cine Sáenz Peña, que no mucho después dejaría de existir. En el mismo sitio de aquella sala de proyecciones, en tiempos actuales se halla el edificio de la SUNARP. Al otro lado de la calle se levantaban, como aún permanecen levantados, los muros del Colegio San Antonio de mujeres.

Pasé de cuadra dejando a mi derecha la callecita Nazca y, pocos metros más allá, crucé la Avenida República de Panamá. Seguí bajando por la misma Calle Lima cuando de pronto una camioneta roja llamó mi atención. La carrocería era de rojo encendido. A la altura de Vigil, poniéndole aire a las llantas de ese mismo vehículo encarnado estaba mi amigo Ernesto, a quien los compañeros le decíamos Tito unas veces -como lo llamaban en su casa-, Fifa, otras, como le decíamos sus amigos o, al menos, parte de ellos. Quien estas líneas lee no debe asombrarse de los motes de los chalacos -chapas, se les decía por aquellos tiempos quizás para sin proponérnoslo enriquecer la polisemia de la palabra, ya de por sí abundante-. Ni en el colegio ni en el barrio había quien no tuviera su sobrenombre: cada amigo y compañero tenía el suyo. No se salvaban ni los maestros, o quizás por el hecho de serlo eran los primeros en rebautizarlos los muchachos. Son calificativos cariñosos que acompañan desde la niñez, asociándose con nosotros hasta la tumba. Los suyos eran, repito, Tito o Fifa, sin que este último tuviera relación alguna con el fútbol.

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Foto de la clase de primero de primaria del Colegio San José de los Hnos. Maristas
(El Callao – 1952)
Fuente: Álbum personal

Fifa y yo nos conocimos desde los primeros días escolares, como con la mayoría de los camaradas de la niñez. Ambos empezamos la primaria en la misma clase e hicimos juntos La Primera Comunión un año después, que fue el Día de San Luis Gonzaga (21.06.1953). Transcurrido un decenio, egresamos en la misma Promoción (Llll Hno. Pablo Nicolás). Refiriéndome a su persona añadiré que se trataba de un joven un par de centímetros más alto que yo, y de complexión fuerte sin perder la silueta esbelta de la adolescencia. Era risueño, festivo, demostrando su complacencia con sonoras y contagiosas carcajadas, sobre todo cuando en momentos de muchachonadas travesuras dábase a reir con alborozo que exteriorizaba sin estorbo:

– Jooo … jojojooo … ¡¡¡Jooooooooooooo…!!!

Lo recuerdo también cuando en el coro del Hno. Pascual, conservando la armonía a Tito le daba por cambiar palabras y frases de las canciones que el referido don Pascual nos enseñaba … Había una parte en que el conjunto debía repetir:

– Al bardero … al bardero … al bardeeroooo …

con voces bajas y decreciendo en intensidad, que en boca de Ernesto salía de manera manifiesta jugando con los efectos fónicos de la palabra:

– Al pajero … al pajero … al pajeeroooo …

… desternillándome tanto que en una oportunidad, escuchando nuestro Hno. don Pascual que por ahí alguien desentonaba descubrió en mí el causante de tamaña disonancia, indicándome con el dedo índice de la mano derecha la puerta de salida. Nunca más participé en ese ni en ningún otro coro precisamente por mi incapacidad para fundir mi voz en el armónico unísono torrente de las otras voces.

No puedo, ni tampoco deseo pasar por alto que cuando adolescentes solíamos reunirnos en La Punta para bañarnos en las aguas de Cantolao o en las de La Arenilla -a La Punta-Punta iba yo con otros amigos-. Acostumbrábamos jugar pin-pon en el Club de Regatas Unión, pero, sobre todo, nuestros encuentros eran para remar. Nos encantaba bogar. Buscábamos al entrenador, un uruguayo por entonces era el instructor oficial del club, y le pedíamos permiso para sacar yola, que nunca nos negó, reiterándonos la consabida recomendación:

Tengan cuidado, muchachos… No se alejen demasiado de la playa… Desde acá los voy a estar mirando.

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Cantolao
La Punta – El Callao
Fuente: Álbum personal

Pasaron los años con la lentitud y dilación que la adolescencia les atribuye. Egresamos (1961) y cada cual optó por el rumbo de sus sueños, de sus posibilidades, de sus proyectos y aspiraciones o de lo que fuere. El padre de nuestro amigo tenía oficina de contaduría-auditoría en la primera cuadra de la Calle Lima y, como sucede en ocasiones, nuestro apreciado compañero siguió las huellas de su progenitor. Tan bien le iba todo que en cierta oportunidad salió favorecido con el premio de lotería consistente en una camioneta de color rojo, la misma con que lo vi ocupándose de su mantenimiento en aquel minúsculo centro de servicios en una de las veredas de la Calle Lima.

Lo vi, pues, y mi primera intención fue llamarlo, pasarle la voz desde la otra acera, acercármele y conversar con él, borrar el tiempo transcurrido desde la última ocasión en que nos vimos. También despedirme. Pero me detuve: no me atreví a gritar de una vereda a la otra porque pensé que hubiese sido excesivo alboroto. Tampoco crucé: por entonces el tráfico era de doble sentido, y en ese instante mostrábase congestionado. Me contuve. Me sobreparé y me quedé viendo a mi amigo, activo, diligente y entusiasta, atendiendo el vehículo con que la suerte lo gratificó.

– Será para otra oportunidad -me dije- … Será para cuando regrese al Perú.

Paso a paso fui bajando por la misma vereda y pronto estuve a la altura del mercado. Entre Cusco y Puno, casi al frente de la puerta del mismo mercado de abastos que da a la Calle Lima quedaba la pastelería de un chino que vendía mimpaos y demás deleites para el paladar hechos de frejol colado, de dulce de piña, de miel y coco. No pasó mucho cuando el establecimiento se mudó a la Calle Cusco, justo allí donde en el pasado doblaban los urbanitos y tenían paradero, sistema que desapareció en 1965. De Cusco el mimpaonero cruzó la Calle Lima y ahora (2015) lo tenemos instalado a media cuadra de Cochrane, también casi al frente del portón de media cuadra del mercado, a pocos metros de la Calle Colón y de la antigua Avenida Buenos Aires, avenida que mucho antes de nuestro nacimiento había sido la Calle del Ferrocarril. Las crónicas nos aclaran que esta misma arteria -la del Ferrocarril- llevó el nombre de Calle de la Condesa. En nuestra época, repito, nadie se acordaba ni de la Condesa ni del Ferrocarril: se la rebautizó con el apelativo de Avenida Buenos Aires para, por último …¡¿por último?! … devenir en Avenida Miguel Grau, que es como ahora se le conoce.

Fui bajando por El Óvalo, por el costado de la Cervecería; crucé la Avenida Dos de Mayo y la Calle Miller para ver La Plazuela Gálvez … Así, pasito a paso llegué hasta el Malecón, donde me apoyé sobre el murito de mi niñez, ése que da hacia el mar. Por entonces los olores del guano había cedido lugar a los de las anchoveteras, que traían el pescado hasta el Muelle para cargarlo sobre camiones. Los camiones partían dejando su rastro de sanguaza, propiciador de resbalones, choques, colisiones y patinazos vehiculares.

Ese día viernes pasó raudo, igual que el sábado y el domingo. Aquel domingo estuve con amigos en gira por Chincha y Paracas, ocasión que fue la última en que vi a mi excelente e inolvidable maestro Pepe Ontaneda, quien falleció en noviembre del 1972 a la edad de 43 años. Llegó, pues, la noche y muy luego la madrugada del lunes 16 de diciembre. Era muy oscuro todavía cuando fue a buscarme el auto contratado por la empresa naviera Marítima y Fluvial para llevarnos a Chimbote, desde donde partiría la Motonave Paracas en directa singladura a Europa. Hice el recorrido automovilístico hasta el punto de embarque en compañía de dos profesoras de edad, que viajarían a España para consultar su salud ocular en la Clínica Oftalmológica Barraquer, y luego realizar gira turística por La Península y por algunos países veterocontinentales. Más adelante dedicaré unas líneas para hablar algo más acerca de estas dos damas.

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Foto de la clase de tercero de secundaria del Colegio San José de los Hnos. Maristas
(El Callao – 1959)
Ernesto Alcántara Falconí se halla sentado: el segundo de la izquierda respecto a nuestro maestro el Hno. Felipe Luis
Fuente: Álbum personal

La Motonave Paracas era buque carguero nada carraco a pesar de haber salido de atarazana en 1946. Aquel lunes 16 de diciembre, el cargamento estibándose era de harina de pescado fabricada de esa misma anchoveta que extraían inmisericordes e inclementes del mar, que en Chimbote transportaron en barcazas hasta ambas bandas, tanto de babor como de estribor del buque mercante. En tales circunstancias lo vi escorado, unas veces hacia un lado y otras, hacia el contrario. Al tope las bodegas, y estabilizadas estiba y embarcación, amanecido que hubo el martes 17 de diciembre, entre las brumas de la expirante madrugada de esa parte del Pacífico, que reverberaban al Sol matinal, partió el Paracas hacia el norte, hacia su punto de destino europeo, que debía ser la ciudad de Bremen.

Los pasajeros fuimos seis: las dos maestras de edad a las que he nombrado -parlanchinas, fisgadoras y fiscalizadoras, de puño en pecho, puritanas y cucufatonas, rezadoras de rosario diario; un caballero empresario con medio siglo sobre los hombros que ya había circunvalado la Tierra tres veces -don Miguel Céspedes B.-; una joven francesa de 27 años con su hijita de tres, y quien estas líneas escribe. Recuerdo que me tocó un camarote espacioso a nivel de cubierta, allá en la banda de babor. Los muebles de roble marrón oscuro se repartían por la holgada cabina. La cama, fuerte, maciza y ancha, de una plaza muy bien medida hallábase atornillada al suelo. Había escritorio asegurado igual que el lecho, escribanía con la que Cervantes se habría sentido a sus anchas para componer El Quijote. Baño propio con ducha. No faltaba nada para realizar viaje placentero que aproveché para leer casi toda la obra de Ricardo Palma. Llegado a este punto daré cumplimiento a mi promesa de informar algo más acerca de las bienaventuradas beatonas.

He olvidado sus nombres, pero sí que me acuerdo de su genio y figura, que las habrá acompañado hasta la sepultura, porque desde entonces a la fecha ha pasado casi medio siglo. Luego de las presentaciones:

Buenos días … ¿Cómo están, señoras?

¿Señoras nosotras? … No, joven, no se equivoque … ¡Somos señoritas por nuestros cuatro costados! … ¡Seeñoooritas…!

Pedí disculpas, y continuamos.

Luego de las presentaciones, repito, y de la exposición mutua de motivos del viaje a Europa, nos referimos a la ocupación de cada uno de nosotros. Ambas eran maestras de escuela. Las escuché y, aprovechando un breve silencio de ellas, que me dio pie para formular la pregunta de por qué en el Perú no estudiaban juntos los niños de ambos sexos, así como en otros países, la de mayor edad me respondió lapidariamente:
¡No! … En el Perú jamás podrán estudiar juntos chicos y chicas porque los chicos son muy mañosos.

La palabra mañoso, que fue la que empleó la casta dama de oásicos cincuenta y cinco años, apuntaba a erótico, lascivo, obsceno y lujurioso.

Como a mí me sonara exagerado, de manera educada, calmadamente le manifesté que según yo pensaba, los niños y muchachos de ambos sexos eran muy parecidos en todo el mundo, lo que fue causa para que la misma dama de mayor edad, secundada enérgicamente por la otra, volviera a la carga reafirmando lo ya expresado:

– ¡No…! … ¡En el Perú los muchachos son unos resabiosos…! Son unos libidinosos, lúdicos y sensuales,… Así como dije: ¡unos lujuriosos…! … ¡¡¡¿No lo sabremos nosotras que hemos trabajado tantos años de maestras…?!!! … Porque nosotras, señor Mateo, ya no somos criaturas y bien sabemos lo que hablamos … Yo tengo ya 55 años y mi amiga… un poco menos.

Como viera yo que estaba por demás hablar de esto o de temas conexos, nos despedimos por el momento. Quizás fue en ese instante cuando surgió cierto flujo, cierta corriente, tal vez más: cierta correntada o chiflón de antipatía recíproca. No pasó mucho en que conversando con el telegrafista le referí la charla sostenida con las dos damas, a lo que él se sorprendió:

– ¡¡¡¿¿¿Qué … 55 años…???!!! … ¡¡¡Viejas de mierda, que son ambas…!!! … Mira, Ricardo: vamos, vamos ahorita mismo al cuarto de telegrafía que es donde guardo los pasaportes.

Efectivamente, las dos damas solteras habían ya superado los setenta. Todavía más adelante agregaré algo más de ellas. Por ahora sólo añadiré relatar que nuestro itinerario no fue otro sino subir hasta Balboa, cruzar el Canal de Panamá con su Lago Gatún, y llegar a Colón, donde el barco se quedó por unas pocas horas reabasteciéndose. Saliendo de allí, aproó hacia el nordeste por el Mar de las Antillas que también Caribe llaman -como dice el poema del cubano Nicolás Guillén-, abriéndose paso entre Jamaica, Haití y Cuba, para atravesar el Atlántico por el Mar de los Sargazos, que toca algo del Triángulo de las Bermudas.

Recuerdo nítidamente cuando surcábamos el primer tramo de los nombrados, allá, como dejo dicho, entre Jamaica, Haití y Cuba. Como gaviota perseguidora de nuestro buque me acompaña todavía la canción aquélla que inundaba el éter:

Yo nací en Puerto Rico

Y en Nueva York me crié

Ay, pero nunca me olvidaré

De mi tierra borinqueña …

Dejose atrás el piélago de los Sargazos y nuestra motonave Paracas surcaba aguas con frecuencia sacudidas por violentas tempestades otoñales e invernales, según fuéramos acercándonos a Europa. Menos mal esta vez no, pero sí el inmediatamente al siguiente viaje del Perú a Alemania que la Motonave Paracas zozobró y terminó con su carga en el fondo y lecho atlánticos. No he tenido noticia de su tripulación ni de su capitán, de nombre Ángel Rabí, que por entonces era hombre de 37 años, ni si entonces también llevaba pasaje, como en el verídico caso que narro por estas líneas.

Recuerdo, pues, que uno de esos días, cuando ya el ambiente habíase enfriado, con mar grisáceo intenso, el cielo se oscureció por efecto de nubarrones harto amenazadores, descendió la presión atmosférica con tanta evidencia que no se necesitaba ser metereólogo para tener la certeza que se nos echaba encima una de esas impresionantes tempestades, como que así fue al poco rato, desatándose con inaudita furia e inconcebible furor. Mientras tanto, había yo tenido ocasión de llegar a la sala de estar y viendo cuchichear a ambas damas, me deslicé con aire enigmático, por lo que viéndome ellas se animaron a dirigirme la palabra y preguntarme, cosa que era lo que yo deseaba:

– ¿Sucede algo, señor Mateo…?

Así, pues, como no queriendo la cosa, con voz lúgubre y funesto gesto, bajando la voz como si de algo tremebundo se tratara, empecé mi escueto discurso:

– Parece, señoritas, que se nos acercan momentos amenazadores, peligrosísimos…

– ¿Peligrosísimos…? … ¿Cómo así…? … ¡Explíquenos, por favor, señor Mateo: no nos deje usted en la incertidumbre, en el desasosiego …!

– Señoritas: he escuchado hablar a los marineros en voz baja, quizás para no asustarnos, que esta será una de esas tormentas rompebarcos, rompequillas, rompecuadernas, así que habrá que estar preparados para afrontar cualquier contingencia… En este instante me voy a poner en orden mi equipaje.

– ¿Rompebarcos…? … ¿Así dijeron…? … ¡¡¡Ay Señor nuestro y Dios nuestro: líbranos…!!! … ¡Aplaca, Señor, tu ira, tu justicia y tu rigor…!

Las septuagenarias exclamaron esto al unísono, espontáneamente, mientras entre ellas cruzaban unas miradas de terror y pánico, lo que las impulsó de manera automática a meter la mano en las profundidades del bolsillo y buscar el respectivo rosario de abalorios desgastados por la devoción.

Yo me despedí como yéndome a mi camarote, pero en el camino sucesivamente me entrevisté con el telegrafista y con el caballero de cincuenta años que había circunvalado tres veces el Planeta Tierra, y ambos se morían de risa. Tanto ellos como yo pasábamos cada cierto tiempo cerca de la sala de estar. Ambas cucufatas continuaban desgranando cuentas rosariales.

Superose las gruesas marejadas del Mar de las Azores, cruzose después las embravecidas extensiones acuáticas del Golfo de Vizcaya, ingresose y saliose del Canal de La Mancha, sorteose el pasaje hasta el Mar del Norte para, por fin, después de tantos mares, tempestades y contracorrientes remontose el río Weser para arribar a la ciudad de Bremen, para mí famosa por el cuento de los Músicos de la Aldea.

Salvadas, pues, las distancias y las tempestades de invierno, llegado que hube a Europa y a Bremen, a modo de un Phileas Fogg por la premura tomé tren hasta Hamburgo, cuyo trayecto fue corto. Esperé en uno de los andenes ferrocarril para Copenhaguen, donde en ese instante no había más alma que la mía. No transcurrió demasiado cuando descubrí de pronto a un carretillero, y en castellano le pregunté si ese sitio donde estábamos era el correcto para dirigirme a la capital danesa. El hombre, coetáneo sin quererlo de las dos damas maestras, mocho de un dedo de la mano izquierda, me respondió que sí en castellano bastante perfecto. Le pregunté que dónde lo había aprendido y me dijo que en el Perú: había nacido en el Pozuzo, allá en la Provincia de Oxapampa.

En Hamburgo subí al tren de Copenhague. De Copenhague a otro con destino a Estocolmo. De Estocolmo, ferris hasta Turku. Aquí me tocó un camarote por debajo de la línea de flotación, justo donde golpeaban con mayor fuerza los bloques de hielo del Bático. Me dormí, a pesar de todo. De Turku nuevamente tren hasta Helsinki. En la capital finlandesa gestioné visa turística y, ¡otra vez en viaje!: ferrocarril hasta la antigua Leningrado, la hermosa urbe fundada por el zar Pedro el Grande (1703), que en tiempos posteriores recuperó su nombre histórico: San Petersburgo.

Aquí, en el tren Helsinki-Leningrado me sucedió un hecho curioso. Compatí el coupé o cupé con un periodista norteamericano de 27 años, a quien su diario había destacado a la Ciudad Heroica. Era hombre delgado, atildado pero con sencillez, de metro ochenta de estatura, blanco de piel, sin perilla pero con unos bigotitos románticos castaño claros a lo Gustavo Adolfo Bécquer. Nos presentamos.

Al entrar acomodé mi equipaje en el espacio idóneo bajo la cama y bajé la tapa de mi lecho vagonario, sobre el que me tendí. Yo estaba rendido por tantas subidas y bajadas y cambios de buques, trenes y ferris. A poco de hablar le di las buenas noche, me eché, pues, en mi litera y me quedé profundamente dormido. Cuando desperté abrí los ojos y lo vi …

¿Cuándo cruzaremos la frontera?, -le pregunté-.

La cruzamos hace horas -me respondió-.

¡¿Hace horas…?!

Sí, hace horas. Entraron los agentes rusos de fronteras y lo zamaquearon, lo removieron a usted, lo agitaron y voltearon sin lograr despertarlo. Ante esta imposibilidad, centraron su interés en mi persona y me han revisado todo, … ¡Todo…!

Fue el viernes 17 de enero de 1969: un mes justo de la partida de la Motonave Paracas. Entré, pues, en la Unión Soviética con visa turística por un solo día, un sólo día que fue estirándose como elástico hasta el de hoy. En este dilatado lapso de casi cinco decenios vi la larga época brezhneviana y su defunción; la sucesión de primeros secretarios pelados y peludos que hubo luego, el declive y, por último, su desintegración y la restauración de la Independencia nacional de varias de las repúblicas federadas, entre ellas, la de Estonia. Pero no: no es el devenir histórico soviético lo que deseo referir ahora sino las tristes circunstancia de la desaparición física de mi amigo Tito Alcántara y la premonición de tan luctuoso suceso revelado por imágenes oníricas.
Remontándome a los hechos he de decir que perfectamente pudo haber sido la noche previa al domingo 20 de abril de ese año de 1969, o en la madrugada de aquel mismísimo día cuando en sueños lo vi claramente. Hay opiniones que aseguran que las personas jamás soñamos en colores, que las representaciones que durante el reposo nos visitan e irrumpen en nuestro interior no se hallan en tonos, tintes, gamas ni matices, sino en figuras libres de toda pigmentación. El caso al que me refiero fue precisamente a color: tuve consciencia, clarísima consciencia, diáfana y manifiesta percepción de mi amigo Fifa Alcántara entre los fierros retorcidos de la carrocería de su camioneta roja. Tanto me sobrecogió que la emoción persistió. Me desperté y lo conté en casa. Aquí, sin embargo, no concluye este relato.

Transcurrieron las dos o tres semanas que la correspondencia solía demorar entre el Perú y la Unión Soviética – en aquellos tiempos no existía el sistema de correo electrónico-, y recibí breve misiva de mi madre:

– Te daré, Pupo, una noticia que te apenará mucho, y es que en accidente automovilístico acaba de fallecer tu amigo Ernesto Alcántara Falconí. Fue este domingo 20 de abril. Ya fui a visitar a su mamá, y le di mi pésame y también pésame de tu parte. La señora doña Graciela está desconsolada. De la noche a la mañana ha adelgazado bastante por la tristeza. Me ha pedido que te trasmita sus recuerdos, y que sin falta la vayas a visitar cuando vengas al Perú.

Hubieron de pasar aún cuatro años para esa visita. Cuando por fin en agosto de 1973 llegué al Callao una de las primeras gestiones que hice fue visitar a la señora doña Graciela. La casa en la que ella vivía era hermosísima, acogedora. Quedaba en la Calle García y García de La Punta. Poseía amplios espacios y ventanas grandes que dejaban pasar a raudales la luz solar -más intensa todavía por la cercanía de la primavera austral-, profusión luminosa y hospitalidad personal de las que resultaban el maravilloso ambiente de claridad y sosiego que allí gozábase. Percibíase las brisas salobres de La Arenilla y el rumor de los tumbos al deshacerse sobre las piedrecitas de la orilla.

Cuando la señora doña Graciela me vio ambos nos abrazamos, y así, estando juntos ella lloró unos instantes con silencioso llanto, con sollozo quedo, con lágrimas dolidas y dolientes.

– ¿Te enteraste, Ricardito, cómo falleció mi Tito?… Nunca me consolaré… Nunca se me aliviará la aflicción que siento por su partida… ¡Es una agonía, es una agonía, Ricardito! … Tu mamá me contó lo de tu sueño, y así fue el accidente, así exactamente como tú lo viste mientras dormías… ¡Qué cosas tan misteriosas hay en esta vida!, ¿no?
Conversamos, hicimos remembranzas de tiempos idos, de cuando Tito y yo nos juntábamos para irnos al Club a remar, a bañarnos en Cantolao, o cuando nos quedábamos jugando o conversando allí en su antigua vivienda de la Calle Tarapacá. Al despedirnos me hizo prometer que iría a visitarla cuantas veces pudiera…

… Ya salía yo cuando agarrando mi mano depositó en ella una joya:

– Aquí, Ricardito, te entrego la esclava de plata que perteneció a mi Ernesto. Su padre y yo se la regalamos para su cumpleaños. Él ya no está, pero estás tú. Te la entrego con mucho cariño …
La tomé agradecido y desde entonces la custodio.

Ricardo E. Mateo Durand
Tartu – Estonia
El Callao – Perú

CABEZONCITO

Para Santiago Nestor Bailly Narváez

mi amigo de siempre

Hurgando y removiendo los recuerdos en el arcón de nuestra memoria chalaca apareció de pronto la figura de un personaje del que jamás supimos su nombre ni apellidos, salvo su apelativo, entendido éste como sobrenombre: Cabezoncito.

Sería el año de 1955 cuando saliendo yo a encontrarme con los compañeritos del Barrio de Paita-Libertad, en la misma esquina de El Chino de las Tres Puertas que daba a la Calle Paita, vi allí, casi inmóvil, parado con uno de los pies apoyándose contra la pared, a un soldado, muchacho de tez un tanto quemada por el Sol y por la intemperie, al que se le adivinaba apenas egresado de la adolescencia, observando a todo sitio, pero con la tranquilidad y despreocupación que dan la juventud y la conciencia libre de toda pesadumbre. Su estatura sobrepasaba a la del promedio de varones de aquella feliz época puesto que se trataba de un hombre que superaba con ventaja el metro con 80 centímetros de estatura. Era éste de contextura delgada y esbelta, como son o solían ser los muchachos de entonces, sustentados con alimentos naturales, descontaminados, faltos y carentes de química y conservantes, personalidad no desprovista de gallardía varonil, cuya cumbre, testa redonda, veíase adornada de circularidad esférica coronada de pelo prieto, ensortijado, pasudo, que denunciaba lejana ascendencia transatlántica.

De acuerdo a la actitud de los chalacos de entonces, libre de prejuicios, convencionalismos y ofuscaciones, me le acerqué y entablamos conversación. Al poco rato ya me había contado de su origen, de su niñez, de su juventud y alistamiento en el servicio militar obligatorio. No, no recuerdo ya si fue al ejército como voluntario o si lo levaron en uno de esos reclutamientos forzosos que se daban en nuestro Perú, para lo cual no había más que salir a la calle cuando para mala suerte se topaba con un camión del glorioso Ejército Peruano, a cuya carga, sin darse cuenta de lo sucedido, izábanlo a uno a grado o a la fuerza, por lo general a la fuerza, y no paraba hasta el arribo al cuartel designado por los altos intereses de la patria, de lo cual doy fe por experiencia directa. Ocasión hubo cuando quien estas líneas escribe y tenía 18 años, yéndome al trabajo y franqueando la Comisaría de La Legua, paso obligado para tomar el ómnibus de la Compañía en que laboraba, me interceptaron y metieron en la celda de la comisaría, atiborrada ya de voluntarios para el servicio militar. Merced a que demostré que ya estaba inscrito y exonerado por la circunstancia de no haber sido favorecido en el sorteo, fue que me dejaron ir.

Aquellos de la aparición de Cabezoncito eran los tiempos en que de las ventanas del Barrio de Paita-Libertad y de todo El Callao salían las canciones de Los Embajadores Criollos, de Leo Marini -el Señor del Bolero y la Voz que Acaricia-, de Los Panchos, de La Limeñita y Ascoy, de Las Limeñitas, de Irma y Oswaldo y de otros cultores de la música nacional y de Nuestra América:

He pasado por la casa en que vivimos

Que vivimos en un tiempo tan feliz …

Eres como un tronco seco

Que aunque lo rieguen no brota

Por eso Negra te ruego

Que en mí ya no pienses más

https://www.youtube.com/watch?v=b94P1WVIQB8

Por entonces el olor oriundo, intrínseco, inherente y consustancial al Callao era el del guano de las islas, que se esparcía en el ambiente para encanto y arrobo de porteños, pescadores y vaporinos, y traspasaba de lejos la Iglesia Matriz, efluvios nada desagradables por cierto, llegando a varias cuadras a la redonda, abarcando gran parte del Callao que conocimos. Al frente de la Iglesia Matriz y del Malecón arrancaba la vía de hierro del Ferrocarril Central que, pasando por Desamparados proseguía hasta Chosica, San Bartolomé, Matucana, San Mateo, Casapalca, Tíclio, llegando hasta Huancayo en viaje de ocho horas. Continuemos.

 callao querido

El Chino de las Tres Puertas visto desde la Calle Bolivia -con el gallinero de don Humberto Magioncalda en el segundo piso-, en cuya esquina de nuestra derecha vi por vez primera a Cabezoncito, esquina que da a la Calle Paita. La de nuestra izquierda es la Calle Libertad. Para cuando la foto fue hecha, según observamos, la Pajarera donde vivía la Cieguita se había venido abajo por los sucesivos remezones telúricos.

Foto: CALLAO-QUERIDO

Cabezoncito se hizo conocido y querido en el Barrio. Todos lo aceptaron como si hubiera nacido en algunas de las casas del perímetro de la Plazuela de Paita-Libertad, o por sus alrededores: Putumayo, Necochea, Castilla, San Martín, Bolívar, Constitución, Paraguay, México, Sucre, etc.; como si de niño hubiera jugado pelota sobre su adoquinado, roto vidrios de las ventanas vecinas, hecho travesuras, diabluras y mataperradas, y recibido también los insultos de la señora doña Cara e Cau-cau o de doña Lucinda o de la Cieguita.

Ya que menciono a tan conspícuas personalidades femeninas expondré que doña Cara e Cau-cau fue una dama que vivía casi llegando a la Calle Montezuma. Tenía el don, sin duda divino, consistente en atraer pelotas cuando pasaba por la Plazuela de Paita-Libertad, donde los muchachos jugaban. Inevitablemente ya fuese en trayectoria directa o parabólica, la redonda salía disparada a la nuca de tan venerable dueña, deshaciéndole el esmerado moño, que más parecía falso que natural, igual que la peluca. Desquitábase la ofendida humillando al culpable, recordándole presuntas procedencias prostibularias de la autora de sus días. Le decían la Cara e Cau-cau debido a que su rostro era tan rugoso, granuloso, agrietado, cuartelado, resquebrajado y desigual que resultaba fiel reproducción y copia del estómago de mamíferos rumiantes, similares a los que la madre de Darío preparaba en el brasero sus pancitas y choncholíes, de lo que alguna vez trataremos.

En cuanto a doña Lucinda, zamba de pura cepa, fue dama cuyo domicilio se hallaba en la Calle Bolivia, frente por frente del de mi amigo Néstor Bailly Narváez. De niños, Néstor y yo nos sentábamos en una de las dos escalinatas de ingreso a su casa, especie de cofa desde donde avistábamos las parejas que requerían lugar apropiado, retirado y autónomo de las miradas indiscretas para la ejecución del antediluviano y remotísimo acto amoroso, con lo que queda dicho que doña Lucinda alquilaba por horas, ¿o a destajo?, ¿o a tanto por cuanto?, ¿o a cuánto por tanto? o a cualquier otra modalidad de pago según conviniera, los dos o tres cuartos de su vivienda, donde su industria comercial y de sobrevivencia había instalado otros tantos catres chirriantes y crujientes, con somier de alambre y colchón de paja que si hubiesen hablado hubieran podido sin duda contar interesantísimas historias que consignaríamos en nuestras crónicas.

Solía ella salir a la calle calzando babuchas de fielto amarronado ya chancleteadas por su uso de decenios. Se desplazaba lentamente, como pidiéndole permiso a las piernas que, según ella, en sus tiempos mozos hizo la locura de no pocos varones a quienes hacíales peligrar la vida trenzándolos en asfixiantes llaves promovidas por arrebatos eróticos. Caminaba, pues, despacio y para mirar, fuese a la banda de estribor o a la de babor, debía plegar velas, sobrepararse y echar amarras a las bitas girando completamente el casco de la nave corporal: por entonces la flexibilidad de sus cuadernas y quilla era narración digna de figurar en crónicas veterotestamentarias:

– Aquí donde me ven ustedes –nos decía a Néstor y a mí-, en mi juventud he usado calzones, sostenes y vestidos que ninguna blanca chalaca de mis tiempos poseía y se hubiera muerto de deseos por ponérselos

… a lo que Néstor y yo asentíamos con la cabeza para dejar fehaciente ratificación que creíamos lo que nos afirmaba, hecho lo cual la dama enderezaba el cuerpo y reanudaba su derrotero a sotavento, que era a la tienda del japonés Koki o a la verdulería-frutería del señor don Mango, que quedaban a escasas diez brazas de distancia.

el puerto de callao

Vista del Malecón y Muelle Dársena del Callao tomada por el autor de esta narración el lunes 02 de mayo de 1966 desde la terraza de la antigua Capitanía, fecha del Primer Centenario del Combate del Dos de Mayo (1866).Paralela al Malecón iba la línea férrea que recorría el tren transportador de guano de las islas llevándolo a los depósitos de Chucuito.

Foto: Archivo personal

Aprovecharé igualmente la ocasión para hablar dos palabras de la Cieguita. Era ésta persona septuagenaria larga, pero de mucha vitalidad, lo que indicaba a gritos que era del Callao y que desde su nacimiento la habían alimentado de pescado preparado en cebiche, aguadito o escabeche. Le decían la Cieguita porque lo era. Vestía con faldón casi hasta los tobillos y con zapatos negros, de tacones, sujetos con pasadores, con lengua que sobresalía un par de centímetros sobre el empeine, como era moda de la época entre las respetables señoras de su edad. Al igual que doña Cara e Cau-cau, la Cieguita coronaba la coronilla de esmerado moño. A modo de faros jamás encendidos, llevaba anteojos redondos, de vidrios negros encuadrados en marco de metal. Vivía en la misma Calle Libertad, casi llegando a la de Putumayo, donde se alzaba un inmueble de tres pisos habitado más que enjambre de avispas, colmena que, como se entiende, era hervidero de gentes de todas las estaciones vitales, con mayoría absoluta de criaturas. Este bien raíz debió de ser modelo y prototipo de las futuras pajareras creadas por la civilización.

Yo la recuerdo cuando salía con su bastón, con el que iba tanteando las irregularidades y oquedades de las veredas de la Calle Libertad. Sucedió que a mediados de los años cincuenta, la Municipalidad o la Junta de Obras Públicas del Callao, o ambas a la vez, emprendieron el cambio y saneamiento de las tuberías de desagüe, para lo que empezaron retirando el empedrado y practicando zanjas de más de metro y medio de profundidad por uno de anchura, que quedaron por mucho tiempo abiertas, en previsión, seguramente, a la posibilidad de que en hipotético conflicto armado internacional fueran usadas a modo de trincheras. La apertura de tales surcos fue motivo de sorpresa para los roedores y mucas peludas del tamaño de gatos -que pululaban en el Barrio-, empezando los roedores a habituarse en el turismo de exteriores. Viéndose inesperadamente a cielo abierto aprovechaban para salir a tomar el Sol y respirar las brisas guaneras. Hago mención de esta importante circunstancia porque la Cieguita dejó de confiarse en su báculo, y sacó de no sé dónde un muchacho coetáneo nuestro que la llevaba de la mano a hacer las compras.

El joven timonel la conducía, pues, del brazo, cabreando y esquivando huecos y tratando que la buena señora no descendiera de golpe hasta las profundidades de ninguno de los zanjones. A pesar de la dedicación del imberbe, la vieja lo requintaba, lo insultaba, le jalaba las chiflas, le tiraba cocachos y pellizcaba por quítame esta paja colmando con ello la paciencia del muchacho, tanto que, seguramente, sobrepujó su capacidad de aguante. Cuando ocurrió el punto de inflexión, el mozo la hizo pasar sobre la superficie que había tenido adoquines, pero que ya no los tenía porque los habían retirado, precipitándose la bruja en el vacío y yendo a parar de moño contra el fondo de la concavidad. Varios obreros tuvieron que desclavarla y sacarla tirándola de las calancas chalonudas. Cuando lo lograron, la beata no pudo consumar venganza alguna porque su guía en el Señor se había hecho humo. Dejo constancia que no lo he vuelto a ver hasta el día de hoy. Dicho esto, nos vamos otra vez donde Cabezoncito.

Que Cabezoncito sostuviera relaciones de trabajo con la policía sí que las tenía ya que la Benemérita debió haber empleado constancia y destreza para enterarse de sus andanzas. Hubo, sin embargo, ocasión en que se dedicó a la política, como paso a referir.

Durante la campaña para las elecciones presidenciales de 1962, la misma que culminó en golpe de estado militar, Cabezoncito fue contratado por el Partido Acción Popular para que jugara papel de principal relevancia, que no era otro sino mezclarse con el pueblo y esperar a que apareciese el arquitecto don Fernando Belaunde Terry. Sólo dejándose ver tan simpático y joven candidato a la primera magistratura del Perú en las concentraciones populares donde se oía su verbo encendido y sus fervorosas arengas enfatizadas con el brazo y mano de ¡Adelante!, era la señal para que electrizado por encanto y seducción el gentío lo rodeara, toque clave e instante idóneo en que a modo de gesto espontáneo de la masa emergía Cabezoncito y lo cargaba poniéndoselo sobre hombros. Era el recorrido triunfal del adalid. El referido golpe de estado aguó la fiesta frustrando en los años sesenta las expectativas de Cabezoncito y de muchos otros, pero, en el caso de nuestro biografiado se convirtió en leyenda de su paso por la historia de la alta política nacional. Por decenios mantuvo encandilados a sus oyentes ilustrándolos cómo -palabras textuales- llegó a ser el aguantapedos del arquitecto Belaunde Terry.

Sin duda habrá quienes piensen que personajes como Cabezoncito fueron incorregibles pillos, redomados ladrones en toda eventualidad y coyuntura, sin Dios ni Patria ni bandera, lo que no es verdad. Para demostrarlo referiré lo que sigue:

Saliendo alguna vez mi madre de la Plaza Grande, como también se le dice al Mercado Central del Callao, cargando la canasta de compras se encontró con Cabezoncito, episodio que también ocurrió con Vaga, con el Cojo, con el Tuerto y con algunos otros prohombres del Callao de entonces. El Cabezoncito se ofreció para llevarle el canastón hasta la casa, a lo que mi mamá aceptó gustosa quedándose en las inmediaciones del mercado para atender otros asuntos y gestiones. El Cabezoncito cumplió su promesa a plenitud y cabalidad. Ocurrió que poco después mi mamá lo vió y le reiteró su agradecimiento, a lo que el encomiado le preguntó si no había tenido miedo que desapareciese con la canasta:

– ¡Cómo se te ocurre, hijito -le respondió mi mamá-, que voy a desconfiar de ti, si sé que eres un excelente muchacho! … Muchas gracias, otra vez, Cabezoncito, y que Dios te lo pague.

Más de cincuenta años han transcurrido y muchas cosas han cambiado en El Callao, algunas lamentablemente desaparecieron para siempre, pero perduran incólumes, intactas y nítidas en la evocación las figuras y el recuerdo de Cabezoncito, Vaga, el Cojo, el Tuerto, doña Cara e Cau-cau, doña Lucinda la zamba, la Cieguita, las hermanitas Chalona, el maestro Angulo, Jocobo el Leñador, el carpintero Taboada, don Humberto y su gallinero, y otros personajes de nuestro reputadísimo Barrio de Paita-Libertad.

Aquí acabo con Cabezoncito dejando caer la tapa del arcón, de nuestra auténtica veta y filón de tesoros, del achivo de nuestras gratas remembranzas, y será hasta la próxima.

Ricardo E. Mateo Durand

Tartu (Estonia) – Comunidad Europea

El Callao – Perú

Aksel

Elva es un lugarcito acogedor surgido al amparo de bosques de abetos, de robles, de pinos, de abedules y de árboles nórdicos que le imprimen placidez y quietud, encantadora tranquilidad que seduce y sosiega nuestro interior. Deambular por la floresta estona es tanto como cribar nuestro arcón íntimo, detectar la escoria acumulada, separar lo que archiva nuestra mente eliminando lo negativo, y purificarnos intelectual y espiritualmente. En referencia a Elva como población, hay que decir que resulta algo más grande que aldea, pero mucho más pequeña que ciudad, por lo que podemos decir que no pasa de casi villa o pueblo chico, donde residen unas cinco mil almas repartidas espaciada y holgadamente.

Elva nació allá por el 1870 como necesidad económica en el campo del transporte debido a que un sector de la línea férrea que comunicaría Tallinn (Estonia) con Riga (Letonia) habíase trazado cruzando por aquellos parajes. Debido a sus cinco lagos y lagunas, uno de ellos dentro del centro poblado, al riachuelo que discurre por uno de sus extremos, a la natural escasa densidad de vecinos, a su excelente oxigenación por la vegetación impoluta dentro de la cual germinó, y a otras ventajas que sería extenso describir, pronto convirtiose en foco de encuentro y recreo para vacacionistas dedicados a los deportes invernales o a quienes en primavera o verano anhelaban rincón de reposo alejado de los mundanales ruidos. En Elva hay perenne residencia de buhos, cantar de pájaros cantores y zumbidos de insectos de variedad de colores y tamaños diferentes, clavetear de troncos por pájaros carpinteros, jugueteo de ardillas retozonas entre los tupidos ramajes, y luciérnagas que alumbran las penumbras primaverales cuando rodeando su trayectoria celeste el Sol nos hace creer que se oculta en el horizonte.

 Bosque de pinos de Elva, donde pasean alces y venados, conejos y zorros, entre otros animales silvestres. En otoño se recogen hongos y frutillas

Foto: internet

Elva y yo nos encontramos a poco de venir a vivir a Estonia (1969) y, sin habérmelo propuesto fue mi residencia durante lapso de cuatro años. Estando en este hermoso lugar hubo ocasión de conocer a personas con quienes desde entonces conservo amistad, amén que, por esos sesgos inesperados de la vida, me propusieron impartir clases de mi lengua materna, merced a cual pude iniciarme en la enseñanza del castellano. Fue justo en esta actividad que conocí a una estudiante de quince años, quien me habló de su familia, de sus padres, de su madre que había quedado viuda, y de un tío abuelo que había tenido ella, cuya historia le parecía lejana, muy lejana en el tiempo y en la distancia, remotísima por el hecho que nunca lo vio porque cuando falleció este pariente la propia madre de mi estudiante era todavía adolescente. Acordamos, pues, que me presentara a su progenitora, encuentro éste que permitió enterarme de la historia que relato en breves párrafos.

Fue en tales circunstancias, repito, en que la madre de mi alumna y yo trabamos relación, dama cuya existencia por entonces no llegaba al medio siglo. Al verme, luego de las presentaciones de rigor y de una charla introductoria que tocó temas accidentales, generales, me preguntó que de dónde provenía, que cuál era mi país de origen y nacimiento. Le respondí que era natural de la ciudad del Callao, allá en el Perú, palabra que la sumió en el silencio y en hondos pensamientos y reflexiones.

  • ¿Me dice usted que nació en la América del Sur, allá en el Perú…?

  • Así es, señora … Soy de la ciudad portuaria del Callao, distante dos leguas castellanas de la de Lima, que es la capital … Nací a escasos 200 metros en línea recta del muelle, de las instalaciones portuarias y del Pacífico, y mi niñez en su mayor parte, y toda mi juventud transcurrieron allí mismo …

  • Ahhh … El Perú … El Perú … Yo tuve un tío que siendo joven le entró deseos de viajar, de recorrer el mundo, de visitar otros países y otros continentes y conocer gentes para nosotros ignoradas … Sé que mi tío arribó por barco al Callao, y de allí se transladó a vivir a Lima … Hasta hizo amistades … Sé todo esto porque su madre nos leyó cartas suyas … ¿Dijo usted que nació y vivió en El Callao…? … ¿No ha estado en otros sitios del Perú…?

  • Sí, por temporadas viví de niño en la Hacienda San José, empresa vitivinícola y algodonera que quedaba en la periferia de Ica … Allí trabajaba mi padre, allí vivieron mis padres, y mi hermana y yo íbamos por vacaciones … Ica es ciudad distante unos 300 kilómetros del sur de Lima y …

  • … ¡¿Dijo usted Ica…?!

  • – Sí, señora: Ica … ¿Tiene alguna significación para usted este nombre…?

Me pidió que esperara porque iría en busca de unos documentos. Así, se retiró y a los pocos minutos vino con un cofrecito de madera, teca custodia de algo de mucho valor familiar, que depositó sobre su regazo. Abrió la cajita y tomó unos sobres de su interior. Empezó a ver las señas de las envolturas que de allí extrajo. Las miró y suspiró. Reanudó la conversación mientras realizaba su escrutinio:

  • Me dice usted que por temporadas vivió en Ica, ¿no es cierto? … ¿Tiene Ica algún reservorio o estanque, algún oasis, alguna laguna …?

  • Tiene más de una: La Victoria, La Huega, Huacachina … He escuchado noticias que las dos primeras se hallan en peligro de extinción, de desaparición debido a la agricultura intensiva de la zona … Para mí es una gran pena porque infinidad de veces estuve en La Huega, que me encantaba …

  • – ¡¿Huacachina…?! … ¡¿Dónde exactamente queda Huacachina…?!

  • Huacachina, señora, queda a algo más de un kilómetro de la Hacienda San José … Ni siquiera a dos … ¡Se halla muy, muy cerca de la Hacienda donde nosotros estábamos! … La conozco bien porque durante las vacaciones de mis años infantiles era allí y a la de La Huega, como le he referido, donde mis padres y mi abuela nos llevaban a mi hermana y a mí … Veo que le interesa Huacachina, ¿ha tenido alguna relación con ella…?

Vista panorámica de Elva con la laguna en medio del centro poblado. Obsérvese en primer plano la línea férrea que cruza la población

Foto: internet

 Nuevamente la dama se sumergió en hondos pensamientos hasta que aspirando lentamente reanudó su conversación de esta manera:

  • Tuve un tío que se llamaba Aksel. Como ya le dije, Aksel era hombre joven, inquieto, trotamundos, de espíritu aventurero … Interesándose por recorrer continentes se despidió de la familia y fue por donde Dios y la suerte lo madaran … Fue así como llegó al Perú … Eso sería a fines de los años 30 … De aquella época, y de allá, precisamente, tenemos sus últimos datos que nos informan de su persona …

  • ¿Sí …?

  • ¡Sí!

  • Supimos que tuvo un accidente, posiblemente allí donde usted veraneaba de pequeño ya que me suena el nombre de Huacachina … Justo aquí conservo un par de cartas que nos remitió un amigo suyo.

 Casona situada en una de sus típicas arterias, como debía verse en tiempos de Aksel, como quedan muchas en Elva

Foto: internet

 Diciendo esto, la señora agitó dos sobres frente a ella y me los entregó. Los miré por el anverso y el reverso. Eran sobres de tamaño postal, cuyos bordes detentaban sucesión de espacios rojos y blancos, y en cuyo extremo derecho había adheridas estampilas peruanas con sus respectivos matasellos. Uno de ellos contenía una postal, y unas fotos con imágenes algo desleídas, desvanecidas.

 – Con toda confianza, puede usted sacar la carta que allí hay y leerla -me dijo la dama- … Estas dos cartas nos la mandó el señor Chopitea, amigo de Aksel.

Levanté la pestaña triangular posterior de uno de los sobres y extraje un papel escrito con esmerada caligrafía masculina de persona cultivada … La dama me dió un tiempo para revisar el contenido y enterarme de su tema, cuyo tenor era como sigue:

Apreciada señora doña … etc.

Mi amigo Aksel, a quien conocí desde su llegaba al Perú, y con quien desde el principio tuve estrecha y cálida relación de amistad en su día me informó su nombre, que espero sea el correcto. También me participó su dirección domiciliaria en Estonia, que luego olvidé pero que encontré después buscando entre sus papeles personales.

He de informarle con inmensa aflicción y pesar, apreciada señora, que Aksel acaba de fallecer y, como no dejó él nada expresamente señalado, yo y mi familia, que lo asistimos hasta sus últimos momentos, lo hemos enterrado en el Cementerio General de Lima. Su tumba se encuentra en el Cuartel X … Las circunstancias de su deceso son como a continuación le especifico:

Hace unas semanas nos fuimos a la ciudad de Ica, que él mucho deseaba conocer. Estando allá hicimos sendas giras por sus haciendas, depósitos, lagares y trujales, naturalmente también por sus viñedos y algodonales, campos de mucho atractivo porque su verdor se entrelaza con los amplios espacios del desierto. Como no podía ser de otra manera, también nos fuimos a la Laguna de Huacachina, que es uno de los atractivos de esta ciudad. Fue en este sitio que Aksel quiso zambullirse saltando desde la altura del trampolín, con tan mala suerte que al caer se fracturó gravemente la base del cuello golpeándoselo con uno de los salientes del mismo tablón, desgraciado accidente que, a pesar de los esfuerzos médicos, concluyó con su muerte. En sus momentos finales tuvo recuerdos y palabras de amor filial para usted y los miembros de su familia.

Obran en mi poder los efectos personales de mi querido amigo Aksel, y quedarán conmigo mientras no haya recibido sus instrucciones, apreciada señora, de qué hacer con ellos o adónde remitírselos. Quedo, pues, a la espera de sus órdenes.

Sin otro particular, aprovecho esta ocasión, dolorosa por cierto, para renovarle los sentimientos de mi alta estima personal.

Atentamente,

X Chopitea

Hasta aquí la carta del señor Chopitea, cuyo nombre he olvidado. A los treinta y tantos años del accidente y muerte de Aksel, cuya descripción acabo de pormenorizar en lo que del caso ha llegado hasta nosotros, han transcurrido ya otros cuatro decenios, tiempo suficiente durante el cual los implicados en tan luctuoso capítulo años ha dejaron de existir. De la manera que acabo de relatar, pues, por ésta doy fe y dejo constancia de las incidencias de los acontecimientos reseñados.

Ricardo E. Mateo Durand

Tartu

Estonia

 

 

 

LA HACIENDA SAN JOSÉ

A Luisa, mi abuela,
y a mis padres Elías y Augusta,
in memóriam

Las narraciones de mi vida no siempre se referirán a mi casa natal ni a mi Barrio de Libertad, ni al Pasaje Ríos ni al Pasaje Ronald, ni a la Plazuela de la Independencia ni a la Pérgola, ni al Malecón ni al Cañón del Pato, ni a la pulpería del Chino de las Tres Puertas ni al antiguo edificio de la Municipalidad, ni a la Plaza Chica ni a la Plaza Grande, ni a cualquier otro sitio o persona o circunstancia del Callao. Hay otros lugares fuera de nuestra Ciudad Portuaria que también acogieron mis días y me emociona recordarlos, localidades a las que evoco con especial cariño, sin que tampoco excluya puntos geográficos más allá de las fronteras del Perú. Como se ve, ni en esto ni en lo demás soy ninguna excepción porque mi biografía en innumerables aspectos ha sido y es análoga a la de otros chalacos, a la de otros peruanos, y a gentes de otros países, Continentes y culturas. Pensando en este contexto, uno de los episodios de mi niñez que vibrantemente recuerdo es el relacionado con la heredad que lleva por título la presente crónica.
Habré de empezar diciendo que no mucho tiempo antes de su matrimonio religioso, verificado en la capillita del preventorio-sanatorio de Collique el jueves 19 de marzo de 1942, mi padre fue a trabajar a aquella finca rústica iqueña – Hacienda San José – en calidad de cajero y tenedor de libros. Obviamente, luego que hubo contraído matrimonio, llevó a su mujer, mi madre, a vivir con él, lo que no significó obstáculo para, concluyendo ella su gravidez, en días ya próximos al alumbramiento, en el lapso de dos años, sucesivamente en El Callao y Barrio Libertad naciésemos mi hermana Diana (22.01.1943) y yo (15.01.1945). Luis Eduardo, el tercero y último en venir al mundo, hizo su aparición después de un sexenio, pero no en El Callao sino en el Hospital Obrero de la Ciudad de Ica (20.03.1951), erigido en la Avenida Matías Manzanilla, alumbramiento que cerró la etapa paterna de residencia en el sur. Pocos meses después del mencionado postrero parto materno definitivamente mis padres se mudaron al Callao.
La Hacienda San José de Ica se hallaba cuanto más a kilómetro y medio de la Plaza de Armas, y se llegaba a ella con sólo tomar la dirección hacia Huacachina. La Hacienda San José pertenecía a la familia de don Alfredo Malatesta León, quien abrió los ojos a la vida en la Ciudad de Ayacucho el 30 de marzo del año del Señor de 1874, y los cerró en Ica el domingo 19 de marzo de 1950 -hay fuentes que consignan su muerte con fecha de viernes 19 de mayo-, a la edad de 76 años, aunque a mí me pareciera mucho más viejo. De haber pasado a mejor vida en la primera de las fechas entonces su deceso acaeció justo al octavo aniversario de matrimonio de mis padres. Su esposa y viuda se llamó María Antonia Boza Ocampo, muerta también en domingo, pero el del 15 de octubre de 1967, en su octogésimo séptimo año de existencia. Ambos se habían casado en la misma Ica, nupcias que se efectuaron el 08 de septiembre de 1899. Recuerdo que unos meses antes de su óbito, celebrando sus bodas de oro matrimoniales (08.09.1949) hubo en la hacienda juegos, procesiones, romerías, feria y fanfarrias: misas y ofrendas, carreras de encostalados, trepadores de palos ensebados, garroteadores de ollas de barro conteniendo arena, ceniza y algunas monedas, diversiones de gente con cara tiznada, y canciones, muchas canciones, una de las cuales consistía por toda letra en el estribillo bodas de oro de amor, que se repitió por varias jornadas. Recuerdo la tonada, pero he olvidado qué otras palabras o estrofas tenía, y casi me inclino a pensar que aparte de las consabidas bodas de oro de amor no había nada más para entonar.

Don Alfredo (1874-1950) y doña María Antonia (1880-1967), en compañía de su hija María Clemencia (¿?-2006)
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Una de las más entusiastas, si resulta correcto llamarla de las más entusiastas -arrebatados y frenéticos estaban y eran por esas fechas todos ellos-, fue la señorita doña Marujita, la benjaminita de la familia, de nombre igual al de su madre: María Antonia. Alta de estatura, con anteojos de marcos amarronados opacos y vidrios gruesos, gruesísimos, que le daban aire de intelectual sin serlo. En determinado momento Marujita señaló al cielo con el índice de su diestra, y empezó a gritar a voz en cuello:
¡Miren el firmamento!: … ¡Hasta el cielo está feliz! … ¡¡¡Ha cambiado de color…!!! … ¿No es cierto, padre? … ¿No lo ve usted padre…?
A lo que el clérigo a quien ella se dirigió hubo de balbucear:
– Aaah,… ¡La grandeza de Dios! … ¡¡¡La grandeza de Dios…!!! … ¡¡¡Alabemos al Señor…!!! …
… respondió él juntando las manos sobre el abdomen, mirando hacia arriba y poniendo los ojos en blanco en el juego de adoptar gestos faciales de creerse lo que la señorita doña Marujita decía y él ahora confirmaba. Lo más seguro, ratifico yo sin temor a equivocarme, fue que en ese instante el reverendo ocupaba ambos hemisferios cerebrales discurriendo en los suculentos manjares y en el excelente vino y pisco salidos de los lagares de San Pepe con que los esposos Malatesta Boza lo regalaron y gratificaron de principio a fin.

Doña Rosa (1908-1989) y doña María Antonia -Marujita- (¿?-2005)
Hda. San José
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Aparentemente, la bóveda cósmica había adquirido coloración celeste, muy especial: azulado claro paradisíaco, lo cual fue motivo para más canciones, y para nuevas arremetidas melódicas con mayor cantidad de voces y en octavas más altas.
Como dije, hubo misas, homilías, sermones, prédicas, discursos, letanías, invocaciones, súplicas, rogativas y demás solemnidades como bien correspondía a familia tan cristiana y católica. Lo era tanto que poseía su propia capilla, su propia iglesita, con torre, cruz y campana, a la que don Alfredo jalando una cuerda hacía dindondonear a las 12.00 del mediodía y a las 6.00 de la tarde, invitando a la recitación de El Ángelus:
– El Ángel del Señor anunció a María.
– Y concibió por obra del Espíritu Santo.
– Dios te salve, María… Santa María…
etc., etc.
Después del Ángelus venía el rosario: largo, acongojado, afligido, compungido, contrito, circunstanciando según el día que correspondiese: misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Los misterios luminosos todavía no se habían inventado (2002). Después del desahogo espiritual, que teniendo en cuenta la época seguro que coincidió con la vendimia, llegaba la carga o ataque al condumio.
Entre rezos y más rezos, en las horas tórridas del día, cuando el Sol veraniego derretía sesos implacablemente, don Alfredo y los suyos, sentados en sendos asientos y poltronas de mimbre descansaban a la sombra tratando de tomar el fresco, ayudándose cada uno armado de su respectivo abanico ovalado tejido en esterilla o en tiras de palmas. El lugar hallábase debajo del alero de la casa-hacienda, y era un patio o corredor enlosetado que daba de frente al jardín central del referido edificio: pórtico abierto de varios metros de anchura, que extendíase a lo largo de la fachada principal. Entre la puerta de entrada a la casa-hacienda y el portón del templo había y sigue habiendo grandes ventanas. Su techo era prolongación del de la casa-hacienda, y se sostenía por columnas en el extremo que daba al tantas veces mencionado jardín central. Por estas columnatas escalaban trepadoras que llegaban hasta el borde de la techumbre saliente. Las buganvillas dábanle al edificio singular atractivo.

Arquería en uno de los extremos de la casa-hacienda.
Obsérvese a la derecha la torre de la capilla.
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Para variar, refiriéndome a tan patriarcales y sanas costumbres, jamás faltó servicio religioso ni santa misa los domingos y demás fiestas de guardar, donde en pleno asistían don Alfredo, familia, parientes, amigos visitantes, conocidos y demás relacionados, acompañados de gran parte de los trabajadores de la hacienda.
Aparte de las religiosas, el señor don Alfredo fue hombre de muchas otras virtudes. El señor don Alfredo fue persona de espíritu empresarial, de bastante capacidad de trabajo y organización. De algunas dejaremos constancia en esta verídica narración. Según escuché de mi propio padre, oportunidad hubo que fue testigo de cuando a una estatua de madera de la capilla, influida por la ley de la gravitación universal se vino al suelo haciéndosele añicos el brazo que sujetaba el cayado de pastor de almas. Averiada y en tan calamitoso estado se la llevaron a don Alfredo. Vio la situación en que se hallaba la santa extremidad superior del venerable canonizado, entornó los ojos mirándola e hizo sus mediciones y cálculos mentales. Acto seguido se convirtió en el médico de quien en vida fuera casto e inmaculado varón, y se hallaba convertido ahora en infortunado ídolo de palo. El resultado para tan respetabilísima imagen fue la hechura de miembro nuevo con báculo y todo, pero no miembro cualquiera, sino de maestría tan acabada, tan de magistral y consumada perfección que nadie se hubiera dado cuenta de la recuperación corporal sin estar en autos sacramentales.
Don Alfredo, reitero, fue hombre laborioso y empresario nato, con múltiples y diversas habilidades, como se ha visto, agregando nosotros noticia para encomio eterno, que de propia industria y destreza personales fabricó máquina desmotadora, separadora de la semilla y de la fibra del algodón, evitándoles de los recogedores la ardua y lenta labor espulgatoria. Recogedores se les decía a quienes realizaban manualmente esta tediosa ocupación. Los recuerdo cuando realizaban su faena distribuyéndose por las veredas y vías adyacentes al jardín central, en parejas alrededor a su respectivo montoncito o cúmulo blanco de algodón.
Fue también él quien llevó a Ica los primeros automóviles, y el primer tractor para uso y empleo en el campo. Antes de él no hubo ni automóviles ni tractores, sólo borricos, de los parsimoniosos y flemáticos, como gozan de fama y renombre los burros de aquella felicísima región sureña. Después de don Alfredo, las chacras iqueñas fueron diferentes. Su dedicación e industria marcaron, como se aprecia, un antes y un después. Fue el elemento activo y consciente que en ese punto dichoso del Perú permitió el tránsito de una época a otra época. Más adelante me referiré a estas máquinas – carros y tractor –, que por los tiempos de mi niñez dormían el sueño de los justos al lado de la laguna que había en la parte de atrás de las bodegas y lagares, a uno de los costados de la Hacienda.

Don Alfredo Malatesta León (1874-1950)
Fuente: Foto obtenida de internet

Que recuerde, rara fue la vez cuando no se viera alguna sotana como huésped de los Malatesta Boza, y, sin menosprecio para nadie, no sólo curita de misa y paila sino de verdaderos purpurados, con solideo o inviolados bonete violados que, según dicen, es el séptimo color del espectro solar. En cierta ocasión – fue principios de 1951 –, visitaba la Hacienda uno de estos prelados a quien Jimmy, nieto pequeño de los Malatesta – pocos meses mayor que yo, hijito de don Carlos Malatesta Boza y de la Guinga (Guinga porque la señora no podía ponunciar la palabra Gringa) que así le decían a la dama estadounidense de origen, señora Spalding, madre de Jimmy-, le preguntó:
– Padre,… ¿Sabe usted que sucedería si cayera corea?
– Si cayera Corea … ¡¿Si cayera Corea …?!
– Sí, padre: si cayera corea.
– Pues no, Jimmy, no se me ocurre qué pasaría si cayera Corea.
– Si cayera corea, padre, seguro también cayendo pantarón.
Ignoro con exactitud cuál fue su extensión en hectáreas, que no debía ser tan pequeña donde existían viñedos espaciosos y se vendimiaba uvas de varios tipos, y cosechaba algodón, amén de árboles frutales, cuyas frutas muchas veces, para jolgorio de cerdos se pudrían antes que repartírselas a los hijos de los recogedores y a los de los de las rancherías.
Como en aquella etapa espacio-tiempo-histórica mi vida se hallaba relacionada con la Hacienda San José, antes de continuar haré un paréntesis e interrumpiré la secuencia de la narración para irnos 320 kilómetros hacia el norte, hasta El Callao, y referir cómo fueron los días previos a cada uno de nuestros viajes a la ciudad de San Jerónimo de Ica.
Uno o dos días antes de la partida se verificaba conversación telefónica entre mi abuela paterna, Lucha, con quien vivíamos en la casa de la Calle Libertad, y mi padre, que se hallaba en la Hacienda ocupado en sus asuntos de caja y libros de contabilidad. Era para informarle acerca de nuestra marcha, según estaba concertado que hacíamos tanto para las vacaciones de medio año, de Fiestas Patrias, como para las de verano. Escuchaba desde donde yo estaba, junto a mi abuela Lucha cuando ella le hablaba, y su voz se incrementaba, se intensificaba a ratos. Otro tanto debía suceder con la de mi padre, ora hablando más bajo ora más alto e, inclusive, hasta gritando en circunstancias que la voz alámbrica de ambos quedábase convertida en hilito quebradizo que rompíase por momentos, que íbase irremediablemente para retornar poco después:
– Aló … Sí, Elías … Viajaremos mañana. Saldremos por la agencia del Pacífico … No, no por Roggero sino por la del Pacífico, no a las ocho de la mañana sino después de mediodía … Llegaremos de noche, a la hora acostumbrada. … ¿Sí…? … ¡¡¡¿Sííí?!!!: … Los muchachos están bien. Ellos ya quieren ir a Ica para verte a ti y ver a su mamá. Quieren también ir a la Huega y a Huacachina … Sí … sí iremos con cuidado, no te preocupes … Anda a recogernos para cuando lleguemos.
Mi padre no requería que le recomendaran su asistencia porque siempre estuvo en su puesto.
Todo esto lo decía mi abuela apretándose el auricular en forma de pera contra la oreja derecha y agarrando el micrófono con la izquierda. El teléfono no era de mesa, como después hubo, sino de pared: estaba sujeto a la altura de su cara. El micrófono, como bocina de vitrola, si bien pequeño, encontrábase adjunto a la caja negra del teléfono, al que había que acercarse y casi meter los labios, como para que no se perdiese ningún decibelio, ninguna onda sonora, ninguna ondulación acústica.
Llegado el día del viaje mi abuela Lucha llamaba un carro de plaza para que nos llevara a Lima. Al carro de plaza por entonces se le decía carro de plaza porque la palabra taxi no era de uso popular, como que tampoco en el Perú había taxímetros. Su paradero habitual era en la esquina de la Calle Miller, casi llegando a la Calle Lima. Solía ser éste uno de esos carromatos cuadrilongos al que sólo le faltaban los caballos y el pescante. Eran amplios y cómodos. En la parte de atrás holgadamente cabíamos mi abuela, mi hermana Diana y yo con las piernas estiradas, más los bultos que transportábamos, que tampoco eran tantos. Nos recogía, pues: lo tomábamos en la puerta de casa. Rodábamos calle abajo de Libertad hasta desembocar en la de Miller; de allí, a la Calle Lima, que era de dos sentidos, fluyendo incesantes automóviles y tranvías de aquí para allá y de allá para acá. Allí estaban la Bodega Olcese, el Cine Porteño, el Chifa Cantón y la tienda de caramelos de don Juanito. Siguiendo de frente por la Colonial veíamos el Cementerio Baquíjano, camposanto al que inexorablemente mi abuela señalando sentenciaba: Aquí vendremos todos … Antes o después, nadie se libra de venir acá.
Más adelante, con un poco más de recorrido, pasábamos por el costado del depósito de los eléctricos (tranvías), que quedaba a escasos metros de la comisaría y de la Iglesia de La Legua, con su abrevadero redondo -amplio pilón que en su día sirvió para refrescar acémilas-, justo allí donde ahora está el paso a desnivel, donde por arriba la Avenida Faucett -viniendo desde la de La Marina atraviesa la Venezuela y La Colonial-, y va hacia el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez.
Avanzando más todavía hacia Lima nos deleitábamos con los árboles de la Unidad Vecinal número Tres, hasta alcanzar después la de Mirones, que se edificaba por los tiempos que describo. Llegábamos a La Plaza Dos de Mayo y, de manera paralela a la línea del tranvía subíamos por La Colmena. Bordeábamos la Plaza San Martín y continuábamos hasta la Universitaria, que salvábamos por el lado de la Casona de San Marcos hasta, después de tan larga travesía fondear junto a la puerta o portón de la sala de espera de la mencionada agencia de ómnibus Pacífico, ómnibus con carrocería pintada de plomo y verde
En el tradicional reloj de Lima de la torre de la Plaza Universitaria, las manecillas, ¡doble maravilla de maravillas!, funcionaban y hasta daban la hora exacta. Como por lo general llegábamos con cierta anticipación (por entonces se compraba los pasajes no al instante de partir sino varios días antes), mi abuela Lucha se daba tiempo para ir a ver su vetusto colegio, allí donde de niña estuvo interna, y entrevistarse con su antigua maestra. Era ésta monjita octogenaria larga, incluso diría hasta nonagenaria, de semblante benévolo, clemente, afectuoso. Apoyábase en un bastón. De hábito negro y amplia pechera -daba la impresión de ser descomunal babero- casi le alcanzaba la cintura. Sobre la cabeza lucía cofia blanca de monumental proporción, alada, como albas alas desplegadas de cisne, de inmensa ave nívea batiéndolas para despegar, como si la monjita hastiada de este mundo se esforzara por alzarse hasta los cielos y gozarse contemplando el divino rostro del Creador. Ambas se abrazaban y recordaban tiempos idos, de cuando mi abuela Lucha era niña y la monjita, mujer joven y valedora y abogada de mi abuela. Tiempos añorados, evocados, invocados y reiteradamente recapitulados en las vacaciones de invierno y de verano. Al despedirnos, su maestra la abrazaba nuevamente, y nos acariciaba la cabeza a mi hermana Diana y a mí. La recuerdo en la distancia y siento su cariñosa, tenue, delicada, sutil y frágil mano palpándome maternalmente, bisabuelablemente, la cabeza.
Insistiendo en lo dicho repetiré que por aquel tiempo, según me parece, había dos empresas de ómnibus que hacían el servicio Lima-Ica-Lima: Pacífico y, Roggero. Ambas tenían su oficina y punto de embarque-desembarque al final del Parque Universitario, allí donde ahora está la Avenida Abancay, al otro extremo de la diagonal por donde en aquella lejanísima época, durante el período de don Manuel Odría se construyó el Edificio del Ministerio de Educación.
Una vez acomodados los viajeros en el ómnibus, arrancaba éste y seguíamos la ruta del tranvía hacia Chorrillos, por donde en años posteriores el alcalde don Luis Bedoya Reyes mandó sacar sus rieles para cavar y hacer El Zanjón. Llegados que habíamos a la Carretera Panamericana era sólo cuestión de tiempo astronómico transitar hasta Mala – donde se compraba manzanas y alfajorcitos envueltos en papel blanco, así como hasta ahora ocurre –, entrar en Cañete, ingresar a Chincha y a Pisco, con sus respectivas paradas, bajada de usuarios, subida de otros; trasiego de bultos a la y de la parrilla del techo del vehículo, etc. Durante el interminable trayecto, veíamos infinidad de lagunas, ciénagas, charcos y lodazales con cañas y juncos en sus orillas, con vastísimas muchedumbres de habitantes alados de todos los tamaños, de plumas de variados colores, residentes temporales o perennes de esos puquiales y humedales. Igualmente, en partes del camino asomaban a la superficie retazos níveos en el desierto: algodonales, que después se perdieron por la invención de las telas sintéticas.
No sé ni cuántas veces durante las ocho o nueve horas que duraba el viaje Diana y yo nos quedábamos dormidos. Yo entretenía el kilometraje contando los postes telefónicos y mi abuela me explicaba que por los hilos de alambre tendidos entre ellos conversaban ella, desde El Callao, y mis padres, desde Ica, sin que me imaginara cómo podía ocurrir tamaño prodigio. Recuerdo que las sombras de los postes y del mismo ómnibus se alargaban hasta perderse al anochecer, hasta zambullirse o desvanecerse en la negrura que nos envolvía al desaparecer el Sol en el océano, hasta hacerse invisibles porque todo quedaba sumido en la oscuridad más profunda. Arriba sólo titilaban las estrellas, sólo palpitaban los luceros más lejanos. La visión habría sido calurosamente saludada por astrónomos, que hubieran aprovechado en descubrir nuevos huecos negros, nuevas constelaciones y galaxias, aunque sólo fuera nebulosilla de mala muerte; pero en el ómnibus jamás viajó científico alguno. Los únicos huecos negros que nos estremecían eran los de la carretera. Sobre la testa del chofer, en la parte superior del parabrisas, había un crucifijo o un Corazón de Jesús ensartado de espinas, traspasado como anticucho, lonja cruda de carne sangrante, exangüe, con una bombita alargada en cuyo interior brillaba la cruz del suplicio conteniendo todos los pecados del mundo. En algún momento del interminable peregrinaje mi mamama Lucha nos despertaba y nos avisaba que estábamos pasando por Guadalupe, y que quedaba muy poco para llegar a Ica. Era imprescindible desperezarnos y arreglarnos para el reencuentro.

Mi madre con mi hermana Diana y conmigo, en la hamaca de la arquería que daba a la capilla (1945)
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Han transcurrido sesenta y cinco años y escucho como si percibiera ahora mismo el escape libre, el mufle sin silenciador, estrepitoso, estruendoso, callejonero, barraconero, alborotador del vehículo de la agencia Pacífico ingresando por la Avenida Matías Manzanilla: raaata ta ta ta … raaata ta ta ta …. Era como el grito de victoria por concluir triunfante tan larga odisea porque, en efecto, por comentario de adultos que escuché, la carretera tenía tantas curvas, subibajas, ondulaciones y torcimientos porque la empresa constructora cobró no por obra hecha sino por kilometraje. Se esmeró, pues, en hacerlo lo más largo y retorcido posible.
Bajábamos del ómnibus, cuyas oficinas quedaban a pocos metros del mercado de abastos. Allí estaba mi padre esperándonos. Nos iba a recoger en el camión de la Hacienda o, cuando lo tuvo, en su automóvil: auto inglés de color guinda y marca Standard Vanguard, que desde que lo compró lo bautizamos con el apelativo de chanchito.
Subíamos al chanchito y partíamos raudos hacia la Hacienda. Pronto pasábamos de largo la Plaza de Armas teniendo ésta a nuestra izquierda, con sus numerosos ¿ficus?, ¿robles?, ramosos, espesos, frondosos, umbrosos, hermosísimos, de troncos anchos, retorcidos, nervudos y poderosos que hundían sus raíces en la tierra, cargados de verdor y de años, que unos decenios después fueron podados y talados para remodelar algo tan encantador como fue ese lugar, y poner la pileta-piscina que ahora está. Sigo sin comprender cómo en el Perú nunca jamás encausaron ni sancionaron ni severamente penaron e impusieron castigos temporales ni vitalicios a alcaldes, síndicos concejales y hombres públicos; ni los sometieron al potro del suplicio en los calabozos de la Santa Inquisición, ni los recluyeron en El Frontón, ni los confinaron en El Cepa, ni los metieron en el Sexto, ni los enchironaron en la Penitenciaría de Lima, ni los enclaustraron de por vida en celdas de máxima seguridad de Sarita Colonia o de Lurigancho, ni los enjaularon con ratas y alacranes en el Alipio Ponce ni en ninguna mazmorra del Real Felipe, ni los trincaron y dejaron olvidados en bunkers del Palacio de Justicia, repito: a síndicos, a alcaldes y a presidentes de región mataárboles, arbolicidas reincidentes contumaces, parricidas del medio ambiente y matricidas de la Madre Naturaleza. Capítulo similar -mezcla de corrupción, de ignorancia y de miseria espiritual- es cómo demuelen, cómo destruyen exponentes arquitectónicos históricos con el pueril y criminal pretexto de modernización y progreso.
Pasado que habíamos el Hospital Obrero, doblábamos a la siniestra mano, porque pronto aparecía la finca de don Fulgencio y, más allá, el pozo que abastecía de agua a la Hacienda. Desde este punto y a no más de doscientos metros quedaba nuestro destino final, la Hacienda misma.
Los pensamientos y sentimientos más tiernos y dulces se me agolpan en el recuerdo, en el corazón, en el alma, en todos los recodos, recovecos y meandros del espíritu cuando rememoro aquellos instantes de nuestra llegada a la Hacienda San José. Era de noche. Las luces de los faroles hacían lo que podían para irradiar alguna luminiscencia. Focos lánguidos que, sin embargo permitían divisar el ambiente, esparcían su fantasmal iluminación al gran jardín central, a uno de cuyos lados estaba la casa-hacienda y, casi junto a ella, en otro del jardincillo lateral, la morada que habitaban mis padres.
Cuando llegábamos en invierno hacía frío, gelidez que me agradaba. Entrábamos en la casa y lo primero con que nos encontrábamos y veíamos era la mesa del comedor, mesa que mi padre había hecho con sus propias manos cuando se casó, como los demás muebles del hogar: aparador, sillones, repisas, armarios, etc. Iba yo entonces a la cocina, porque buscaba encontrarme con un aroma que me transportaba a otras dimensiones: allí había olor especial, una fragancia única, una sublime expresión imposible de describir que, a pesar de su inefabilidad y del tiempo que nos separa desde aquella lejanísima época no se me ha olvidado y llevo muy dentro de mí. Según la temporada, allí había cantidades de sandías, o de uvas, o de tunas, o de higos y pacaes, o de mangos, o de lo que fuese, pero siempre hubo algo.

El autor ante las fachadas -frontal a mi izquierda y lateral a mi derecha-
de la casa que habitamos en la Hacienda San José (1995).
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Conversábamos – las criaturas más escuchábamos –, nos enterábamos mutuamente cómo habían sido los meses de separación. Al poco rato el sueño nos vencía, y nos íbamos a dormir con mi abuela. Mi hermana Diana a un costado, yo, al otro, y mi abuela en el centro, abrazándonos, acurrucándonos, ciñéndonos con sus brazos y dándonos ese calor que me ha acompañado siempre y que jamás me abandonará. Dormíamos apacible, serena, plácidamente hasta que amanecía y salía el Sol, hasta que los pajaritos iqueños, sanjosecinos, sampepianos y hacendatarios despertaban con sus cantos para las labores diarias, trinos matinales que anunciaban la nueva jornada… ¡¿Será posible que haya habido tanta belleza, tanto encanto, tan grandiosa excelencia y primor en este mundo…?!
Entre los varios cantos cotidianos recuerdo las voces cantoras que mis padres escuchaban, y las letras de canciones que ellos, mis padres, entonaban. De la más antiguas que rememoro que él modulaba era este trozo que Carlitos Gardel recitaba:
El día que me quieras
No habrá más que armonía
Será clara la aurora
Y alegre el manantial
Traerá quieta la brisa
Rumor de melodía
Y nos darán las fuentes
Su canto de cristal…
El día que me quieras
Endulzará sus cuerdas
El pájaro cantor:
Florecerá la vida
No existirá el dolor…
También, la maravillosa voz de Libertad Lamarque salva la distancia y el tiempo. Entre sus canciones más en boga que oía y ahora saco del pasado es:
– Tarde que me invita a conversar con los recuerdos
Pena de esperarte y de llorar en este encierro
Tanto en mi amargura te busqué sin encontrarte
Cuándo mi alma, cuándo moriré para olvidarte.

Quiero verte una vez más, oh vida mía,
Y extasiarme en el mirar de tus pupilas,
Quiero verte una vez más aunque me digas
Que ya todo terminó y es inútil remover las cenizas de un amor…
etc., etc.
Mi padre, como eximio tanguero que fue, se sabía vida, milagros, canciones, venturas, aventuras, desventuras, travesuras y diabluras de Carlos Gardel, Hugo del Carril, Libertad Lamarque y demás exponentes y compositores de la música del género. En esto como en automóviles y automovilismo, y como en cinematografía, fue no una enciclopedia sino una biblioteca de enciclopedias.
Ya que recordamos, pongamos dos estrofas más de Libertad Lamarque … Café de los Angelitos:
Yo te evoco, perdido en la vida,
y enredado en los hilos del humo,
frente a un grato recuerdo que fumo
y a esta negra porción de café.
¡Rivadavia y Rincón!… Vieja esquina
de la antigua amistad que regresa,
coqueteando su gris en la mesa que está
meditando en sus noches de ayer.
Café de los Angelitos
etc.
La canción por entonces preferida de mi mamá:
– Isabelita,
porteña bonita,
figura exquisita
de gracia sin par.
——–
¡Isabelita!
La calle palpita,
la gente se agita
al verla pasar…
Y nadie sabe su gran dolor:
¡Isabelita busca un amor!
etc., etc.
Con frecuencia arrullador viento nos acunaba, nos sosegaba y adormecía corriendo entre las ramas y hojas de los árboles, con melodía imposible de borrar. El viento y el Sol iqueños, como las brisas marinas y el Astro Rey chalacos, contribuyeron para que fuera feliz, para que me sintiera y fuera dichoso. El rumor y susurro de las brisas, como la calidez solar, caminaron desde entonces conmigo de la mano.
Nos levantábamos, desayunábamos y salíamos de la casa. Me gustaba escuchar el trabajo de la segadora que uno de los jardineros sobre el césped accionaba -rasss… rassss… rasssss-, y cómo con el reguilete regaban por aspersión el césped y las flores. Me embargaba la fragancia de los jazmines, con sus preciosos pétalos blancos; de los geranios rojos, blancos y rosados, y de infinidad de plantas y flores que embellecían el ambiente y deleitaban el olfato. Así como la luz y las sombras cambian con el correr del día, modificábanse los colores ofreciéndome gamas y matices inesperados, y los olores de las flores emitían distintas fragancias con peculiares efluvios iqueños. Afuera estaba el jardín central, con sus árboles de goma, lágrimas resinosas que nosotros separábamos del tronco y sacábamos pellizcándolas; con sus cactus de pencas gruesas y espinosas. Palpaba cuidadosamente las púas sobre el tronco verdoso de un uña de gato, madero grueso y poderoso, que una tarde fue arrancado de cuajo por paracas repentino, violento. Jardín cuadrado, alrededor del cual sucesivamente se hallaba un depósito de herramientas, un almacén de algodón, que le decían colca – que tenía espacio para guardar un auto –, y nuestra casa. Al costado de nuestra casa otro jardincito intermedio, y más allá, en la otra orilla, la vivienda de la señora doña Rosa, hija de los hacendados, casada con el químico vitivinícola italiano don Piero Albrizio. A continuación de la de doña Rosa, la casa-hacienda con la capilla vecina y las arquerías; luego, el espacio abierto ya descrito; las instalaciones donde se machucaba la uva y extraía el mosto, trujales y lagares donde procesábase hasta convertirlo en vino, en oporto, en cachina; la alcatara y alambiques para pisco; y ahí cerca, las formaciones en hileras de pipas, cubas y barriles.
En cierta ocasión jugábamos varios niños a pocos metros de la fachada de nuestra casa. En éso vi correr hacia nosotros a uno de los jardineros que en ese momento trabajaba regando el jardín. Venía rápido con una lampa en la mano. Sucedió que sin que nos diéramos cuenta salió una víbora de la colca o del depósito ferretero contiguo. El jardinero la golpeo contra el suelo varias veces fraccionándola en otros tantos segmentos. Cuando me acerqué ví que se movía cada sección de la víbora. La oportuna presencia del jardinero y lampa nos preservó la salud.

Mi abuela Luisa, y mi mamá sosteniendo en brazos a Luis. Con ellos, mi hermana Diana y yo (1951).
Jardín central de la casa-hacienda. El inmueble del fondo, junto al auto y al árbol fue nuestra vivienda. Al lado, el portón de la colca.
La víbora apareció allí donde está el automóvil.
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Se pasaba otro espacio y se llegaba a las oficinas de la Hacienda. Contigua a éstas pero por la parte de atrás, hacia la acequia, había un taller de carpintería y un canchón para domicilio de vacas. Pasando el canchón se llegaba a otro corral, esta vez de ovejas y carneros, cercado por empalizada delgada y sin techumbre, y, más allá todavía, las rancherías de los campesinos, obreros y trabajadores manuales de la finca, a las que la acequia ponía límite. La acequia hace tiempo desapareció. Franqueando la acequia, algodonales: extensiones de Sol, aire y colorido. Quien vaya ahora a la Hacienda San José la encontrará con muralla que la circunda, como museo que llegó a serlo sin quererlo, como un remanso del pasado, como un albergue pretérito, como un refugio de siglos idos, como remotísimo espejismo del desierto. Las viñas y algodonales decenios ha que se frustraron, se malograron, los destruyeron, desaparecieron, se volatilizaron como consecuencia de la reforma agraria del General Velasco Alvarado, y, en vez de ellos ocupan su lugar construcciones, casas y edificios allí donde la vid crecía colmando sarmientos, donde parras y racimos abrazábanse en los abrasados espacios luminosos.
Recuerdo el olor que salía del edificio blanco, encalado, enjalbegado, allí donde estaban los lagares, la alquitara, los depósitos, las hileras de cubas y pipas de madera añejándose el vino. Afuera, el orujo de la uva en multitud de barricas, los hollejos machacados. Más allá, tarugos y cuñas en el suelo; duelas, aros y remaches de metal para reparar los toneles.
He mencionado el pozo que suministraba agua a la Hacienda. Quedaba a unos 200 metros de distancia, por lo menos, y para llegar hasta él había que caminar sendero de tierra flanqueado por dos filas de árboles que dejaban caer especies de caparazones pequeños en forma de corazón, como dos tapas de ostra unidos por charnela, marrones, duros, con una grieta entre tapa y tapa, susceptibles de separárseles con poco esfuerzo. El ambiente olía a miel, a dulzura, a néctar de flores, a paraíso terrenal.

El señor don Piero Albrizio y su esposa la señora doña Rosa. Entre ambos, una dama desconocida para mí.
Camino de la casa-hacienda al pozo de suministro de agua. Al fondo, entre el primer y segundo árbol, insinúase la torre de la capilla malatestina. Las viñas que se adivinan al costado del auto hace tiempo dejaron de existir para convertirse en urbanizaciones.
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

El señor Aibar (o Aivar) se encargaba de su funcionamiento. Siempre lo veía metido en su indumentaria tiznada, enfundado en su mameluco untado de grasa, en su overol de mecánico, con llaves y aceiteras en las manos, tan movedizo como las bielas y los ejes que lubricaba, acostumbrado al ruido de las bombas eléctricas y al fluir acuático que manaba del subsuelo, como alfaguara vivificante y transparente que emerge a la superficie, cuyos mantos freáticos por entonces eran de mayor abundancia que los actuales. Hacíale honor a la palabra quechua Ica: agua que emana de la tierra.
Si desde el Pozo hubiésemos tomado la vía recta y nos hubiéramos dirigido hacia la Avenida Matías Manzanilla antes habríamos tropezado con la finca de don Fulgencio, que era anciano casi nonagenario. Don Fulgencio tenía en su huerta altos árboles repletos de higos y de pacaes, que él trepaba sin hacerle caso a la edad que llevaba sobre los hombros, tirándonos montones de frutos, bombardeándonoslos desde las alturas. Higos y pacaes en la lontananza de mis reminiscencias se relacionan y asocian con don Fulgencio trepando árboles. Volvamos al Pozo.
Si en lugar de tomar la vía recta y desde el Pozo del señor Aibar girábamos a la izquierda, ingresábamos en la más maravillosa de las alamedas iqueñas que recuerdo en mi vida. Dificulto que hubiera otra igual, ni similar siquiera en este Planeta Tierra. Era de no más de 300 metros. Iba ésta hasta juntarse con el camino en la curva hacia la Huega y Huacachina. Imagínense un paseo o calle arbolados, con ficus o robles o lo que fuere, de abundante ramaje, de robustos troncos de un metro de diámetro, por lo menos, que hacían túnel hacia el Jardín del Edén, hacia la gloria celestial que eran la Huega y Huacachina. En el centro había dos carrileras de unos cuarenta centímetros cada una, que coincidían con las ruedas de los vehículos. En la parte correspondiente entre esta alameda y la Avenida Matías Manzanilla, prosperaban terrenos de chacras, sembríos, algodonales. Al costado que daba hacia la Hacienda hallábanse algunas de las viñas malatestianas y sanjosecinas: justo al borde del camino, de este lado corría un riachuelito, o simple cauce cuando estaba seco, que en ocasiones dejaba fluir agua y, en otras, permanecía vacío, cuyo lecho lo constituía arena fina. Allí jugábamos Diana y yo. Era arena fresca, limpia, acogedora para recreo nuestro, para solaz de los niños, para escribir sobre ella el destino de cada uno.
Fue a lo largo de esta alameda que sirvió de tránsito para el circuito de carreras de carcochas que hubo en el 1949. Las recuerdo de todos los colores, convertibles la mayoría, con sus pilotos con cascos, vestidos como aviadores de la Primera Guerra Mundial. En eso ocurrió un pequeño choque: uno de los bólidos se estrelló contra otro y ambos conductores carcochistas saltaron sobre la borda de su respectiva carrocería, calancudos ellos, patimétricos y zanquilargos que daban la impresión de chupajeringas humanas.
Era al final de la misma alameda, en el extremo contrario al Pozo de Aivar, sombría y grata en el arrebato de su éxtasis, cuando en verano esperábamos uno de los dos o tres ómnibus – que primero fueron camiones – ómnibus pintados de amarillo y rojo, que hacían recorrido entre el centro de la ciudad y las nunca olvidadas Huega y/o Huacachina. Para llegar a la Huega desde este sitio era necesario continuar unos centenares de metros y tomar el desvío de la izquierda. Era éste lugar ameno, delicioso, paradisíaco; laguna más redonda y pequeña que la de Huacachina, rodeada de dunas y palmeras. Las únicas construcciones que recuerdo eran los cuartitos donde los bañistas se cambiaban. Siguiendo la inveterada costumbre peruana de cómo tratar lo bello, de la Huega no ha quedado sino vertedero de basura e inmundicias.
Pero si no se tomaba el mencionado desvío a la Huega sino que se continuaba de frente, íbase, como todavía ocurre, a Huacachina, que casi la siguió en su desgraciado destino y estuvo en peligro de secarse. Para salvarla -lo que demuestra que se puede cuando se quiere- se las ingeniaron para acarrearle agua por tuberías, cuyo líquido carece del sugerente olor penetrante y característico primigenios. Pero Huacachina perdura, y eso es bastante.

Vista panorámica de la laguna de Huacachina desde uno de los cerros circundantes
Fuente: Foto tomada de internet

Los recuerdos más lejanos, las escenas más remotas y antiguas de mi vida son precisamente de la Hacienda San José. Me conmuevo y emociono cuando los evoco y me viene a la memoria referencias como la fecha del 15 de enero de 1948 … Luego diré porqué. Al igual que los muebles de la casa, mi padre trabajando la madera me hizo un porfiado, trompos, un tractorcito, un velero, un jeep de casi dos metros en el que yo entraba, pedaleaba y avanzaba manejándolo yo mismo; además, nos hizo a mi hermana y a mí un columpio también del mismo material: madera. Ambos estaban sujetos al mismo travesaño sostenido por la misma base, que eran cuatro patas largas en forma de V invertida. El lado del columpio de mi hermana Diana era una silla. El mío, un caballito. Ese día jueves 15 de enero de 1948 – serían las 10.00 de la mañana, de una mañana soleada y trasparente, de firmamento excepcionalmente hermoso, como todos los de Ica –, estaba yo columpiándome en mi caballito cuando mi mamá salió de casa y me preguntó:
– Dime, Pupo, ¿de qué color quieres tu torta?
– ¿Qué colores hay? – inquirí–.
– Estos … – y me enseñó cuatro frasquitos de esencias, pomitos de etiquetas y tapones enroscados de los colores que contenían –: rojo, amarillo, azul y verde. Los observé y le señalé el verde:
– ¡Quiero éste!
– Muy bien, Pupo,… Sigue aquí jugando en tu columpio y no te me vayas lejos.
Se dio media vuelta y entró en la casa para cubrir la torta con baño verde.
Ese día de mi tercer cumpleaños descubrí que el verde es mi color preferido. Fue también hito de mi existencia porque desde allí, desde este preciso fechado instante también arranca el registro de mis recuerdos. Mi presente se fundía con mi ayer, y ambos prácticamente eran una y la misma cosa. Con el devenir del tiempo enriqueciose mi pasado, se abultó la carpeta de mis hechos y experiencias, de mi mundología, de mis evocaciones y remembranzas, pero también cuanto más avanzo me resulta evidente y siento que en relación proporcional se comprime mi futuro, hasta que llegue el día en que mi ahora y mi mañana sean idénticos.
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Pensar en Ica y en su Hacienda San José es traer a la memoria a personajes como el camionero Candelario, a quien llamaban Candico. Candico fue marido de doña Isabel. Uno de sus varios hijos era de mi edad – le decían Chacha –, y era con él con quien preferencialmente yo jugaba. Candico fue hombre trabajador, de piel curtida por el Sol, alegre, risueño. Sus carcajadas descubrían sucesivas migraciones dentales. Me tomaba consigo en el camión cuando tenía que transportar carga a la ciudad. Una vez poseí un cañito con el que jugaba. Lo llevaba en el bolsillo. Fuimos al depósito de algodón que había por donde ahora están las empresas de ómnibus que hacen la carrera entre Ica y Lima. Yo saltaba y me dejaba caer sobre los montones de suaves copos blancos. Cuando hubimos de regresar a la Hacienda y nos hallábamos a medio camino, me percaté que no tenía el cañito en el bolsillo, y Candico tuvo la paciencia de regresar y buscarlo, pero no lo encontramos a pesar de sus esfuerzos y buena disposición, y me quedé sin mi juguete pero con el consuelo de las palabras de Candico.
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El señor Meza fue otro personaje de aquellos tiempos. Empleando cañas tejía canastas y cestos de los más variados tamaños y formas. Cuando trabajaba la caña, Meza empleaba manos y pies transformándose en huso humano. El señor Meza urdió la canasta que sirvió de cuna a mi hermano Lucho. Mi padre hizo la base con ruedas sobre la que se colocó la canasta que le encargó a Meza. Un día a Meza lo mandaron a fumigar algodonales y, deseoso de experiencias, púsose en la boca la manguera de la fumigadora. Por poco se muere el huso humano; por poco la Hacienda se queda sin las canastas de Meza.
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Otro, quien sí jamás bebía, fue Toribio el tractorista. De Toribio también me acuerdo su permanente sonrisa. Corría a su encuentro cuando yo oía a lo lejos el trac, trac, trac, trac del motor del tractor viniendo desde la dirección del Pozo. Toribio paraba la máquina y me subía, y así, desde la cúspide del asiento regresaba yo feliz a la Hacienda.
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Había una señora de raza negra, de nombre Candelaria, que caminaba con un atado a las espaldas, como si hubiera nacido con él, sujetándolo por sobre el hombro y, por lo tanto, inclinada hacia adelante, como si de subir cuestas se tratara. Algo me sobrecogía de esta señora doña Candelaria: quizás en mi imaginación infantil la creía maestra en hechicerías cachicheñas, y la afiliaba con conciliábulos de duendes, con conspiraciones de brujas, con aquelarres y encantamientos.
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El jardinero don Juan Anchante era hombre de unos cincuenta años. Trigueño él, de contextura fornida, de caminar con las manos ocupadas tirando mangueras como jalando cabos, como los vaporinos, llevando en ellas algún rastrillo, tridente, hoz o tijeras de las grandes, siempre servicial y atento. En Ica caían aguaceros copiosos, y cuando tal cosa ocurría el techo de la casa dejaba pasar goterones. En cierta oportunidad mi madre le pidió a don Juan Anchante que cubriera las goteras, las perforaciones del cieloraso, y él, con ayuda de escalera de mano que apoyó contra la fachada blanca subió inmediatamente al techo. Recuerdo cuando mi mamá le advirtió que tuviese cuidado porque el techo estaba de mírame y no me toques. Don Juan Anchante le respondió:
– Uno, señora doña Augusta, muere en el día, no en la víspera.
No sé si pasó mucho o pasó poco, posiblemente no transcurriera ni un mes, ni dos semanas siquiera de este suceso. Una mañana temprano, cuando salí de casa noté varios corrillos de personas que comentaban en voz baja: durante la madrugada la mujer de don Juan Anchante sintió que éste roncaba de manera desacostubrada, extraña: un ataque cardíaco lo sorprendió durmiendo y falleció fulminante, repentinamente.
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Don Genarito era hombre de edad provecta. Por entonces había superado la mitad del octavo decenio del parto que lo trajo a este mundo. Era espigado, delgado, más alto que bajo, lo que significa que en sus buenos tiempos aventajó el promedio de estatura general. Siempre atildadito y limpio. Siempre alisado, como si le hubieran planchado el terno con don Genarito puesto. Como si una aplanadora hubiera pasado sobre él y su terno. Era un anís. Unas veces vestíase con su ternito de color azul claro y, otras, con el marrón, los dos a rayas delgadas. Denotaba rancia elegancia, prestancia, porte, distinción… ¡La decencia obliga! Con ambas vestimentas llevaba chaleco y me gustaba verle su chaleco, donde una cadenita de plata bajaba desde el botón cercano al corazón hasta el bolsillo izquierdo. Don Genarito fue un archivo y a la vez abastecedor de estampitas religiosas, que regalaba a mi hermana Diana. Diana se le acercaba cuando lo veía, y él, sin que nadie le dijera nada sacaba su misal y pasaba sus hojas, de las que extraía una o dos cartulinas con sus respectivas viñetas de algún varón o fémina beatos o canonizados. Con el amparo de don Genarito mi hermana Diana llegó a tener buen número de estampitas, que coleccionaba junto a platinas -papelillos coloridos de chocolates-, que alisaba con la uña del pulgar derecho.
En una ocasión para su mala suerte, don Genarito prometió regalarme una bolsa de bolas, de ésas con que los niños juegan, hechas de vidrio, y que hasta ahora se venden y compran en los mercados del Callao y del Perú. Bolsas donde vienen cien unidades, cien bolitas de diversos colores, dentro de una malla amarilla. Oportunidad que lo veía era preguntarle:
– ¿Cuándo me trae mis bolas, don Genarito?
Una tarde – serían las tres o tres y media –, estando afuera, jugando en el jardín central de la casa-hacienda, correteando sapos, que me gustaba meterlos en el agua para verlos nadar y bucear, vi a don Genarito y me le acerqué. Le recordé su promesa. En ese momento Graciano Muñante, el chofer de la Hacienda partía para una gestión en la ciudad. Sin consultar con nadie don Genarito y yo subimos al auto y nos fuimos con Graciano. Llegados que hubimos Graciano estacionó el carro en uno de los lados de la Plaza de Armas. El venerable anciano y yo nos bajamos y fuimos hasta la tienda del señor Pun, y me compró las ansiadas bolas. Dentro de la bolsa, que era, repito, una red amarilla, las había de todos los colores, sin que faltaran las lecheras o lecherongas, ésas de la buena suerte. Cumplida tan importante y principal parte del negocio, ambos regresamos a la Plaza de Armas y al auto, donde nos reencontramos con Graciano que había ya realizado el encargo que lo llevó a la ciudad, y muy orondos y sueltos de huesos deshicimos el camino hacia la Hacienda.
Todo fue llegar y noté que algo raro ocurría: ante mi repentina ausencia mi mamá salió a buscarme y no me vio por ningún sitio. Pensó lo peor. Pensó que me había ido más allá de la carpintería, más allá del canchón de vacas y del corral de carneros destechados, hasta la acequia en que franqueándola y atravesando campos se llegaba a Cachiche, y en su imaginación desesperada me veía caído en sus aguas, jalado por la corriente, correntada que me habría arrastrado sin posibilidad de salvación. Mi mamá lloraba. Los circunstantes la circundaban y consolaban, y le aseguraban que sí, sí me habían visto jugar en el jardín, pero no irme en la dirección que ella sospechaba y temía.
Llegamos, digo, y Graciano estacionó allí cerca del grupo. Al abrirse la puerta trasera don Genarito y yo bajamos sonrientes, dichosísimos. En mis manos portaba la bolsa de malla amarilla con bolas que don Genarito me regaló. Mi mamá, liberada del peso de la angustia, corrió hacia mí, me abrazó con fuerza y lloró imparablemente.
Habiéndome referido a don Genarito, agregaré que el hecho que yo lo quisiera y estimara no impedía que le jugara alguna mataperrada. Ésta consistía en que cuando iba a la casa y conversaba con mi mamá o con mi abuela Lucha, no bien él entraba cuando yo por detrás suyo, y sin que mis mayores lo advirtieran, silenciosamente le seguía los pasos con el flit, fumigándole con DDT las espaldas. Don Genarito era sordo, pero conservaba el sentido olfatorio puesto que tosía y estornudaba de acuerdo a la intensidad de la vaporización a que lo sometía. Cuando lo victimizaba, sin darse cuenta que yo era el responsable de las pulverizaciones, les decía a mi mamá o a mi abuela:
– No sé, señora doña Augusta (o señora doña Luisa) por qué carraspeo, toso y estornudo cuando vengo a esta casa … Algo hay aquí que no me asienta.
Espero que don Genarito, allá donde él está, me haya perdonado las travesuras infantiles. Que sepa que hasta ahora le guardo gratitud por comprarme las bolitas prometidas.
***
Quizás, de todos los miembros de su familia, fue la señora doña Rosa quien tuvo más cercanía con nosotros, al menos conmigo, ello porque su casa y la nuestra daban frente por costado, respectivamente. Recuerdo que había un porongo que superaba mi estatura, de arcilla color anaranjado ladrillo a pocos metros de la fachada de mi casa, que me gustaba golpearlo para escuchar la grave, queda y amortiguada resonancia que emergía de su embocadura, eco incrementado si lo percutía con objeto duro. Anhelante de efectos sonoros, en cierta oportunidad -tendría yo por entonces cuatro años- eché mano a una piedra … No tardó en aparecer la señora doña Rosa:
– Diana … Dianita… Dile a Pupo que no golpee el porongo porque lo puede romper.

La señora doña Rosa Malatesta de Albrizio (1908-1989)
Obsérvese la efigie de su padre en el broche
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Ya en mi edad adulta intercambié cartas con ella, y fue la señora doña Rosa quien me proporcionó las fotos que me pertenecen y que ahora publico en este relato. Recuerdo que le envié una mía tomada en Estonia, donde aparecía yo de espaldas. Doña Rosa me respondió con el comentario:
– Pupo …: nunca más ya nos veremos en esta vida.
Doña Rosa murió en 1989 dejándome un vacío en el alma.
***
Para airear las camas mi mamá solía enrollar los colchones y dejarlos sobre las mismas, operación que efectuaba también con el colchón sobre el que dormíamos con mi abuela Lucha. Fue un atardecer cuando lo vi enroscado y a modo de manjar blanco en pionono me metí dentro de él. Al poco rato me llamó mi mamá, que no me veía y había quedado nerviosa con la reciente experiencia de la acequia y de las lecherongas de don Genarito:
– ¡Pupo!
– ¡Aquí estoy…! – le contesté –.
A pesar que estábamos en la casa y hasta en la misma habitación o, moviéndose ella en cuartos contiguos, mi mamá escuchaba mi voz distante, lejana, remotísima.
– ¡Pupooo!
– ¡Aquííí estooyyy! – le respondía –.
Buscaba por todas las habitaciones y por todos los rincones, y como mi voz, aparentemente venía desde la distancia de varios kilómetros, desde algún sitio incierto y escondido del Universo, pensó que le respondía desde afuera. Salió, pues, por la puerta falsa, y miró detrás de los árboles, detrás de las plantas, y nada. No me encontró detrás de nada. Simplemente no me encontró. Por unas rejas de madera que allí había junto a unos arbustos de naranjitas Quito oteó hacia los viñedos. Tampoco nada. Caminó hacia la casa y me llamó de nuevo:
– ¡¡¡Puuupoooooo!!! – gritaba ya con desesperación –.
– ¡¡¡Aquí estoooooyyy!!!
Y así duró el juego hasta que me descubrió y me resondró.
***
En la oficina, con mi padre trabajaba un señor maduro de apellido Cajo. Cajo era cojo, y usaba bastón para apoyarse al caminar. También era empleado un hombre joven, quizá algo menor que mi papá, de apellido Loli. Loli fumaba y se divertía dándome a escondidas alguna pitada o chupada pucheras, que me hacía toser. Entonces reía. Era su sana manera de divertirse.
***
Refiriéndome al Hospital Obrero de Ica, me viene a la memoria la figura de la señora doña Soledad de la Quintana, quien trabajaba en dicho hospital-maternidad. Fue la señora doña Soledad de la Quintana mujer de grueso calibre y de no muy alta estatura ya que no superaba el metro sesenta, que no estaba mal para la época. Que yo supiera, no era ni médica ni barchilona, sino enfermera-comadrona muy dedicada a ayudar al prójimo, sobre todo a las parturientas. Medio Ica había nacido bajo su atenta mirada. Debajo del guardapolvos blanco inmaculado vestíase con atuendos de colorines, que la asemejaban a ave psitaciforme, más de la amazonía que de tierras iqueñas. Especial atracción constituía su maquillaje. La señora doña Soledad de la Quintana lo usaba a kilos, y se lo untaba profusamente. Había nomás que mirarle el colorete de los labios, de rojo intenso, administrado a la moda de las películas argentinas de la época. No hay pluma que describa las chapas y polvos con que se embadurnaba mentón, mejillas – redondos cachetes en ella – y frente. El negro azabache de pestañas, cejas, párpados y ojeras, como también del pelo, tintes y afeites verdaderamente diabólicos le daban cercano parentesco con las brujas de Cachiche. Conjeturo que tan reputada y célebre dama fue cuco de niños, al menos de los niños chalacos.
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Hubo otra señora de corazón excelente. La señora doña Delia de Reyes vivía en una de las cuadras, como en la tercera, de la calle donde se halla el edificio de la Universidad. Dejé de verla en 1951 y, cuando once años después fui otra vez a Ica ella se había mudado y nadie me daba razón de su nuevo domicilio. Tanta fue, sin embargo, mi persistencia y deseos de ubicarla que a las dos horas del inicio de mis pesquisas e indagaciones localicé su departamento en el segundo piso de una Unidad Vecinal. La recuerdo sonriente, maternal y cariñosa. Retorno a la Hacienda San José.
Dije anteriormente que el señor don Alfredo Malatesta León fue en Ica el primer propietario de los primeros autos que rodaron por esa ciudad, y del primer tractor con que araron los campos. Los restos del primer tractor iqueño dormían ya el sueño de los justos al frente del corral abierto que guardaba las ovejas y carneros, cerca de la famosa acequia. Allí, hasta lo alto del asiento de metal lleno de huecos como queso gruyere, asiento hecho para facilitar en su día la evaporización y dispersión de flatulencias (que debían ser intensísimas con los pallares y garbanzos iqueños), subía yo a jugar imitando con los labios el trac, trac, trac, trac de su época útil, laboral, cuando el antecesor de Toribio lo manejaba. Al lado había troncos, muchos troncos, que estuvieron por tiempo, y dentro de los cuales las gallinas de los alrededores se entremetían a protegerse del Sol y a poner huevos.
***
Recuerdo el terremoto de Ica del domingo 10 de diciembre de 1950. Sé que fue de noche, quizás de madrugada, pero no puedo precisar la hora. Diana y yo dormíamos y el sismo debió producirse durante nuestro sueño ya que mis padres al despertarnos vi que nos envolvían en frazadas para sacarnos rápidamente de casa. Noté que las paredes estaban cuarteadas y que en muchos sitios se había desprendio su revestimiento, parte del cual se veía sobre nuestras camas. Salimos y así estuvimos buen rato afuera, hasta que la tierra se calmó y los adultos consideraron que era ya tiempo de retornar a casa.
No bien amaneció y tomamos desayuno subimos al chanchito y nos fuimos a dar una vuelta por Ica, donde eran evidentes los daños sufridos por los inmuebles. Llegamos a la Urbanización de Luren y, así como recuerdo, al fondo había una fábrica de reciente construcción. Mi padre bajó y vi cuando tomó un trocito de pared y lo estrujó entre los dedos, pulverizándolo sin mucho esfuerzo, e hizo el comentario que con tal mezcla de cemento no había sido raro el que se viniera abajo.
Estas imágenes son todo lo que conservo de aquel suceso.
***
Los dos o tres automóviles mencionados al principio estaban abandonados al otro lado del edificio enjalbegado del lagar, hacia la laguna, donde cruzando ésta estaba la casa de don Luis Malatesta Boza (1915-2013), uno de los hijos del dueño recientemente fallecido. Quien vaya ahora a la Hacienda San José encontrará parras en lo que por entonces fue laguna de aguas verdosas, huacachinescas, surcadas por patos y cisnes, que en la actualidad pertenecen al reino de la evocación.
También allí los carros estaban a mi disposición. Eran descubiertos. No tenían capota. Los fabricaron convertibles. Las carrocerías, víctimas del Sol por espacio de decenios quedaron imprecisamente azules, pero de garzos desleídos, grisáceos. Eran de color indefinido. Abría sus puertas y me sentaba en sus desvencijados asientos cuidándome de no toparme con alguna alimaña. Enseñoreándome del timón y las palancas recorría los caminos del mundo.
Así, se sucedieron los días, las semanas, los meses y los años hasta que mi padre decidió retornar al Callao.
***
El último viaje Ica-Lima de mi niñez lo hicimos mi mamá y yo con el padre Alcalde, que así se apellidaba uno de los sacerdotes amigos de la Hacienda. Lo hicimos en el Ford de don Alfredito junior (1913- ¿…?), quien además fue padrino de bautismo de mi hermano Lucho. El viaje quizás hubiera quedado relegado al olvido si no hubiese sido por el festivo carácter del padre Alcalde, quien hizo riéndose, al contado y en efectivo, sin plazos ni capítulos, los más de 300 kilómetros que nos separaban de nuestro destino.
El padre Alcalde era más ancho que largo, sin que habiera mucha distancia de su cenit a su acimut, y casi de perfecta circunferencia en la línea ecuatorial que pasaba por su ombligo. Lucía bruñida testa donde ni de muestra le había quedado hebra de pelo para asentar ni alisar. Entre conversaciones y silencios, silencios de mi mamá, que escuchaba atenta, y menos de don Alfredito junior, que ejercitaba la palabra denotando que no sufría de afasia, intercambiaba temas con el padre Alcalde, que hablaba y reía por los cuatro juntos, llegamos a Jaguay, que no pasaba de ser lugarejo con unas cuantas chozas de carrizo y cañas de bambú y techos de paja, punto terráqueo en el que don Alfredito aparcó para que almorzásemos.
Las mesas eran elementales: una plataforma maciza sostenida por cuatro fornidas patas redondas. Las sillas del mismo estilo, con asientos de totora, así como hacían y hasta ahora hacen las silletitas para que jueguen las niñas. El menú que tomamos fue en parte marítimo -si no estoy demasiado descaminado-, que consistió en chupe, y en un segundo plato de carne, papas fritas y huevos. Sí recuerdo como si hubiese sido ayer que el padre Alcalde fue quien más entusiastamente recibió el condumio manducándolo entre risas y jolgorios de principio a fin tras señal de la cruz y oración respectiva, brevísimas. Al concluir y levantarse los manteles expresó sapiencial sentencia que hasta ahora me suena en los oídos:
– ¡Barriga llena, corazón contento!
Quien vaya ahora a Ica, desde algunos sitios de la Avenida Matías Manzanilla o desde ciertos puntos del camino a Cachiche, a Comatrana o a Huacachina verá la cruz -si es que no se ha venido abajo por el peso de los años y de los pecados del mundo-, si es que aún se alza en la punta de la aguja de la torre de su capillita, de la que pendía la campana que don Alfredo Malatesta León tilindondoneaba jalando la soguilla, a las 12.00 del mediodía y a las 6.00 de la tarde, invitando a la oración del Ángelus.
La Hacienda San José, a modo de feudo o castillo o alcázar fortificados, medievales, se encuentra rodeada de murallas, pero sin foso -sin siquiera la acequia en dirección a Cachiche-, donde alrededor del mismo baluarte apareció y creció esa parte de la ciudad desarrollándose de manera inesperada como consecuencia de la reforma agraria. Se debe a puro milagro que lo que queda de los predios malatestianos todavía no hayan sido engullidos, devorados, embuchados o tragados inmisericordemente por el cemento armado. Si tal cosa aún no le sucede a la Casa-Hacienda San José de la familia Malatesta es para que no se ponga en entredicho el Poder Divino, quien de vez en cuando, aunque rarísima y extemporáneamente en las cosas humanas, compadeciéndose de lo bello terrenal, realiza milagros preservándolo.

Ricardo E. Mateo Durand
El Callao (Perú)
Tartu (Estonia)