Tumbalafiesta

vistapanoramicaVista panorámica de la ciudad de Chimbote

¡Llegó el pi-ká!…  ¡Llegó el pi-ká! (pick-up), anunciaban los asistentes a la fiesta en el  callejón. Felices, recibían al Cholo que manejaba la carretilla trayendo el voluminoso aparato que se acostumbraba alquilar para las fiestas en la populosa ciudad de Chimbote, pujante y naciente polo industrial de la época (50’s). El Cholo cruzaba los arenales de la ciudad llevando el moderno aparato para momentos de jolgorio y felicidad de los habitantes. Se alquilaban también los discos de moda; eran de acetato y de 78 rpm, grandotes, que al menor contacto se rompían o se rayaban, produciendo los consabidos contratiempos en las parrandas de entonces. No importaba, era el lujo del momento. Corrían los años 1955-56, y la jarana se había armado por el bautizo de un altillo que serviría de dormitorio en la modesta vivienda de un amigo de mi padre, un robusto pescador que vivía en un callejoncito de un solo caño, con baño común para todos los inquilinos. La vivienda constaba de una sola pieza, y fungía de sala, comedor, dormitorio y cocina. Con el altillo se solucionaba en algo el problema de comodidad de la familia.

Sonaban las guarachas de la época; la gente bailaba, gritaba, chupaba y se divertía a más no poder. Rostros brillantes por el sudor. Las camisas empapadas y el gentío alrededor del pi-ká, escogiendo con cuidado los discos, cambiando de rato en rato la aguja del tocadiscos, o dando manivela al aparato para que vuelva a su velocidad normal.

Llamaba la atención una mujer muy especial, no por sus atributos físicos sino porque lucía en uno de sus ojos una gran mancha negra, motivo por el cual los muchachitos del barrio la apodaron La pirata. Además, todos la conocían porque tenía su kiosco en la esquina del mercado, donde alquilaba chistes para lectura al paso. El pequeño Lucas la recordaría toda su vida, porque aun sin saber leer, este canjeaba momentáneamente dichas revistas por su pequeña hermanita de meses de nacida, a cambio de poder ojearlas, hasta que su mamá se enteró de la situación, y lo castigó con una tanda de “carterazos”, y santo remedio: jamás volvió a ocurrir el trueque mencionado.

Lucas miraba a Vilocho. Sus padres también habían sido invitados. Este permanecía imperturbable junto a uno de los pilares del altillo, sentadito, muy quieto, también gozaba de la fiesta. En sus 4 o tal vez 5 años, se había ganado una gran reputación de gran pendejo, era muy travieso, tan travieso que su madre a veces lo dejaba amarrado al catre para que no saliera a joder a los vecinos mientras ella iba de compras. Miraba, absorto por completo, escuchando la música, le gustaba y divertían los acordes de las canciones de moda:

“Corra mamá, ay, pero corra papá
enciendan pronto las luces, traigan pronto la escopeta
que en mi pieza hay un ladrón
ya le tiré con la olleta, con la mesa y el sillón,
 se metió por la ventana, se escondió  bajo’e mi cama
ya me abrió el escaparate, me está robando la piedra
esa piedra de diamante… tan preciosa y tan costosa
que adornaba mi collar…”    

Y la gente se vacilaba con la guaracha…
O también se escuchaba:

“La pacharaca tiene voz de mando… tiene voz de mando con su maridito…
qué se habrá creído, qué se habrá creído, si nací cansado
 no sé trabajar…

A trabajar a trabajar a trabajar.

Para qué, para qué,

para qué.

si nací cansado, no sé trabajar…” 

Y la gente seguía vacilándose con las guarachas…

Vilocho  había tomado un pequeño mazo que  alguno de los carpinteros había olvidado, y lo tomó como instrumento de percusión.  Seguía el ritmo de las canciones  golpeando el pilar del altillo en su base principal, al ritmo de “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, golpeaba cada vez más y más, y la gente seguía bailando y gritando y chupando, y el niño que “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, al pilar…

De repente, se escuchó un gran estruendo. De tanto “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun” con el mazo, el pilar había empezado a ceder,  se inclinó, y con el peso de las camas arriba, terminó por tirarse abajo todo el altillo. Esta vez el jolgorio se transformó en gritos desaforados, ayes de dolor, gramputeadas y carajos. La fiesta se terminó  abruptamente. Afortunadamente no hubo mayores consecuencias. Solamente algunos contusos. Llegó la única ambulancia de la ciudad y también la policía para verificar los daños. Encontraron las caras tristes de los inquilinos y asistentes, que por un niño travieso vieron frustrados sus deseos de divertirse toda la noche.

Ese día lo marcó para siempre. A Vilocho  le pusieron una nueva chapa que llevaría por toda su vida, y que ahora únicamente arranca sonrisas: Tumbalafiesta.

antiguopickupAntiguo pick-up

chimboteantiguo

Chimbote antiguo

II
Primer día de clases

Estaba listo, con su guardapolvo. Su cabello engominado lucía una pequeña montaña o tony como le llamaban. Llevaba una inmensa maleta de cuero, cuyo interior solamente contenía un silabario de cartón, un lápiz y un borrador, los únicos implementos que, según su madre, eran necesarios para él. Su padre, como siempre exagerado, había comprado la maleta escolar más grande que alguien se pudiera imaginar. Seguro, pensaría que se iba de viaje o algo por el estilo, y compró la mencionada maleta, la cual con las justas podía cargar Lucas.

Cruzaron la calle, mejor dicho el arenal, pues la floreciente ciudad de Chimbote solo tenía pavimentadas algunas calles principales. El resto era arena desértica.

Al frente, el Jardín de la Infancia de nombre no sé cuántos, con una robusta mujer en la puerta, aguardando y recibiendo a los niños de la localidad en el primer día de clases. Lucas miraba de reojo. Sintió un cierto recelo y, de pronto, se quedó petrificado:

—¡No… No…!, alcanzó a balbucear, ¡No… No!…, repetía.

Estaba asustado, acostumbrado a los mimos de mamá y de sus hermanas, era la primera vez que se separaría de ellas. Empezó a vociferar improperios…

Su madre, avergonzada, decía:

—Que mi hijito por aquí… que mi hijito por allá…

Y el muchacho de miércoles seguía gritando, gramputeando a todo el mundo; escupiendo y hablando palabrotas, pateó y le mordió un dedo a la maestra principal, la gorda que daba la bienvenida a todos los niños. Que lo empujaban para adentro, y que seguía gritando el mocoso, y que lo jalaban para adentro, y que seguía jodiendo el muchacho, aferrado a la falda de mamita. Sintió que las fuerzas le flaqueaban. Los otros muchachitos se asustaron también y empezaron a llorar; en eso vinieron otras maestras y lo jalaban y jalaban. Se aferró con tal fuerza a la manija de la puerta de entrada, que la descerrajó. Se vino abajo y él seguía con la manija en la mano, pero esta vez debajo de la puerta. Le ofrecieron un dulce. Todavía asustado y un poco calmado ya, ingresó en la escuelita con mamá. El rostro completamente mojado por el llanto, había hecho una pataleta del carajo, se había babeado todo el guardapolvo, estaba lleno de arena y, finalmente, se quedó. Lo dejaron en un cuarto vacío, sentadito en el suelo…

En la otra sala, los niños cantaban, mientras el pequeño Lucas suspiraba, sollozaba y escuchaba:

       “¡Ay, que me duele un dedo, tilín; ay, que me duelen dos, tolón!

¡Ay, que me duele el alma, tilín, el alma y el corazón… tolón!”.

III

Feliz día, mamá

Muy pequeño aún, muy niño, con las manos atrás, nervioso y sudoroso, parado frente al micrófono, ante una pequeña audiencia que llenaba el patio de su Jardín de la Infancia”, tomó aire y exclamó:

“Dejadme que yo salte,
 que brinque de alegría,
es de mi madre el día,
 mi madre de mi amor

Yo canto si ella ríe,
 yo lloro en su quebranto,

Yo que la quiero tanto…
bendígala el Señor”.

La audiencia irrumpió en una salva de aplausos; de reojo miró a un costado y la vio, sí. La vio totalmente emocionada, con una sonrisa que reflejaba su orgullo de madre al ver a su pequeño dedicarle un pequeño verso. Era el Día de las Madres, y ella lo contemplaba llorosa. El pequeñín se acercó y le dio un beso en la mejilla, y conjuntamente depositaba una flor en sus manos; la que había arrancado de algún jardín cercano y que, inocentemente, había guardado en el bolsillo. Ambos se confundieron en un prolongado y amoroso abrazo. La gente, percatándose del hecho, se sumió en silencio, hubo una pequeña pausa, todos contenían el aliento, aplaudieron nuevamente, pero esta vez con la emoción que tal situación producía. Los asistentes se llenaron de ternura. El niño dio una mirada alrededor y se percató de la mirada de todas ellas, madres emocionadas, llenas de amor filial. Tal hecho quedó grabado para siempre en su memoria; después de casi 50 años, recuerda nítidamente ese cuadro maravilloso de madres sonrientes, agradecidas por el gesto que sus niños les ofrecían en ese momento, gesto de inocencia que para ellas representaba el galardón más preciado.

IV

EL NIDO

En ese momento se abrió la puerta del nido y los niñitos empezaron a salir. De pronto, asomó la cabecita de uno de ellos, era una niñita buscando ansiosamente, con sus cachitos despeinados y su ropita desordenada por algún juego infantil, con una carita que reflejaba una angustia tremenda. Súbitamente los vio en la puerta:

—¡Mami… papi… mami… papi!, exclamó con su dulce vocecita.

—¡Mami… papi… mami… papi!, gritaba sollozando quedamente y con la carita humedecida por las lágrimas…

Corrió hacia ellos, abrazándolos con fuerza.

—¿Por qué me dejaron solita?, ¿por qué me dejaron solita?, repetía una y otra vez.

Lucas la tomó en sus brazos, la cargó y apretujó contra su pecho. La pequeña se calmó. Él no supo qué contestarle. La abrazaba y besaba tiernamente. Con los ojos un poco humedecidos, atinó a sonreír y apretar su cuerpecito con  cariño. Con la pequeña en brazos, emprendió el regreso. Lucas recordó, igualmente, su primer día de clases, ocurrido hace ya tantos años, esbozó una sonrisa con nostalgia, mientras apuraban el paso de regreso a casa…

Hugo Pazos Ramos

El Callao

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