SULKY

Gradual e ininterrumpidamente nuestro mundo se ha tornado tan inestable, violento y peligroso que la vida humana y la vida en general pierde importancia con cada día que transcurre. Ello no significa que antes fuera más seguro, cierto, pero en los tiempos actuales se ha hecho corriente que los crímenes se perpetren masivamente y se realicen con reiterada impunidad. No sólo la muerte de un individuo sino de decenas o centenas de seres humanos, o quizás de más, devino hace tiempo en simple noticia y en simple estadística que se agrega a mamotretos y archivos que luego quedarán perdidos en rincones de periódicos o de organismos internacionales, suceso que a las pocas horas lo reemplaza otra similar primicia todavía más tremebunda, como si se esperara mayores estímulos con dosis superiores de adrenalina, para emplear palabra de mucha vigencia. En los fueros internacionales se suceden los discursos bien logrados, impecables, elegantes, cuya maestría diplomática gana muchos aplausos del auditorio, pero en definitiva sin resultados concretos ni tangibles porque nadie les hace caso. En las circunstancias brevemente bosquejadas, ¿qué puede valer la vida de un animalito, la existencia de un perro? Porque del que a continuación hablaré no sólo era perro sino chusco por añadidura, tanto menos de tomar en cuenta en este mundo de pedigríes. Independientemente y haciendo caso omiso a cualquier consideración en contra, en las líneas que siguen intentaré bosquejar apretada biografía de quien para mí fue ser especialmente cercano y querido.

Empezaré diciendo que nuestro pariente Karel quedó solo luego del deceso de su mujer -Leonore, mi suegra-, y de mi cuñado Einar, quien falleció tres años después que su madre. En la soledad del campo Karel necesitaba urgente compañía, y ella se logró con la de Tiberio, que fue un gato de pelaje y rayas rojizos, nacido en el sótano de mi edificio, vástago de gata trashumante que eligió la mencionada bóveda para parir a sus cachorros. Así, los siguientes cuatro o cinco años con la camaradería de Tiberio fueron de tranquilidad y alegría para Karel, hasta que una peste gatuna cargó con Tiberio dejando a su dueño sumido en abisal tristeza, melancolía agudizada en los meses otoñales, ésos de niebla y opacidad en el ambiente y barro en el suelo, de falta de Sol y de Luna, que son los más oscuros y tétricos del ciclo anual hiperbóreo. La situación creada por la partida de Tiberio puso sobre el tapete la búsqueda de apremiante solución, que, como milagro caído del cielo por esas fechas se logró con el nacimiento de una camada de perritos en Annelinn, urbanización de nuestra residencia tartuense.

Enterándose Sirje de la manera más casual del dichoso alumbramiento, fue a verlos y encariñose con un par. El uno era de color amarronado, castaño claro; el otro, negro, negro a secas. El negro, cachorrito muy simpático y muy dado a la relación y a la amistad, fue para mi hija Elica. Decidimos que el amarronado, de trato más reservado y discreto –según se vio entonces y se comprobó simultáneamente a su crecimiento- sería para Karel. Cada ser viviente, trátese de hombre o de perro, como individualidad es único, distinto, singular, diferente, peculiar y exclusivo de personalidad. Hubo aún necesidad de esperar que la madre los amamantara y que los pequeños se fortalecieran, como ocurrió en las siguientes semanas. Así las cosas, luego de respetar prudencial período, Karel vino a Tartu para ver y conocer a quien sería su nuevo compañero, quien a la sazón hallábase ya en casa de mi hija. Violo y preguntó que cómo se llamaba, y le respondieron que Suslik.

A modo de información para el lector, suslik es un roedor propio del desierto del Asia Central, nombre que a Karel no le agradó. Arrugó el entrecejo y dijo:

– ¿Suslik…? No, Suslik no es nombre para perro… Este no tiene cara de rata.

– Si no te gusta Suslik -le dijeron- entonces pongámosle el de Suli, que tiene cercanía fonética con Suslik.

Tampoco quedó conforme Karel porque suli (con una sola ele) en estonio significa pillo, granuja, pícaro.

– No, no está bien que perrito tan agraciado se llame así, por lo tanto desechemos el llamarlo Suli … ¡pero sí Sulli…!

Sulli, con dos eles (ll), se pronuncia como si fuera una sola ele (l) larga, fonética que en estonio cambia el significado de la palabra. Sulli no significa nada salvo apelativo que se reserva para nombre de perro.

Cumplidas estas formalidades y con casi cuatro meses de vida, Sulli realizó el recorrido de 150 kilómetros hacia el norte, hacia Rakvere, e hizo su triunfal arribo e ingreso en la casa de la villa de Uhtna.

Consignamos el hecho histórico objetivo y básico: el parto de la madre de Sulli, o sea el alumbramiento de Sulky y sus hermanos tuvo lugar el sábado 28 de diciembre de 1996, y su entrada en Uhtna fue a mediados de abril de 1997.

La elección de Sulky no pudo ser más acertada. Todo fue que Sulky y Karel se vieran por vez primera para comprender inmediatamente que su convivencia bajo el mismo techo sería feliz y fructífera. Sosiego y equilibrio retornaron al alma de Karel para quien Sulky pasó a ser lo más importante del mundo. Karel dejó atrás su decaimiento y volvió a la jovialidad y a ver el mundo color de rosa. Karel reía, celebraba y comentaba las gracias sulkynas. Si había que salir a caminar, Sulky estaba ya listo para el paseo. Que si de ir a algún lugar en automovil se trataba, Sulky sentado el primero en el asiento delantero junto al chofer aguardaba el instante de la partida. Decir que Sulky durmiera en la alfombra o en el suelo de alguna de las habitaciones era tanto como insultarlo ya que su lugar era el diván o la cama misma de Karel.

¿Sabremos alguna vez qué talento maravilloso y qué misterio oculto le dio la Creación al alma de los perros para comprender los designios de sus dueños?

Ambos compartían mesa y cama. ¿Dónde está Sulky?, y lo buscábamos por toda la vivienda, mas de pronto en el dormitorio de Karel una cabeza con hociquito de húmeda nariz aceitunada y dos orejitas paradas emergían de entre sábanas, frazadas y almohadones, y un par de ojos penetrantes e inteligentes interrogaban a quien lo buscaba.

Llegado a este punto merece que también aclaremos la procedencia del nombre Sulky de nuestro biografiado, que era el que yo empleaba. Para ello permítaseme realizar breve reseña histórica.

Sulky en una de sus poses habituales

Sala de estar de nuestro departamento en Annelinn (Tartu)

Fuente: Álbum familiar

Allá en los cada vez más lejanos años de mi niñez, cuando todavía los de mi generación no habíamos ingresado en la pubertad, en nuestro Callao apareció revista infantil que ostentaba el título de Avanzada, en una de cuyas secciones de número en número seguíamos las aventuras de Coco, Vicuñín y Tacachito, niños que representaban a la Costa, Sierra y Selva, respectivamente, del Perú. Compañero inseparable de cada episodio era Sulky, perrito lúcido y avispado que en no pocas ocasiones ayudaba a sus compañeritos humanos a superar situaciones comprometedoras. Sin la participación del Sulky peruano, Coco, Vicuñín y Tacachito habrían estado incompletos. Para mí, la estampa del Sulky de Avanzada y del Sulli o Sulky estonio se parecían tanto como pueden parecerse una gota de agua a otra gota de agua, razón por la que después de más de cincuenta años el congénere nórdico tomó la posta del nombre del can peruano. Retorno a la Villa de Uhtna.

La vida de ambos, de Karel y de Sulli se prolongó a lo largo de 13 dichosos años de armonía y absoluto entendimiento, hasta que Karel, ya enfermo y achacoso arribó al momento de su partida, suceso acaecido en abril de 2010.

¿Podría alguien imaginarse cuál fue la preocupación de Karel poco antes y en los umbrales de su paso a la Eternidad? ¿Se preocuparía por el destino final de su alma? … ¿Lo asaltaría algún desasosiego o inquietud por cuestiones de ultratumba? … No, nada de eso fue motivo de angustia. Su alarma se refería a que qué pasaría con su Sulli cuando él -Karel- partiera, conversación que sostuvo con mi hijo Melitón. Melitón le aseguró que el porvenir de Sulli quedaba garantizado, promesa de la que nos enteramos mucho, muchísimo tiempo después de la desaparición física de Karel ya que no bien se produjo su defunción de manera natural había quedado decidido que Sulky retornaría a Tartu y viviría con nosotros.

Casa de la Villa de Uhtna en la que Karel y Sulky vivieron casi 14 años (1997-2010), hasta la muerte del primero.

Fuente: Álbum familiar

Sulky notó la ausencia de Karel, a quien esperaba con persistencia detrás de la ventana del comedor, sentado en el alféizar de la misma. Allí pasaba las horas observando, aguardando. Esperó varias semanas, pero Karel jamás volvió. Fue en estas circunstancias que habiendo avanzado el verano de 2010 Sulky retornó a la ciudad y urbanización de su nacimiento, residencia que se extendió por un lustro más, hasta que faltándole apenas un mes y días para las celebraciones de su décimo noveno cumpleaños, sumiéndonos en la tristeza nuestro querido Sulky murió el martes 24 de noviembre de 2015. Pero aún hablaremos un poco más de él.

Recuerdo el día que lo trajeron hace un lustro. Un poco que no las tenía todas consigo cuando le hicimos subir las siete gradas del edificio. Ingresó en nuestro departamento y miró indagador hacia todo lado. A modo de reconocimiento, lentamente diose una vuelta por la habitaciones explorándolas, investigándolas, haciéndoles un examen ocular. … ¿Lo aquietaría y tranquilizaría el olor de algunos de los objetos uhtneños de su pertenencia que habíamos traído con él? Al poco rato lo sacamos al parque para que fuese conociendo los alrededores de la casa y se habituara a su nueva morada. El segundo ingreso fue más fácil puesto que comprendió que éste en lo sucesivo sería su hogar.

Muchos humanos piensan y se hallan convencidos que sólo nuestra especie experimenta alegrías o sufre de tristezas, y padece angustias y tensiones sin reflexionar y menos aceptar que también los animales están sujetos a estos estados anímicos y a las contingencias de la vida. Viendo las actitudes y los gestos faciales y corporales de Sulky era imposible quedar indiferente y -por si no lo hubiéramos estado ya- dejar de persuadirnos que en ese ser de cuatro patas, hocico y rabo había algo más, mucho más que sólo y simple elemental instinto o impulsos primarios e irracionales. Sin temor a equivocarme ni a incurrir en exageración yo aseguraría que ellos, los animales, se hacen cargo del estado de las cosas, se dan perfecta cuenta y comprenden las situaciones en las que se encuentran y confrontan.

Sulky paseando por los alrededores de la Villa de Uhtna

Fuente: Álbum familiar

Estando ya Sulky en nuestra casa de Tartu varió la rutina familiar. Hubimos de tomar en cuenta al nuevo habitante, introducir modificaciones y adaptarnos en consecuencia. En lo referente a Sulky, ya no le era factible correr a la libre allá por el patio de la casa ni por el bosque que se halla al frente de la misma, como lo hacía en Uhtna, sino que, de acuerdo a las ordenanzas municipales de Tartu, sus salidas debían ser en pareja y acompañamiento con el dueño, y sujeto a collar y tiro. Sulky se adaptó sin protestar. También se acostumbró a que le quedaran vedados el uso del sofá y las camas.

Fue de esta manera como entramos en contacto con toda la perrería de los alrededores que se juntaba detrás de nuestro edificio puesto que cerca había y sigue habiendo una manzana agreste, con mucha hierba y pocos árboles, a la que le di el nombre de Koerte väljak (Plaza de los Perros). Es justo en este punto donde perros y dueños con frecuencia coincidíamos y donde aprendimos los nombres de los animales antes que los de sus amos. Así, se nos hicieron consabidos y familiares los de Britta, Amy, Luuna, Gary, Kristiina, Kessa, Pepe, Patrik, Flirt, Sedrik, Pontu, Ricky, Brahms, etc., etc. Sulky olisqueaba entusiasmado a las hembras, sobre todo a Britta y a Luuna -que eran sus favoritas-, pero desde el principio dejó en claro que no deseaba relación alguna con los machos, salvo leve tolerancia ante la cercanía de Patrik, por el que sentía cierta amistad o cierta tolerancia.

Cuando advertía rastros de Brahms, que vive en el último piso de nuestro edificio -cuyo paso dejaba cierto tufillo que nuestro perro diferenciaba inexorablemente-, Sulky enseñaba los colmillos y demostraba fehacientemente que ése de ninguna manera era de su preferencia.

A los pocos días de residencia tartuense Sulky se había acostumbrado a ejercer su guardianía. Podía estar profundamente dormido, pero apenas alguien tocaba la puerta o hacía sonar el timbre, inmediatamente se ponía en pie e iba a la entrada ladrando y avisando que esa casa, la suya, no estaba sola ni desamparada. Quien ingresaba tenía que someterse a su marcación estricta. Viniera quien viniese y fuera quien fuese Sulky lo seguía y se sentaba a su lado sin perderlo de vista. No gruñía ni intimidaba, pero no lo perdía de vista, tanto que en algunas ocasiones el objeto de tan exhaustivo examen nos pedía que retirásemos a Sulky.

Una de las características heredadas de la madre (al padre sólo lo conocimos de referencias), fue la voz potente, enérgica y eficaz que Sulky conservó prácticamente hasta dos días antes que entrara en agonía y muriera. Del suelo al lomo Sulky tenía una altura de unos 40 centímetros -nos llegaba casi casi hasta la rodilla-, a los que hay que agregar la parte del cuello y cabeza. Cuello robusto y cabeza proporcional a su cuerpo, testa que finalizaba en dos orejas paradas un tanto negruzcas, atentísimas a cualquier murmullo, al rumor más inesperado e imperceptible y al más mínimo susurro, como oscuras eran parte de la frente y de su hermoso hocico. El rabo, no inferior a los 35 centímetros, era esponjoso y lanudo. Si alguien hubiese deseado saber su aspecto imagínese la cola de un zorro o de un lobo, que seguro lejana consanguinidad debió de tener nuestro Sulky con estas especies. El pelaje de Sulky era amarronado claro, terso y suave.

Al principio nuestros paseos se extendieron por varias cuadras a la redonda. Sulky salía unas seis o siete veces al día, beneficio que no disponían otros perros, y que sí le daba mi condición de jubilado con harto deseo de movimiento. La primera razzia era entre 06.00 y 07.00 de la mañana y, la última, a medianoche. Libre de presiones fisiológicas, Sulky dormía y dejaba dormir. Ocasiones hubo que de madrugada le daba por deambular por la casa. Por la vehemencia y rapidez de sus pasos conjeturaba yo que Sulky, por hallarse en apuros somáticos pedía salir al patio con urgencia. Entonces, sin importarme la hora que fuese ni la estación del año, me vestía en escasos segundos y lo sacaba. Rarísimas veces lo vencía la necesidad y realizaba en casa lo que debía hacer afuera, circunstancia en que ponía cara, ojos, orejas y rabo apesadumbrados y de culpabilidad. Nosotros nos limitábamos a limpiar y a demostrarle con palabras que todos somos proclives a la debilidad, que todos somos frágiles y endebles, que así nos hizo la Madre Naturaleza a los de dos y a los de cuatro patas. Entonces Sulky se tranquilizaba y la vida volvía a sonreírle.

Las horas formaron días y éstos, semanas; las semanas se convirtieron en meses, meses que luego fueron constituyéndose en años. La salud de Sulky, extraordinaria a toda prueba como perro mestizo que era, llegó a su cúspide desde la que lentamente en el último medio año fue declinando a ojos vista. Sulky dejó de emprender caminatas extensas para ir acortando sus rutas.

Circuito final de los paseos de Sulky.

Fuente: Álbum familiar.

Así pues, repito, después de haber sido en un principio nuestros paseos largos y extensos, y que alcanzaran varias cuadras a la redonda hubimos de acortarlos de manera sistemática. Sulky, que había aprendido a la perfección los lugares y sabía más de calles, plazas, plazuelas, explanadas y recovecos que taxista en ejercicio de la profesión, era quien nos dirigía, unas veces en una dirección y en un circuito, y otras, por otras rutas e itinerarios.

Con el decurso de las semanas su paso se hizo lento hasta que hubimos de limitarnos a breve paseo por los alrededores inmediatos a nuestro edificio, hasta que llegó el momento que hubo que cargarlo para bajar los pocos escalones que nos conducía al exterior. Afuera, eran escasos sus pasos, y ya no deseaba permanecer mucho a la intemperie. Un poco más, y ya sólo se paraba y observaba a su alrededor con mirada fatigada. Yo lo volvía a tomar con cariño apoyándole su hociquito sobre mi hombro izquierdo, y lo regresaba a casa mientras le hablaba.

Así, llegamos a la segunda mitad de noviembre último con sus fuerzas tan mermadas y salud tan disminuída que sólo se alimentaba de mi mano. Le desmenuzaba sus alimentos para que comiera, los mismos que le ponía en su hociquito. Comía trabajosamente mirándome con ojos apagados, cansados ya de la vida que se le escapaba, que se le evadía y esfumaba.

Dos días antes de su muerte empezó a toser con débiles sacudidas, tos que se fue haciendo más y más frecuente. Veíase que le resultaba penoso respirar. Yo lo cargaba y lo llevaba afuera para que el aire fresco del otoño lo reanimara, y lo volvía a depositar con suavidad sobre el suelo de la casa, sobre la alfombra, en el sitio más abrigado para que no sintiera frío.

Sulky pasó en vela toda la noche del lunes 23 para el martes 24 de noviembre. Caminaba pasito a paso, lentamente, y se quejaba. Tosía y se ahogaba. Yo veía sufrir a mi animalito y desde lo profundo de mi corazón y de mi ser le pedí a Karel y a Dios que lo recogieran.

Amaneció el referido y aciago martes y a eso de las 09.00 de la mañana lo llevé para que tomara aire, para que respirara y se reanimara. Sin saberlo yo lo saqué por vez postrera. Estuvimos fuera no más de tres minutos, que miccionó. Al entrar otra vez en casa se echó en el vestíbulo y le fue ya imposible moverse. Allí quedó tendido con sus patitas delanteras abiertas, separadas del cuerpo, como criatura pequeña. Tomaba el aire con dificultad extrema y nosotros notamos que su respiración se apagaba. Sirje y yo estuvimos junto a él viendo impotentes cómo la vida se le extinguía, sin poder ayudarlo, incapaces ambos de socorrerlo, sin saber a qué atinar, hasta que a mediodía vimos que nuestro Sulky había quedado tranquilito, había muerto.

¿Te habría aliviado, Sulkyto, si te hubiera cargado y apoyado tu cabecita sobre mi hombro así como cuando te llevaba a la calle y te retornaba a casa? … ¿Habría sido más soportable tu agonía sentir el calor de mi cuerpo cuando tu cuerpecito iba perdiendo ése que a ti animaba? … ¿Hubieras acaso vivido unos segundos más si te hubiera abrazado y hablado a tu orejita de nuestra insondable pena de verte que nos abandonabas?

Todo ya es pasado.

Al día siguiente mi yerno y yo lo llevamos a la huerta de una persona amiga con quien hablé hace unos meses ante la evidencia del desmejoramiento acelerado de la salud de mi Sulky. Nuestra amiga me indicó un lugarcito apacible, un rinconcito retirado, un tanto oculto a la sombra de un abedul. Allí Tarmo y yo cavamos el hoyo donde cupiera holgadamente el cuerpo de mi Sulkyto, y lo depositamos en el seno de la tierra con cariño y desconsuelo.

Escribo sobre él y lo recuerdo con claridad y nitidez. Lo siento como si lo tuviera a mi lado. Cuando llegan los momentos que solíamos salir a pasear me apresto a sacarlo, pero luego me doy cuenta que ya no está con nosotros. De día miro los lugares donde Sulky acostumbraba dormir, y la imagen es de vacío, de oquedad, vacío y oquedad que me estrujan el alma, que me lastiman y que me oprimen. De noche camino por la casa y me cuido de no pisarlo, pero luego me percato que Sulky ya no está, que ya no respira ni suspira ni bosteza ni tose. Ya no se mueve, y su imagen se diluye en la oscuridad. Hay dentro de mí silencio y reposo hirientes, lacerantes y desgarradores.

Ricardo E. Mateo Durand

El Callao – República del Perú

Estonia – Comunidad Europea

Viernes 27 de noviembre de 2015

PS. Si los animales pudieran hablar y expresar sus deseos pedirían a los seres humanos que leyeran, reflexionaran y reconsideraran sus relaciones con ellos: con sus hermanos tenidos por irracionales, comportándose consecuentemente con espíritu de respeto, de benevolencia, de misericordia y con las demás virtudes propias que otorga la excelencia intelectual de los hombres. A modo de epílogo del texto que ofrecemos, nuestros animalitos solicitarían la lectura del documento que figura a continuación:

http://www.filosofia.org/cod/c1977ani.htm

Declaración universal de los derechos del animal
Londres, 23 de septiembre de 1977
Adoptada por la Liga Internacional de los Derechos del Animal y las Ligas Nacionales afiliadas en la Tercera reunión sobre los derechos del animal, celebrada en Londres del 21 al 23 de septiembre de 1977. Proclamada el 15 de octubre de 1978 por la Liga Internacional, las Ligas Nacionales y las personas físicas que se asocian a ellas. Aprobada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura (UNESCO), y posteriormente por la Organización de las Naciones Unidas (ONU)

Preámbulo
 
Considerando que todo animal posee derechos,
Considerando que el desconocimiento y desprecio de dichos derechos han conducido y siguen conduciendo al hombre a cometer crímes contra la naturaleza y contra los animales,
Considerando que el reconocimiento por parte de la especie humana de los derechos a la existencia de las otras especies de animales constituye el fundamento de la coexistencia de las especies en el mundo,
Considerando que el hombre comete genocidio y existe la amenaza de que siga cometiéndolo,
Considerando que el respeto hacia los animales por el hombre está ligado al respeto de los hombres entre ellos mismos,
Considerando que la educación debe enseñar, desde la infancia, a observar, comprender, respetar y amar a los animales,
Se proclama lo siguiente:
 
Artículo 1.
Todos los animales nacen iguales ante la vida y tienen los mismos derechos a la existencia.
Artículo 2.
a) Todo animal tiene derecho al respeto.
b) El hombre, en tanto que especie animal, no puede atribuirse el derecho de exterminar a los otros animales o de explotarlos violando ese derecho. Tiene la obligación de poner sus conocimientos al servicio de los animales.
c) Todos los animales tienen derecho a la atención, a los cuidados y a la protección del hombre.
Artículo 3.
a) Ningún animal será sometido a malos tratos ni actos crueles.
b) Si es necesaria la muerte de un animal, ésta debe ser instantánea, indolora y no generadora de angustia.
Artículo 4.
a) Todo animal perteneciente a una especie salvaje, tiene derecho a vivir libre en su propio ambiente natural, terrestre, aéreo o acuático y a reproducirse.
b) Toda privación de libertad, incluso aquella que tenga fines educativos, es contraria a este derecho.
Artículo 5.
a) Todo animal perteneciente a una especie que viva tradicionalmente en el entorno del hombre, tiene derecho a vivir y crecer al ritmo y en las condiciones de vida y de libertad que sean propias de su especie.
b) Toda modificación de dicho ritmo o dichas condiciones que fuera impuesta por el hombre con fines mercantiles, es contraria a dicho derecho.
Artículo 6.
a) Todo animal que el hombre ha escogido como compañero tiene derecho a que la duración de su vida sea conforme a su longevidad natural.
b) El abandono de un animal es un acto cruel y degradante.
Artículo 7.
Todo animal de trabajo tiene derecho a una limitación razonable del tiempo e intensidad del trabajo, a una alimentación reparadora y al reposo.
Artículo 8.
a) La experimentación animal que implique un sufrimiento físico o psicológico es incompatible con los derechos del animal, tanto si se trata de experimentos médicos, científicos, comerciales, como toda otra forma de experimentación.
b) Las técnicas alternativas deben ser utilizadas y desarrolladas.
Artículo 9.
Cuando un animal es criado para la alimentación debe ser nutrido, instalado y transportado, así como sacrificado, sin que de ello resulte para él motivo de ansiedad o dolor.
Artículo 10.
a) Ningún animal debe ser explotado para esparcimiento del hombre.
b) Las exhibiciones de animales y los espectáculos que se sirvan de animales son incompatibles con la dignidad del animal.
Artículo 11.
Todo acto que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, un crimen contra la vida.
Artículo 12.
a) Todo acto que implique la muerte de un gran número de animales salvajes es un genocidio, es decir, un crimen contra la especie.
b) La contaminación y la destrucción del ambiente natural conducen al genocidio.
Artículo 13.
a) Un animal muerto debe ser tratado con respeto.
b) Las escenas de violencia en las cuales los animales son víctimas, deben ser prohibidas en el cine y en la televisión, salvo si ellas tienen como fin el dar muestra de los atentados contra los derechos del animal.
Artículo 14.
a) Los organismos de protección y salvaguarda de los animales deben ser representados a nivel gubernamental.
b) Los derechos del animal deben ser defendidos por la ley, como lo son los derechos del hombre.

 

La Choncholicera

Son las 5.00 de la tarde de cualquiera de los 365 días de un año no bisiesto, aunque también pudiera ser el 29 de febrero de cada cuatrienio. El adoquinado del Barrio soporta los miles de pasos, cortos y largos, firmes o vacilantes que van y que vienen, que se detienen y vuelven a circular en incesante ajetreo. Los muchachos disponen sus cotidianos partidos futbolísticos bocacallereros y, como ocurre en estos casos y ya hemos referido, como caída del cielo acierta a pasar la vieja Cara e´ Mondongo profieriendo insultos desde una cuadra de distancia, ya desde la Calle Moctezuma, anticipándose a la inexorable ley la gravitación universal que en ese perímetro del Viejo Callao se manifiesta con pelotazo en el moño de la dama-enigma,  copete agregado y ficticio que disimula su calvicie. ¿Qué facultad innata posee su cabeza de atraer las pelotas del barrio, para jalar hacia sí la de jebe, para impactar contra su esférica mollera? La Cara e´Mondongo misma es un rompecabezas: además de lo revelado, su incógnita radica en los surcos, zanjas, canalillos, estelas y rastros de su arrugado cutiz, indescifrables incluso para desentrañadores de los más arcanos misterios.

No se dejan ver el trío locumba constituído por el equívoco zambo Poco a Poco, la Loca Zulema y la Loca Palito, tres lunáticas distintas en una alienación verdadera.

La torre de la Matriz da sus cinco espaciadas campanadas, con el repetitivo eco del badajo electrónico de la Iglesia Santa Rosa. Del inmueble liberteño más acuchitrilado y zahúrda pajarera construida sobre la hogar de los Calderón y frente por frente del afamado taller de zapatero del maestro Angulo, inmueble colindante con la Calle Putumayo, aparece la madre de Darío portando lo imprescindible para la manduca crepuscular y nocturna. No se trata del bíblico Darío, rey de los persas sino del primogénito de la Choncholicera habido con un caballero jíbaro-aguaruna, de auténtica estirpe amazónica, razón por la que según del recodo que se le mirase, nuestro Darío -muchacho unos cinco años mayor que yo-, por ser cruce centro-oriental peruano, unas veces parecía andino y, otras, selvático: de frente jurábase que se trataba de un auténtico Tacachito, pero, por cualquiera de los dos perfiles resultaba legítimo Vicuñín.

Su madre es mujer de baja estatura, de tonalidades cetrinas, cubierta la testa de sombrero aludo de alta y puntiaguda copa rodeada de ancha cinta funeral con lazo hacia la derecha, sombrero de clara paja por donde fúgansele las trenzas maromas del grosor de las del muelle amarradas a bita espigonal. Luce sucesivas y luengas faldas y enaguas multicolores como choclo de mil pancas que le dan hasta pezuñenteros zapatones negros de tacón y pasador. La Choncholicera es andina como la papa, como el olluco, como la maca, como la quinua. Las vísceras y asaduras que aparrilla cada tarde las trae del Frigorífico -allende El Obelisco-, procedente del camal del Callao.

Como cuerpo celeste infaltable a la cita sideral, llega a su meridiano justo al frente de mi balcón, allí donde pocos años antes se elevaba columna de a metro coronada por forma de glande y hueco de meato -que Taboada, McKevoy y otros egregios personajes del gremio guarapo usaban de asiento y cenicero-. El poste duró hasta que al retroceder un camión cervecero lo abatió y tendió por los suelos. Hasta entonces aquéllo sirvió para amarrar burros y mulas. Tumbada y flácida  la columna continuó por muchos meses hasta que al fin los empleados municipales la retiraron, y en su lugar quedó oquedad cóncava de poca profundidad donde la Choncholicera emplazaba su brasero.

 casa

Foto de mi casa natal – Libertad 672 (altos).

Los altos y los bajos (674) adquiridos en 1922, fueron propiedad de mi abuela paterna.

Al frente del inmueble obsérvase el poste que ya había desaparecido cuando la Choncholicera armaba su brasero.

Fuente: foto (1946), pertenece al autor de la narración.

Como no sé si habrá ocasión de volver a referirme del camión que tumbó el amarradero burreril y mulero diré que se trataba del único modelo mastodóntico que he visto en mi vida. Era éste vehículo de enorme carga blanca -paralelepípedo regular- cerrada por puertas posteriores que indicaban que se trataba de refrigeradora móvil. Lo extraordinario de la máquina era que no se movía por eje sino por sendas gigantescas cadenas accionadas por piñones que, a modo de bicicleta, ejercían tracción yendo desde el motor a las ruedas traseras. Prosigo con nuestra verídica historia.

La Choncholicera, pues, encaja su brasero en la depresión donde estuvo el desaparecido mojón. Despliega un par de arquibancos de colores complementarios en lo más puro de su pigmentación, y unas silletitas de tosca armazón redonda y asientos de totora a la medida de las ancas de los comensales, arrellanando ella sus propias nalgas sobre taburetucho que apenas se alza un jeme del suelo. La Choncholicera y su brasero se erigen en punto central, no en ombligo sino en culo de la Tierra. Ambos son la meca y la teca tortolequianas de invocaciones vespertinas. De una bolsa extrae carbón de palo comprado en la carbonería del señor Garcés y lo introduce en el brasero insertándole mecha enkerosenada de papel periódico. Abanica con soplador confeccionado de esparto y despréndese espeso sahumerio que atosiga a los residentes de un centenar de metros a la redonda atacados de pronto de carraspera, toses y estornudos.

El Sol lentamente declina detrás de la Calle Paita, detrás de la Calle Constitución, detrás de la Calle Manco Cápac, de la estación del tren y del Muelle. El mar cambia de tonalidades, acomoda sus coloraciones a la intensidad de la luz. Antes de recogerse para dormir los patillos y las gaviotas persisten en sus vuelos, con sus gritos y chapuzones en picada emergiendo a la superficie con anchoveta en el pico. Los gallinazos de los techos alzan vuelo hasta posarse en la horizontal y vertical del patíbulo cristiano, del aspa del suplicio neotestamentario colocado sobre la Iglesia de Guadalupe, ésa de la Calle Bolivar, desde donde mejor otean las inmediaciones en busca de algún gato o ratón finados.

Las ascuas del brasero brillan ya. Resplandecen los carbones. Las chispas saltan centellando en la noche que se adivina. La lumbre despide ardor que tuestan tripas, pancitas, buches y mollejas esparcidos en la parrilla, que la Choncholicera adoba rociándolos con ayuda del hisopo de panca de los que devienen los ansiados choncholíes. Los aspersorios mojan sus hebras en cuencos y escudillas repletas de aceite y caldos sazonadores. La fragancia atrae a seres de dos y cuatro patas. Perros callejeros y gatos techeros se pasan la voz por si algún comensal les avienta un trozo ligoso, de los difíciles de deslizar por el gaznate. La Plazoleta de Paita-Libertad deja su letargo y revitalízase por obra y gracia de la humareda y emanaciones choncholicescas. Acércanse los comensales al paso; los otros posesiónanse de los banquitos mientras la madre de Darío, como la gran diosa Kali, se da maña para gastronomizar y atender en varios frentes.

Por los tiempos que narramos, siendo su negocio de renombrada fama ni siquiera necesitaba anunciar sus productos, como lo hacía en épocas idas cuando la andina y dulce Rita proclamaba:

– chunchulíes, pancetas, habetas, tuditu con ajecccetu moledu con huacccatay … Reqqueto, reqqueto, para choparse dedos nomás caserachay … Chunchulíes priparaditus de trepeta de chanchetos y ovejetas … ¡Chunchulíes, chunchulicetus…!

Con una mano alisa la panca donde deposita los trozos de tripa y mondongos preparados sobre parrila, y de barrigudas ollas de cerámica andina extrae habichuelas, choclo, mote, ají, rocoto y huacatay que entrega al comensal recibiendo a cambio los centavos -medios, reales, pesetas- que por la noche se habrán convertido en soles.

Quien ahora transite de día por este punto geográfico del Planeta, no de noche sino de día, con luz solar -de noche no sale vivo-, notará somnolencia, somnolencia y modorra que no la había por los tiempos que evoco. El Barrio de Paita-Libertad ha quedado convertido en paso casual, en senda accidental y en esporádica vereda de perdidos peatones. Ya no se escuchan las guitarras de los humiteros ni el pregón del pescador ni la canción del vendedor de revolución caliente ni del organillero; ni pasa el zambo del zanguito ni el raspadillero ni el que hilvana hilos de azúcar, ni el chupetero ni el afilador de cuchillos y tijeras soplando su zampoña porque la Plazoleta de Paita-Libertad permanece ya desierta y muda. La causa del letargo queda explicada por las tapias de las entradas en El Chino de las Tres Puertas, foco de intensísimo comercio de artículos de variada procedencia traidos de los confines más remotos del Planeta, portones que hace años cegaron. También, en la inexistente verdulería del yugoslavo: la casa de grandes ventanales que fue residencia de los D´Apello Mori. Item: en la entelequia a la que luego de seis decenios ha pasado a ser la Choncholicera, la madre del Darío chalaco.

Simultáneamente, los terremotos del 1966, 1970, 1974 y 2007 dieron por tierra con la otra pajarera, la de los altos de la familia D´Apello Mori, habitáculo de Tamakun, de otros conspicuos personajes frontoneros y sanlorenceños de la historia del Callao, como también de aquella ya referida que fue la finca de la Choncholicera, de su hijo Darío, de los vástagos de don Jesús el Carnicero, de la Cieguita que se entarugó en una de las zanjas de las tuberías, y demás insignes y notables vecinos de Libertad. Para completar la crónica hay que agregar que se sacralizó la remencionada verdulería del yugoslavo, que en los actuales tiempos todavía queda en pie y funciona como sucursal del cielo, a la que quedan invitados quienes sienten necesidad de lo eterno y lo absoluto.

El reloj marca las 9.00 de la noche. El receptáculo del brasero queda repleto de cenizas ya extinguidas que fueron reemplazadas por las chispas del firmamento. La Choncholicera recoge y limpia su brasero, apaga su primus, reune sus bártulos, amontona sus silletitas y su taburetucho en un solo montón y abandona el lugar, que no es ombligo sino culo de la Tierra.

Ricardo E. Mateo Durand

Tartu – Estonia

El Callao – Perú

Tumbalafiesta

vistapanoramicaVista panorámica de la ciudad de Chimbote

¡Llegó el pi-ká!…  ¡Llegó el pi-ká! (pick-up), anunciaban los asistentes a la fiesta en el  callejón. Felices, recibían al Cholo que manejaba la carretilla trayendo el voluminoso aparato que se acostumbraba alquilar para las fiestas en la populosa ciudad de Chimbote, pujante y naciente polo industrial de la época (50’s). El Cholo cruzaba los arenales de la ciudad llevando el moderno aparato para momentos de jolgorio y felicidad de los habitantes. Se alquilaban también los discos de moda; eran de acetato y de 78 rpm, grandotes, que al menor contacto se rompían o se rayaban, produciendo los consabidos contratiempos en las parrandas de entonces. No importaba, era el lujo del momento. Corrían los años 1955-56, y la jarana se había armado por el bautizo de un altillo que serviría de dormitorio en la modesta vivienda de un amigo de mi padre, un robusto pescador que vivía en un callejoncito de un solo caño, con baño común para todos los inquilinos. La vivienda constaba de una sola pieza, y fungía de sala, comedor, dormitorio y cocina. Con el altillo se solucionaba en algo el problema de comodidad de la familia.

Sonaban las guarachas de la época; la gente bailaba, gritaba, chupaba y se divertía a más no poder. Rostros brillantes por el sudor. Las camisas empapadas y el gentío alrededor del pi-ká, escogiendo con cuidado los discos, cambiando de rato en rato la aguja del tocadiscos, o dando manivela al aparato para que vuelva a su velocidad normal.

Llamaba la atención una mujer muy especial, no por sus atributos físicos sino porque lucía en uno de sus ojos una gran mancha negra, motivo por el cual los muchachitos del barrio la apodaron La pirata. Además, todos la conocían porque tenía su kiosco en la esquina del mercado, donde alquilaba chistes para lectura al paso. El pequeño Lucas la recordaría toda su vida, porque aun sin saber leer, este canjeaba momentáneamente dichas revistas por su pequeña hermanita de meses de nacida, a cambio de poder ojearlas, hasta que su mamá se enteró de la situación, y lo castigó con una tanda de “carterazos”, y santo remedio: jamás volvió a ocurrir el trueque mencionado.

Lucas miraba a Vilocho. Sus padres también habían sido invitados. Este permanecía imperturbable junto a uno de los pilares del altillo, sentadito, muy quieto, también gozaba de la fiesta. En sus 4 o tal vez 5 años, se había ganado una gran reputación de gran pendejo, era muy travieso, tan travieso que su madre a veces lo dejaba amarrado al catre para que no saliera a joder a los vecinos mientras ella iba de compras. Miraba, absorto por completo, escuchando la música, le gustaba y divertían los acordes de las canciones de moda:

“Corra mamá, ay, pero corra papá
enciendan pronto las luces, traigan pronto la escopeta
que en mi pieza hay un ladrón
ya le tiré con la olleta, con la mesa y el sillón,
 se metió por la ventana, se escondió  bajo’e mi cama
ya me abrió el escaparate, me está robando la piedra
esa piedra de diamante… tan preciosa y tan costosa
que adornaba mi collar…”    

Y la gente se vacilaba con la guaracha…
O también se escuchaba:

“La pacharaca tiene voz de mando… tiene voz de mando con su maridito…
qué se habrá creído, qué se habrá creído, si nací cansado
 no sé trabajar…

A trabajar a trabajar a trabajar.

Para qué, para qué,

para qué.

si nací cansado, no sé trabajar…” 

Y la gente seguía vacilándose con las guarachas…

Vilocho  había tomado un pequeño mazo que  alguno de los carpinteros había olvidado, y lo tomó como instrumento de percusión.  Seguía el ritmo de las canciones  golpeando el pilar del altillo en su base principal, al ritmo de “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, golpeaba cada vez más y más, y la gente seguía bailando y gritando y chupando, y el niño que “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun”, al pilar…

De repente, se escuchó un gran estruendo. De tanto “tun, tun, tun”, “tun, tun, tun” con el mazo, el pilar había empezado a ceder,  se inclinó, y con el peso de las camas arriba, terminó por tirarse abajo todo el altillo. Esta vez el jolgorio se transformó en gritos desaforados, ayes de dolor, gramputeadas y carajos. La fiesta se terminó  abruptamente. Afortunadamente no hubo mayores consecuencias. Solamente algunos contusos. Llegó la única ambulancia de la ciudad y también la policía para verificar los daños. Encontraron las caras tristes de los inquilinos y asistentes, que por un niño travieso vieron frustrados sus deseos de divertirse toda la noche.

Ese día lo marcó para siempre. A Vilocho  le pusieron una nueva chapa que llevaría por toda su vida, y que ahora únicamente arranca sonrisas: Tumbalafiesta.

antiguopickupAntiguo pick-up

chimboteantiguo

Chimbote antiguo

II
Primer día de clases

Estaba listo, con su guardapolvo. Su cabello engominado lucía una pequeña montaña o tony como le llamaban. Llevaba una inmensa maleta de cuero, cuyo interior solamente contenía un silabario de cartón, un lápiz y un borrador, los únicos implementos que, según su madre, eran necesarios para él. Su padre, como siempre exagerado, había comprado la maleta escolar más grande que alguien se pudiera imaginar. Seguro, pensaría que se iba de viaje o algo por el estilo, y compró la mencionada maleta, la cual con las justas podía cargar Lucas.

Cruzaron la calle, mejor dicho el arenal, pues la floreciente ciudad de Chimbote solo tenía pavimentadas algunas calles principales. El resto era arena desértica.

Al frente, el Jardín de la Infancia de nombre no sé cuántos, con una robusta mujer en la puerta, aguardando y recibiendo a los niños de la localidad en el primer día de clases. Lucas miraba de reojo. Sintió un cierto recelo y, de pronto, se quedó petrificado:

—¡No… No…!, alcanzó a balbucear, ¡No… No!…, repetía.

Estaba asustado, acostumbrado a los mimos de mamá y de sus hermanas, era la primera vez que se separaría de ellas. Empezó a vociferar improperios…

Su madre, avergonzada, decía:

—Que mi hijito por aquí… que mi hijito por allá…

Y el muchacho de miércoles seguía gritando, gramputeando a todo el mundo; escupiendo y hablando palabrotas, pateó y le mordió un dedo a la maestra principal, la gorda que daba la bienvenida a todos los niños. Que lo empujaban para adentro, y que seguía gritando el mocoso, y que lo jalaban para adentro, y que seguía jodiendo el muchacho, aferrado a la falda de mamita. Sintió que las fuerzas le flaqueaban. Los otros muchachitos se asustaron también y empezaron a llorar; en eso vinieron otras maestras y lo jalaban y jalaban. Se aferró con tal fuerza a la manija de la puerta de entrada, que la descerrajó. Se vino abajo y él seguía con la manija en la mano, pero esta vez debajo de la puerta. Le ofrecieron un dulce. Todavía asustado y un poco calmado ya, ingresó en la escuelita con mamá. El rostro completamente mojado por el llanto, había hecho una pataleta del carajo, se había babeado todo el guardapolvo, estaba lleno de arena y, finalmente, se quedó. Lo dejaron en un cuarto vacío, sentadito en el suelo…

En la otra sala, los niños cantaban, mientras el pequeño Lucas suspiraba, sollozaba y escuchaba:

       “¡Ay, que me duele un dedo, tilín; ay, que me duelen dos, tolón!

¡Ay, que me duele el alma, tilín, el alma y el corazón… tolón!”.

III

Feliz día, mamá

Muy pequeño aún, muy niño, con las manos atrás, nervioso y sudoroso, parado frente al micrófono, ante una pequeña audiencia que llenaba el patio de su Jardín de la Infancia”, tomó aire y exclamó:

“Dejadme que yo salte,
 que brinque de alegría,
es de mi madre el día,
 mi madre de mi amor

Yo canto si ella ríe,
 yo lloro en su quebranto,

Yo que la quiero tanto…
bendígala el Señor”.

La audiencia irrumpió en una salva de aplausos; de reojo miró a un costado y la vio, sí. La vio totalmente emocionada, con una sonrisa que reflejaba su orgullo de madre al ver a su pequeño dedicarle un pequeño verso. Era el Día de las Madres, y ella lo contemplaba llorosa. El pequeñín se acercó y le dio un beso en la mejilla, y conjuntamente depositaba una flor en sus manos; la que había arrancado de algún jardín cercano y que, inocentemente, había guardado en el bolsillo. Ambos se confundieron en un prolongado y amoroso abrazo. La gente, percatándose del hecho, se sumió en silencio, hubo una pequeña pausa, todos contenían el aliento, aplaudieron nuevamente, pero esta vez con la emoción que tal situación producía. Los asistentes se llenaron de ternura. El niño dio una mirada alrededor y se percató de la mirada de todas ellas, madres emocionadas, llenas de amor filial. Tal hecho quedó grabado para siempre en su memoria; después de casi 50 años, recuerda nítidamente ese cuadro maravilloso de madres sonrientes, agradecidas por el gesto que sus niños les ofrecían en ese momento, gesto de inocencia que para ellas representaba el galardón más preciado.

IV

EL NIDO

En ese momento se abrió la puerta del nido y los niñitos empezaron a salir. De pronto, asomó la cabecita de uno de ellos, era una niñita buscando ansiosamente, con sus cachitos despeinados y su ropita desordenada por algún juego infantil, con una carita que reflejaba una angustia tremenda. Súbitamente los vio en la puerta:

—¡Mami… papi… mami… papi!, exclamó con su dulce vocecita.

—¡Mami… papi… mami… papi!, gritaba sollozando quedamente y con la carita humedecida por las lágrimas…

Corrió hacia ellos, abrazándolos con fuerza.

—¿Por qué me dejaron solita?, ¿por qué me dejaron solita?, repetía una y otra vez.

Lucas la tomó en sus brazos, la cargó y apretujó contra su pecho. La pequeña se calmó. Él no supo qué contestarle. La abrazaba y besaba tiernamente. Con los ojos un poco humedecidos, atinó a sonreír y apretar su cuerpecito con  cariño. Con la pequeña en brazos, emprendió el regreso. Lucas recordó, igualmente, su primer día de clases, ocurrido hace ya tantos años, esbozó una sonrisa con nostalgia, mientras apuraban el paso de regreso a casa…

Hugo Pazos Ramos

El Callao

LA HACIENDA SAN JOSÉ

A Luisa, mi abuela,
y a mis padres Elías y Augusta,
in memóriam

Las narraciones de mi vida no siempre se referirán a mi casa natal ni a mi Barrio de Libertad, ni al Pasaje Ríos ni al Pasaje Ronald, ni a la Plazuela de la Independencia ni a la Pérgola, ni al Malecón ni al Cañón del Pato, ni a la pulpería del Chino de las Tres Puertas ni al antiguo edificio de la Municipalidad, ni a la Plaza Chica ni a la Plaza Grande, ni a cualquier otro sitio o persona o circunstancia del Callao. Hay otros lugares fuera de nuestra Ciudad Portuaria que también acogieron mis días y me emociona recordarlos, localidades a las que evoco con especial cariño, sin que tampoco excluya puntos geográficos más allá de las fronteras del Perú. Como se ve, ni en esto ni en lo demás soy ninguna excepción porque mi biografía en innumerables aspectos ha sido y es análoga a la de otros chalacos, a la de otros peruanos, y a gentes de otros países, Continentes y culturas. Pensando en este contexto, uno de los episodios de mi niñez que vibrantemente recuerdo es el relacionado con la heredad que lleva por título la presente crónica.
Habré de empezar diciendo que no mucho tiempo antes de su matrimonio religioso, verificado en la capillita del preventorio-sanatorio de Collique el jueves 19 de marzo de 1942, mi padre fue a trabajar a aquella finca rústica iqueña – Hacienda San José – en calidad de cajero y tenedor de libros. Obviamente, luego que hubo contraído matrimonio, llevó a su mujer, mi madre, a vivir con él, lo que no significó obstáculo para, concluyendo ella su gravidez, en días ya próximos al alumbramiento, en el lapso de dos años, sucesivamente en El Callao y Barrio Libertad naciésemos mi hermana Diana (22.01.1943) y yo (15.01.1945). Luis Eduardo, el tercero y último en venir al mundo, hizo su aparición después de un sexenio, pero no en El Callao sino en el Hospital Obrero de la Ciudad de Ica (20.03.1951), erigido en la Avenida Matías Manzanilla, alumbramiento que cerró la etapa paterna de residencia en el sur. Pocos meses después del mencionado postrero parto materno definitivamente mis padres se mudaron al Callao.
La Hacienda San José de Ica se hallaba cuanto más a kilómetro y medio de la Plaza de Armas, y se llegaba a ella con sólo tomar la dirección hacia Huacachina. La Hacienda San José pertenecía a la familia de don Alfredo Malatesta León, quien abrió los ojos a la vida en la Ciudad de Ayacucho el 30 de marzo del año del Señor de 1874, y los cerró en Ica el domingo 19 de marzo de 1950 -hay fuentes que consignan su muerte con fecha de viernes 19 de mayo-, a la edad de 76 años, aunque a mí me pareciera mucho más viejo. De haber pasado a mejor vida en la primera de las fechas entonces su deceso acaeció justo al octavo aniversario de matrimonio de mis padres. Su esposa y viuda se llamó María Antonia Boza Ocampo, muerta también en domingo, pero el del 15 de octubre de 1967, en su octogésimo séptimo año de existencia. Ambos se habían casado en la misma Ica, nupcias que se efectuaron el 08 de septiembre de 1899. Recuerdo que unos meses antes de su óbito, celebrando sus bodas de oro matrimoniales (08.09.1949) hubo en la hacienda juegos, procesiones, romerías, feria y fanfarrias: misas y ofrendas, carreras de encostalados, trepadores de palos ensebados, garroteadores de ollas de barro conteniendo arena, ceniza y algunas monedas, diversiones de gente con cara tiznada, y canciones, muchas canciones, una de las cuales consistía por toda letra en el estribillo bodas de oro de amor, que se repitió por varias jornadas. Recuerdo la tonada, pero he olvidado qué otras palabras o estrofas tenía, y casi me inclino a pensar que aparte de las consabidas bodas de oro de amor no había nada más para entonar.

Don Alfredo (1874-1950) y doña María Antonia (1880-1967), en compañía de su hija María Clemencia (¿?-2006)
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Una de las más entusiastas, si resulta correcto llamarla de las más entusiastas -arrebatados y frenéticos estaban y eran por esas fechas todos ellos-, fue la señorita doña Marujita, la benjaminita de la familia, de nombre igual al de su madre: María Antonia. Alta de estatura, con anteojos de marcos amarronados opacos y vidrios gruesos, gruesísimos, que le daban aire de intelectual sin serlo. En determinado momento Marujita señaló al cielo con el índice de su diestra, y empezó a gritar a voz en cuello:
¡Miren el firmamento!: … ¡Hasta el cielo está feliz! … ¡¡¡Ha cambiado de color…!!! … ¿No es cierto, padre? … ¿No lo ve usted padre…?
A lo que el clérigo a quien ella se dirigió hubo de balbucear:
– Aaah,… ¡La grandeza de Dios! … ¡¡¡La grandeza de Dios…!!! … ¡¡¡Alabemos al Señor…!!! …
… respondió él juntando las manos sobre el abdomen, mirando hacia arriba y poniendo los ojos en blanco en el juego de adoptar gestos faciales de creerse lo que la señorita doña Marujita decía y él ahora confirmaba. Lo más seguro, ratifico yo sin temor a equivocarme, fue que en ese instante el reverendo ocupaba ambos hemisferios cerebrales discurriendo en los suculentos manjares y en el excelente vino y pisco salidos de los lagares de San Pepe con que los esposos Malatesta Boza lo regalaron y gratificaron de principio a fin.

Doña Rosa (1908-1989) y doña María Antonia -Marujita- (¿?-2005)
Hda. San José
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Aparentemente, la bóveda cósmica había adquirido coloración celeste, muy especial: azulado claro paradisíaco, lo cual fue motivo para más canciones, y para nuevas arremetidas melódicas con mayor cantidad de voces y en octavas más altas.
Como dije, hubo misas, homilías, sermones, prédicas, discursos, letanías, invocaciones, súplicas, rogativas y demás solemnidades como bien correspondía a familia tan cristiana y católica. Lo era tanto que poseía su propia capilla, su propia iglesita, con torre, cruz y campana, a la que don Alfredo jalando una cuerda hacía dindondonear a las 12.00 del mediodía y a las 6.00 de la tarde, invitando a la recitación de El Ángelus:
– El Ángel del Señor anunció a María.
– Y concibió por obra del Espíritu Santo.
– Dios te salve, María… Santa María…
etc., etc.
Después del Ángelus venía el rosario: largo, acongojado, afligido, compungido, contrito, circunstanciando según el día que correspondiese: misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Los misterios luminosos todavía no se habían inventado (2002). Después del desahogo espiritual, que teniendo en cuenta la época seguro que coincidió con la vendimia, llegaba la carga o ataque al condumio.
Entre rezos y más rezos, en las horas tórridas del día, cuando el Sol veraniego derretía sesos implacablemente, don Alfredo y los suyos, sentados en sendos asientos y poltronas de mimbre descansaban a la sombra tratando de tomar el fresco, ayudándose cada uno armado de su respectivo abanico ovalado tejido en esterilla o en tiras de palmas. El lugar hallábase debajo del alero de la casa-hacienda, y era un patio o corredor enlosetado que daba de frente al jardín central del referido edificio: pórtico abierto de varios metros de anchura, que extendíase a lo largo de la fachada principal. Entre la puerta de entrada a la casa-hacienda y el portón del templo había y sigue habiendo grandes ventanas. Su techo era prolongación del de la casa-hacienda, y se sostenía por columnas en el extremo que daba al tantas veces mencionado jardín central. Por estas columnatas escalaban trepadoras que llegaban hasta el borde de la techumbre saliente. Las buganvillas dábanle al edificio singular atractivo.

Arquería en uno de los extremos de la casa-hacienda.
Obsérvese a la derecha la torre de la capilla.
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Para variar, refiriéndome a tan patriarcales y sanas costumbres, jamás faltó servicio religioso ni santa misa los domingos y demás fiestas de guardar, donde en pleno asistían don Alfredo, familia, parientes, amigos visitantes, conocidos y demás relacionados, acompañados de gran parte de los trabajadores de la hacienda.
Aparte de las religiosas, el señor don Alfredo fue hombre de muchas otras virtudes. El señor don Alfredo fue persona de espíritu empresarial, de bastante capacidad de trabajo y organización. De algunas dejaremos constancia en esta verídica narración. Según escuché de mi propio padre, oportunidad hubo que fue testigo de cuando a una estatua de madera de la capilla, influida por la ley de la gravitación universal se vino al suelo haciéndosele añicos el brazo que sujetaba el cayado de pastor de almas. Averiada y en tan calamitoso estado se la llevaron a don Alfredo. Vio la situación en que se hallaba la santa extremidad superior del venerable canonizado, entornó los ojos mirándola e hizo sus mediciones y cálculos mentales. Acto seguido se convirtió en el médico de quien en vida fuera casto e inmaculado varón, y se hallaba convertido ahora en infortunado ídolo de palo. El resultado para tan respetabilísima imagen fue la hechura de miembro nuevo con báculo y todo, pero no miembro cualquiera, sino de maestría tan acabada, tan de magistral y consumada perfección que nadie se hubiera dado cuenta de la recuperación corporal sin estar en autos sacramentales.
Don Alfredo, reitero, fue hombre laborioso y empresario nato, con múltiples y diversas habilidades, como se ha visto, agregando nosotros noticia para encomio eterno, que de propia industria y destreza personales fabricó máquina desmotadora, separadora de la semilla y de la fibra del algodón, evitándoles de los recogedores la ardua y lenta labor espulgatoria. Recogedores se les decía a quienes realizaban manualmente esta tediosa ocupación. Los recuerdo cuando realizaban su faena distribuyéndose por las veredas y vías adyacentes al jardín central, en parejas alrededor a su respectivo montoncito o cúmulo blanco de algodón.
Fue también él quien llevó a Ica los primeros automóviles, y el primer tractor para uso y empleo en el campo. Antes de él no hubo ni automóviles ni tractores, sólo borricos, de los parsimoniosos y flemáticos, como gozan de fama y renombre los burros de aquella felicísima región sureña. Después de don Alfredo, las chacras iqueñas fueron diferentes. Su dedicación e industria marcaron, como se aprecia, un antes y un después. Fue el elemento activo y consciente que en ese punto dichoso del Perú permitió el tránsito de una época a otra época. Más adelante me referiré a estas máquinas – carros y tractor –, que por los tiempos de mi niñez dormían el sueño de los justos al lado de la laguna que había en la parte de atrás de las bodegas y lagares, a uno de los costados de la Hacienda.

Don Alfredo Malatesta León (1874-1950)
Fuente: Foto obtenida de internet

Que recuerde, rara fue la vez cuando no se viera alguna sotana como huésped de los Malatesta Boza, y, sin menosprecio para nadie, no sólo curita de misa y paila sino de verdaderos purpurados, con solideo o inviolados bonete violados que, según dicen, es el séptimo color del espectro solar. En cierta ocasión – fue principios de 1951 –, visitaba la Hacienda uno de estos prelados a quien Jimmy, nieto pequeño de los Malatesta – pocos meses mayor que yo, hijito de don Carlos Malatesta Boza y de la Guinga (Guinga porque la señora no podía ponunciar la palabra Gringa) que así le decían a la dama estadounidense de origen, señora Spalding, madre de Jimmy-, le preguntó:
– Padre,… ¿Sabe usted que sucedería si cayera corea?
– Si cayera Corea … ¡¿Si cayera Corea …?!
– Sí, padre: si cayera corea.
– Pues no, Jimmy, no se me ocurre qué pasaría si cayera Corea.
– Si cayera corea, padre, seguro también cayendo pantarón.
Ignoro con exactitud cuál fue su extensión en hectáreas, que no debía ser tan pequeña donde existían viñedos espaciosos y se vendimiaba uvas de varios tipos, y cosechaba algodón, amén de árboles frutales, cuyas frutas muchas veces, para jolgorio de cerdos se pudrían antes que repartírselas a los hijos de los recogedores y a los de los de las rancherías.
Como en aquella etapa espacio-tiempo-histórica mi vida se hallaba relacionada con la Hacienda San José, antes de continuar haré un paréntesis e interrumpiré la secuencia de la narración para irnos 320 kilómetros hacia el norte, hasta El Callao, y referir cómo fueron los días previos a cada uno de nuestros viajes a la ciudad de San Jerónimo de Ica.
Uno o dos días antes de la partida se verificaba conversación telefónica entre mi abuela paterna, Lucha, con quien vivíamos en la casa de la Calle Libertad, y mi padre, que se hallaba en la Hacienda ocupado en sus asuntos de caja y libros de contabilidad. Era para informarle acerca de nuestra marcha, según estaba concertado que hacíamos tanto para las vacaciones de medio año, de Fiestas Patrias, como para las de verano. Escuchaba desde donde yo estaba, junto a mi abuela Lucha cuando ella le hablaba, y su voz se incrementaba, se intensificaba a ratos. Otro tanto debía suceder con la de mi padre, ora hablando más bajo ora más alto e, inclusive, hasta gritando en circunstancias que la voz alámbrica de ambos quedábase convertida en hilito quebradizo que rompíase por momentos, que íbase irremediablemente para retornar poco después:
– Aló … Sí, Elías … Viajaremos mañana. Saldremos por la agencia del Pacífico … No, no por Roggero sino por la del Pacífico, no a las ocho de la mañana sino después de mediodía … Llegaremos de noche, a la hora acostumbrada. … ¿Sí…? … ¡¡¡¿Sííí?!!!: … Los muchachos están bien. Ellos ya quieren ir a Ica para verte a ti y ver a su mamá. Quieren también ir a la Huega y a Huacachina … Sí … sí iremos con cuidado, no te preocupes … Anda a recogernos para cuando lleguemos.
Mi padre no requería que le recomendaran su asistencia porque siempre estuvo en su puesto.
Todo esto lo decía mi abuela apretándose el auricular en forma de pera contra la oreja derecha y agarrando el micrófono con la izquierda. El teléfono no era de mesa, como después hubo, sino de pared: estaba sujeto a la altura de su cara. El micrófono, como bocina de vitrola, si bien pequeño, encontrábase adjunto a la caja negra del teléfono, al que había que acercarse y casi meter los labios, como para que no se perdiese ningún decibelio, ninguna onda sonora, ninguna ondulación acústica.
Llegado el día del viaje mi abuela Lucha llamaba un carro de plaza para que nos llevara a Lima. Al carro de plaza por entonces se le decía carro de plaza porque la palabra taxi no era de uso popular, como que tampoco en el Perú había taxímetros. Su paradero habitual era en la esquina de la Calle Miller, casi llegando a la Calle Lima. Solía ser éste uno de esos carromatos cuadrilongos al que sólo le faltaban los caballos y el pescante. Eran amplios y cómodos. En la parte de atrás holgadamente cabíamos mi abuela, mi hermana Diana y yo con las piernas estiradas, más los bultos que transportábamos, que tampoco eran tantos. Nos recogía, pues: lo tomábamos en la puerta de casa. Rodábamos calle abajo de Libertad hasta desembocar en la de Miller; de allí, a la Calle Lima, que era de dos sentidos, fluyendo incesantes automóviles y tranvías de aquí para allá y de allá para acá. Allí estaban la Bodega Olcese, el Cine Porteño, el Chifa Cantón y la tienda de caramelos de don Juanito. Siguiendo de frente por la Colonial veíamos el Cementerio Baquíjano, camposanto al que inexorablemente mi abuela señalando sentenciaba: Aquí vendremos todos … Antes o después, nadie se libra de venir acá.
Más adelante, con un poco más de recorrido, pasábamos por el costado del depósito de los eléctricos (tranvías), que quedaba a escasos metros de la comisaría y de la Iglesia de La Legua, con su abrevadero redondo -amplio pilón que en su día sirvió para refrescar acémilas-, justo allí donde ahora está el paso a desnivel, donde por arriba la Avenida Faucett -viniendo desde la de La Marina atraviesa la Venezuela y La Colonial-, y va hacia el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez.
Avanzando más todavía hacia Lima nos deleitábamos con los árboles de la Unidad Vecinal número Tres, hasta alcanzar después la de Mirones, que se edificaba por los tiempos que describo. Llegábamos a La Plaza Dos de Mayo y, de manera paralela a la línea del tranvía subíamos por La Colmena. Bordeábamos la Plaza San Martín y continuábamos hasta la Universitaria, que salvábamos por el lado de la Casona de San Marcos hasta, después de tan larga travesía fondear junto a la puerta o portón de la sala de espera de la mencionada agencia de ómnibus Pacífico, ómnibus con carrocería pintada de plomo y verde
En el tradicional reloj de Lima de la torre de la Plaza Universitaria, las manecillas, ¡doble maravilla de maravillas!, funcionaban y hasta daban la hora exacta. Como por lo general llegábamos con cierta anticipación (por entonces se compraba los pasajes no al instante de partir sino varios días antes), mi abuela Lucha se daba tiempo para ir a ver su vetusto colegio, allí donde de niña estuvo interna, y entrevistarse con su antigua maestra. Era ésta monjita octogenaria larga, incluso diría hasta nonagenaria, de semblante benévolo, clemente, afectuoso. Apoyábase en un bastón. De hábito negro y amplia pechera -daba la impresión de ser descomunal babero- casi le alcanzaba la cintura. Sobre la cabeza lucía cofia blanca de monumental proporción, alada, como albas alas desplegadas de cisne, de inmensa ave nívea batiéndolas para despegar, como si la monjita hastiada de este mundo se esforzara por alzarse hasta los cielos y gozarse contemplando el divino rostro del Creador. Ambas se abrazaban y recordaban tiempos idos, de cuando mi abuela Lucha era niña y la monjita, mujer joven y valedora y abogada de mi abuela. Tiempos añorados, evocados, invocados y reiteradamente recapitulados en las vacaciones de invierno y de verano. Al despedirnos, su maestra la abrazaba nuevamente, y nos acariciaba la cabeza a mi hermana Diana y a mí. La recuerdo en la distancia y siento su cariñosa, tenue, delicada, sutil y frágil mano palpándome maternalmente, bisabuelablemente, la cabeza.
Insistiendo en lo dicho repetiré que por aquel tiempo, según me parece, había dos empresas de ómnibus que hacían el servicio Lima-Ica-Lima: Pacífico y, Roggero. Ambas tenían su oficina y punto de embarque-desembarque al final del Parque Universitario, allí donde ahora está la Avenida Abancay, al otro extremo de la diagonal por donde en aquella lejanísima época, durante el período de don Manuel Odría se construyó el Edificio del Ministerio de Educación.
Una vez acomodados los viajeros en el ómnibus, arrancaba éste y seguíamos la ruta del tranvía hacia Chorrillos, por donde en años posteriores el alcalde don Luis Bedoya Reyes mandó sacar sus rieles para cavar y hacer El Zanjón. Llegados que habíamos a la Carretera Panamericana era sólo cuestión de tiempo astronómico transitar hasta Mala – donde se compraba manzanas y alfajorcitos envueltos en papel blanco, así como hasta ahora ocurre –, entrar en Cañete, ingresar a Chincha y a Pisco, con sus respectivas paradas, bajada de usuarios, subida de otros; trasiego de bultos a la y de la parrilla del techo del vehículo, etc. Durante el interminable trayecto, veíamos infinidad de lagunas, ciénagas, charcos y lodazales con cañas y juncos en sus orillas, con vastísimas muchedumbres de habitantes alados de todos los tamaños, de plumas de variados colores, residentes temporales o perennes de esos puquiales y humedales. Igualmente, en partes del camino asomaban a la superficie retazos níveos en el desierto: algodonales, que después se perdieron por la invención de las telas sintéticas.
No sé ni cuántas veces durante las ocho o nueve horas que duraba el viaje Diana y yo nos quedábamos dormidos. Yo entretenía el kilometraje contando los postes telefónicos y mi abuela me explicaba que por los hilos de alambre tendidos entre ellos conversaban ella, desde El Callao, y mis padres, desde Ica, sin que me imaginara cómo podía ocurrir tamaño prodigio. Recuerdo que las sombras de los postes y del mismo ómnibus se alargaban hasta perderse al anochecer, hasta zambullirse o desvanecerse en la negrura que nos envolvía al desaparecer el Sol en el océano, hasta hacerse invisibles porque todo quedaba sumido en la oscuridad más profunda. Arriba sólo titilaban las estrellas, sólo palpitaban los luceros más lejanos. La visión habría sido calurosamente saludada por astrónomos, que hubieran aprovechado en descubrir nuevos huecos negros, nuevas constelaciones y galaxias, aunque sólo fuera nebulosilla de mala muerte; pero en el ómnibus jamás viajó científico alguno. Los únicos huecos negros que nos estremecían eran los de la carretera. Sobre la testa del chofer, en la parte superior del parabrisas, había un crucifijo o un Corazón de Jesús ensartado de espinas, traspasado como anticucho, lonja cruda de carne sangrante, exangüe, con una bombita alargada en cuyo interior brillaba la cruz del suplicio conteniendo todos los pecados del mundo. En algún momento del interminable peregrinaje mi mamama Lucha nos despertaba y nos avisaba que estábamos pasando por Guadalupe, y que quedaba muy poco para llegar a Ica. Era imprescindible desperezarnos y arreglarnos para el reencuentro.

Mi madre con mi hermana Diana y conmigo, en la hamaca de la arquería que daba a la capilla (1945)
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Han transcurrido sesenta y cinco años y escucho como si percibiera ahora mismo el escape libre, el mufle sin silenciador, estrepitoso, estruendoso, callejonero, barraconero, alborotador del vehículo de la agencia Pacífico ingresando por la Avenida Matías Manzanilla: raaata ta ta ta … raaata ta ta ta …. Era como el grito de victoria por concluir triunfante tan larga odisea porque, en efecto, por comentario de adultos que escuché, la carretera tenía tantas curvas, subibajas, ondulaciones y torcimientos porque la empresa constructora cobró no por obra hecha sino por kilometraje. Se esmeró, pues, en hacerlo lo más largo y retorcido posible.
Bajábamos del ómnibus, cuyas oficinas quedaban a pocos metros del mercado de abastos. Allí estaba mi padre esperándonos. Nos iba a recoger en el camión de la Hacienda o, cuando lo tuvo, en su automóvil: auto inglés de color guinda y marca Standard Vanguard, que desde que lo compró lo bautizamos con el apelativo de chanchito.
Subíamos al chanchito y partíamos raudos hacia la Hacienda. Pronto pasábamos de largo la Plaza de Armas teniendo ésta a nuestra izquierda, con sus numerosos ¿ficus?, ¿robles?, ramosos, espesos, frondosos, umbrosos, hermosísimos, de troncos anchos, retorcidos, nervudos y poderosos que hundían sus raíces en la tierra, cargados de verdor y de años, que unos decenios después fueron podados y talados para remodelar algo tan encantador como fue ese lugar, y poner la pileta-piscina que ahora está. Sigo sin comprender cómo en el Perú nunca jamás encausaron ni sancionaron ni severamente penaron e impusieron castigos temporales ni vitalicios a alcaldes, síndicos concejales y hombres públicos; ni los sometieron al potro del suplicio en los calabozos de la Santa Inquisición, ni los recluyeron en El Frontón, ni los confinaron en El Cepa, ni los metieron en el Sexto, ni los enchironaron en la Penitenciaría de Lima, ni los enclaustraron de por vida en celdas de máxima seguridad de Sarita Colonia o de Lurigancho, ni los enjaularon con ratas y alacranes en el Alipio Ponce ni en ninguna mazmorra del Real Felipe, ni los trincaron y dejaron olvidados en bunkers del Palacio de Justicia, repito: a síndicos, a alcaldes y a presidentes de región mataárboles, arbolicidas reincidentes contumaces, parricidas del medio ambiente y matricidas de la Madre Naturaleza. Capítulo similar -mezcla de corrupción, de ignorancia y de miseria espiritual- es cómo demuelen, cómo destruyen exponentes arquitectónicos históricos con el pueril y criminal pretexto de modernización y progreso.
Pasado que habíamos el Hospital Obrero, doblábamos a la siniestra mano, porque pronto aparecía la finca de don Fulgencio y, más allá, el pozo que abastecía de agua a la Hacienda. Desde este punto y a no más de doscientos metros quedaba nuestro destino final, la Hacienda misma.
Los pensamientos y sentimientos más tiernos y dulces se me agolpan en el recuerdo, en el corazón, en el alma, en todos los recodos, recovecos y meandros del espíritu cuando rememoro aquellos instantes de nuestra llegada a la Hacienda San José. Era de noche. Las luces de los faroles hacían lo que podían para irradiar alguna luminiscencia. Focos lánguidos que, sin embargo permitían divisar el ambiente, esparcían su fantasmal iluminación al gran jardín central, a uno de cuyos lados estaba la casa-hacienda y, casi junto a ella, en otro del jardincillo lateral, la morada que habitaban mis padres.
Cuando llegábamos en invierno hacía frío, gelidez que me agradaba. Entrábamos en la casa y lo primero con que nos encontrábamos y veíamos era la mesa del comedor, mesa que mi padre había hecho con sus propias manos cuando se casó, como los demás muebles del hogar: aparador, sillones, repisas, armarios, etc. Iba yo entonces a la cocina, porque buscaba encontrarme con un aroma que me transportaba a otras dimensiones: allí había olor especial, una fragancia única, una sublime expresión imposible de describir que, a pesar de su inefabilidad y del tiempo que nos separa desde aquella lejanísima época no se me ha olvidado y llevo muy dentro de mí. Según la temporada, allí había cantidades de sandías, o de uvas, o de tunas, o de higos y pacaes, o de mangos, o de lo que fuese, pero siempre hubo algo.

El autor ante las fachadas -frontal a mi izquierda y lateral a mi derecha-
de la casa que habitamos en la Hacienda San José (1995).
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Conversábamos – las criaturas más escuchábamos –, nos enterábamos mutuamente cómo habían sido los meses de separación. Al poco rato el sueño nos vencía, y nos íbamos a dormir con mi abuela. Mi hermana Diana a un costado, yo, al otro, y mi abuela en el centro, abrazándonos, acurrucándonos, ciñéndonos con sus brazos y dándonos ese calor que me ha acompañado siempre y que jamás me abandonará. Dormíamos apacible, serena, plácidamente hasta que amanecía y salía el Sol, hasta que los pajaritos iqueños, sanjosecinos, sampepianos y hacendatarios despertaban con sus cantos para las labores diarias, trinos matinales que anunciaban la nueva jornada… ¡¿Será posible que haya habido tanta belleza, tanto encanto, tan grandiosa excelencia y primor en este mundo…?!
Entre los varios cantos cotidianos recuerdo las voces cantoras que mis padres escuchaban, y las letras de canciones que ellos, mis padres, entonaban. De la más antiguas que rememoro que él modulaba era este trozo que Carlitos Gardel recitaba:
El día que me quieras
No habrá más que armonía
Será clara la aurora
Y alegre el manantial
Traerá quieta la brisa
Rumor de melodía
Y nos darán las fuentes
Su canto de cristal…
El día que me quieras
Endulzará sus cuerdas
El pájaro cantor:
Florecerá la vida
No existirá el dolor…
También, la maravillosa voz de Libertad Lamarque salva la distancia y el tiempo. Entre sus canciones más en boga que oía y ahora saco del pasado es:
– Tarde que me invita a conversar con los recuerdos
Pena de esperarte y de llorar en este encierro
Tanto en mi amargura te busqué sin encontrarte
Cuándo mi alma, cuándo moriré para olvidarte.

Quiero verte una vez más, oh vida mía,
Y extasiarme en el mirar de tus pupilas,
Quiero verte una vez más aunque me digas
Que ya todo terminó y es inútil remover las cenizas de un amor…
etc., etc.
Mi padre, como eximio tanguero que fue, se sabía vida, milagros, canciones, venturas, aventuras, desventuras, travesuras y diabluras de Carlos Gardel, Hugo del Carril, Libertad Lamarque y demás exponentes y compositores de la música del género. En esto como en automóviles y automovilismo, y como en cinematografía, fue no una enciclopedia sino una biblioteca de enciclopedias.
Ya que recordamos, pongamos dos estrofas más de Libertad Lamarque … Café de los Angelitos:
Yo te evoco, perdido en la vida,
y enredado en los hilos del humo,
frente a un grato recuerdo que fumo
y a esta negra porción de café.
¡Rivadavia y Rincón!… Vieja esquina
de la antigua amistad que regresa,
coqueteando su gris en la mesa que está
meditando en sus noches de ayer.
Café de los Angelitos
etc.
La canción por entonces preferida de mi mamá:
– Isabelita,
porteña bonita,
figura exquisita
de gracia sin par.
——–
¡Isabelita!
La calle palpita,
la gente se agita
al verla pasar…
Y nadie sabe su gran dolor:
¡Isabelita busca un amor!
etc., etc.
Con frecuencia arrullador viento nos acunaba, nos sosegaba y adormecía corriendo entre las ramas y hojas de los árboles, con melodía imposible de borrar. El viento y el Sol iqueños, como las brisas marinas y el Astro Rey chalacos, contribuyeron para que fuera feliz, para que me sintiera y fuera dichoso. El rumor y susurro de las brisas, como la calidez solar, caminaron desde entonces conmigo de la mano.
Nos levantábamos, desayunábamos y salíamos de la casa. Me gustaba escuchar el trabajo de la segadora que uno de los jardineros sobre el césped accionaba -rasss… rassss… rasssss-, y cómo con el reguilete regaban por aspersión el césped y las flores. Me embargaba la fragancia de los jazmines, con sus preciosos pétalos blancos; de los geranios rojos, blancos y rosados, y de infinidad de plantas y flores que embellecían el ambiente y deleitaban el olfato. Así como la luz y las sombras cambian con el correr del día, modificábanse los colores ofreciéndome gamas y matices inesperados, y los olores de las flores emitían distintas fragancias con peculiares efluvios iqueños. Afuera estaba el jardín central, con sus árboles de goma, lágrimas resinosas que nosotros separábamos del tronco y sacábamos pellizcándolas; con sus cactus de pencas gruesas y espinosas. Palpaba cuidadosamente las púas sobre el tronco verdoso de un uña de gato, madero grueso y poderoso, que una tarde fue arrancado de cuajo por paracas repentino, violento. Jardín cuadrado, alrededor del cual sucesivamente se hallaba un depósito de herramientas, un almacén de algodón, que le decían colca – que tenía espacio para guardar un auto –, y nuestra casa. Al costado de nuestra casa otro jardincito intermedio, y más allá, en la otra orilla, la vivienda de la señora doña Rosa, hija de los hacendados, casada con el químico vitivinícola italiano don Piero Albrizio. A continuación de la de doña Rosa, la casa-hacienda con la capilla vecina y las arquerías; luego, el espacio abierto ya descrito; las instalaciones donde se machucaba la uva y extraía el mosto, trujales y lagares donde procesábase hasta convertirlo en vino, en oporto, en cachina; la alcatara y alambiques para pisco; y ahí cerca, las formaciones en hileras de pipas, cubas y barriles.
En cierta ocasión jugábamos varios niños a pocos metros de la fachada de nuestra casa. En éso vi correr hacia nosotros a uno de los jardineros que en ese momento trabajaba regando el jardín. Venía rápido con una lampa en la mano. Sucedió que sin que nos diéramos cuenta salió una víbora de la colca o del depósito ferretero contiguo. El jardinero la golpeo contra el suelo varias veces fraccionándola en otros tantos segmentos. Cuando me acerqué ví que se movía cada sección de la víbora. La oportuna presencia del jardinero y lampa nos preservó la salud.

Mi abuela Luisa, y mi mamá sosteniendo en brazos a Luis. Con ellos, mi hermana Diana y yo (1951).
Jardín central de la casa-hacienda. El inmueble del fondo, junto al auto y al árbol fue nuestra vivienda. Al lado, el portón de la colca.
La víbora apareció allí donde está el automóvil.
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Se pasaba otro espacio y se llegaba a las oficinas de la Hacienda. Contigua a éstas pero por la parte de atrás, hacia la acequia, había un taller de carpintería y un canchón para domicilio de vacas. Pasando el canchón se llegaba a otro corral, esta vez de ovejas y carneros, cercado por empalizada delgada y sin techumbre, y, más allá todavía, las rancherías de los campesinos, obreros y trabajadores manuales de la finca, a las que la acequia ponía límite. La acequia hace tiempo desapareció. Franqueando la acequia, algodonales: extensiones de Sol, aire y colorido. Quien vaya ahora a la Hacienda San José la encontrará con muralla que la circunda, como museo que llegó a serlo sin quererlo, como un remanso del pasado, como un albergue pretérito, como un refugio de siglos idos, como remotísimo espejismo del desierto. Las viñas y algodonales decenios ha que se frustraron, se malograron, los destruyeron, desaparecieron, se volatilizaron como consecuencia de la reforma agraria del General Velasco Alvarado, y, en vez de ellos ocupan su lugar construcciones, casas y edificios allí donde la vid crecía colmando sarmientos, donde parras y racimos abrazábanse en los abrasados espacios luminosos.
Recuerdo el olor que salía del edificio blanco, encalado, enjalbegado, allí donde estaban los lagares, la alquitara, los depósitos, las hileras de cubas y pipas de madera añejándose el vino. Afuera, el orujo de la uva en multitud de barricas, los hollejos machacados. Más allá, tarugos y cuñas en el suelo; duelas, aros y remaches de metal para reparar los toneles.
He mencionado el pozo que suministraba agua a la Hacienda. Quedaba a unos 200 metros de distancia, por lo menos, y para llegar hasta él había que caminar sendero de tierra flanqueado por dos filas de árboles que dejaban caer especies de caparazones pequeños en forma de corazón, como dos tapas de ostra unidos por charnela, marrones, duros, con una grieta entre tapa y tapa, susceptibles de separárseles con poco esfuerzo. El ambiente olía a miel, a dulzura, a néctar de flores, a paraíso terrenal.

El señor don Piero Albrizio y su esposa la señora doña Rosa. Entre ambos, una dama desconocida para mí.
Camino de la casa-hacienda al pozo de suministro de agua. Al fondo, entre el primer y segundo árbol, insinúase la torre de la capilla malatestina. Las viñas que se adivinan al costado del auto hace tiempo dejaron de existir para convertirse en urbanizaciones.
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

El señor Aibar (o Aivar) se encargaba de su funcionamiento. Siempre lo veía metido en su indumentaria tiznada, enfundado en su mameluco untado de grasa, en su overol de mecánico, con llaves y aceiteras en las manos, tan movedizo como las bielas y los ejes que lubricaba, acostumbrado al ruido de las bombas eléctricas y al fluir acuático que manaba del subsuelo, como alfaguara vivificante y transparente que emerge a la superficie, cuyos mantos freáticos por entonces eran de mayor abundancia que los actuales. Hacíale honor a la palabra quechua Ica: agua que emana de la tierra.
Si desde el Pozo hubiésemos tomado la vía recta y nos hubiéramos dirigido hacia la Avenida Matías Manzanilla antes habríamos tropezado con la finca de don Fulgencio, que era anciano casi nonagenario. Don Fulgencio tenía en su huerta altos árboles repletos de higos y de pacaes, que él trepaba sin hacerle caso a la edad que llevaba sobre los hombros, tirándonos montones de frutos, bombardeándonoslos desde las alturas. Higos y pacaes en la lontananza de mis reminiscencias se relacionan y asocian con don Fulgencio trepando árboles. Volvamos al Pozo.
Si en lugar de tomar la vía recta y desde el Pozo del señor Aibar girábamos a la izquierda, ingresábamos en la más maravillosa de las alamedas iqueñas que recuerdo en mi vida. Dificulto que hubiera otra igual, ni similar siquiera en este Planeta Tierra. Era de no más de 300 metros. Iba ésta hasta juntarse con el camino en la curva hacia la Huega y Huacachina. Imagínense un paseo o calle arbolados, con ficus o robles o lo que fuere, de abundante ramaje, de robustos troncos de un metro de diámetro, por lo menos, que hacían túnel hacia el Jardín del Edén, hacia la gloria celestial que eran la Huega y Huacachina. En el centro había dos carrileras de unos cuarenta centímetros cada una, que coincidían con las ruedas de los vehículos. En la parte correspondiente entre esta alameda y la Avenida Matías Manzanilla, prosperaban terrenos de chacras, sembríos, algodonales. Al costado que daba hacia la Hacienda hallábanse algunas de las viñas malatestianas y sanjosecinas: justo al borde del camino, de este lado corría un riachuelito, o simple cauce cuando estaba seco, que en ocasiones dejaba fluir agua y, en otras, permanecía vacío, cuyo lecho lo constituía arena fina. Allí jugábamos Diana y yo. Era arena fresca, limpia, acogedora para recreo nuestro, para solaz de los niños, para escribir sobre ella el destino de cada uno.
Fue a lo largo de esta alameda que sirvió de tránsito para el circuito de carreras de carcochas que hubo en el 1949. Las recuerdo de todos los colores, convertibles la mayoría, con sus pilotos con cascos, vestidos como aviadores de la Primera Guerra Mundial. En eso ocurrió un pequeño choque: uno de los bólidos se estrelló contra otro y ambos conductores carcochistas saltaron sobre la borda de su respectiva carrocería, calancudos ellos, patimétricos y zanquilargos que daban la impresión de chupajeringas humanas.
Era al final de la misma alameda, en el extremo contrario al Pozo de Aivar, sombría y grata en el arrebato de su éxtasis, cuando en verano esperábamos uno de los dos o tres ómnibus – que primero fueron camiones – ómnibus pintados de amarillo y rojo, que hacían recorrido entre el centro de la ciudad y las nunca olvidadas Huega y/o Huacachina. Para llegar a la Huega desde este sitio era necesario continuar unos centenares de metros y tomar el desvío de la izquierda. Era éste lugar ameno, delicioso, paradisíaco; laguna más redonda y pequeña que la de Huacachina, rodeada de dunas y palmeras. Las únicas construcciones que recuerdo eran los cuartitos donde los bañistas se cambiaban. Siguiendo la inveterada costumbre peruana de cómo tratar lo bello, de la Huega no ha quedado sino vertedero de basura e inmundicias.
Pero si no se tomaba el mencionado desvío a la Huega sino que se continuaba de frente, íbase, como todavía ocurre, a Huacachina, que casi la siguió en su desgraciado destino y estuvo en peligro de secarse. Para salvarla -lo que demuestra que se puede cuando se quiere- se las ingeniaron para acarrearle agua por tuberías, cuyo líquido carece del sugerente olor penetrante y característico primigenios. Pero Huacachina perdura, y eso es bastante.

Vista panorámica de la laguna de Huacachina desde uno de los cerros circundantes
Fuente: Foto tomada de internet

Los recuerdos más lejanos, las escenas más remotas y antiguas de mi vida son precisamente de la Hacienda San José. Me conmuevo y emociono cuando los evoco y me viene a la memoria referencias como la fecha del 15 de enero de 1948 … Luego diré porqué. Al igual que los muebles de la casa, mi padre trabajando la madera me hizo un porfiado, trompos, un tractorcito, un velero, un jeep de casi dos metros en el que yo entraba, pedaleaba y avanzaba manejándolo yo mismo; además, nos hizo a mi hermana y a mí un columpio también del mismo material: madera. Ambos estaban sujetos al mismo travesaño sostenido por la misma base, que eran cuatro patas largas en forma de V invertida. El lado del columpio de mi hermana Diana era una silla. El mío, un caballito. Ese día jueves 15 de enero de 1948 – serían las 10.00 de la mañana, de una mañana soleada y trasparente, de firmamento excepcionalmente hermoso, como todos los de Ica –, estaba yo columpiándome en mi caballito cuando mi mamá salió de casa y me preguntó:
– Dime, Pupo, ¿de qué color quieres tu torta?
– ¿Qué colores hay? – inquirí–.
– Estos … – y me enseñó cuatro frasquitos de esencias, pomitos de etiquetas y tapones enroscados de los colores que contenían –: rojo, amarillo, azul y verde. Los observé y le señalé el verde:
– ¡Quiero éste!
– Muy bien, Pupo,… Sigue aquí jugando en tu columpio y no te me vayas lejos.
Se dio media vuelta y entró en la casa para cubrir la torta con baño verde.
Ese día de mi tercer cumpleaños descubrí que el verde es mi color preferido. Fue también hito de mi existencia porque desde allí, desde este preciso fechado instante también arranca el registro de mis recuerdos. Mi presente se fundía con mi ayer, y ambos prácticamente eran una y la misma cosa. Con el devenir del tiempo enriqueciose mi pasado, se abultó la carpeta de mis hechos y experiencias, de mi mundología, de mis evocaciones y remembranzas, pero también cuanto más avanzo me resulta evidente y siento que en relación proporcional se comprime mi futuro, hasta que llegue el día en que mi ahora y mi mañana sean idénticos.
***
Pensar en Ica y en su Hacienda San José es traer a la memoria a personajes como el camionero Candelario, a quien llamaban Candico. Candico fue marido de doña Isabel. Uno de sus varios hijos era de mi edad – le decían Chacha –, y era con él con quien preferencialmente yo jugaba. Candico fue hombre trabajador, de piel curtida por el Sol, alegre, risueño. Sus carcajadas descubrían sucesivas migraciones dentales. Me tomaba consigo en el camión cuando tenía que transportar carga a la ciudad. Una vez poseí un cañito con el que jugaba. Lo llevaba en el bolsillo. Fuimos al depósito de algodón que había por donde ahora están las empresas de ómnibus que hacen la carrera entre Ica y Lima. Yo saltaba y me dejaba caer sobre los montones de suaves copos blancos. Cuando hubimos de regresar a la Hacienda y nos hallábamos a medio camino, me percaté que no tenía el cañito en el bolsillo, y Candico tuvo la paciencia de regresar y buscarlo, pero no lo encontramos a pesar de sus esfuerzos y buena disposición, y me quedé sin mi juguete pero con el consuelo de las palabras de Candico.
***
El señor Meza fue otro personaje de aquellos tiempos. Empleando cañas tejía canastas y cestos de los más variados tamaños y formas. Cuando trabajaba la caña, Meza empleaba manos y pies transformándose en huso humano. El señor Meza urdió la canasta que sirvió de cuna a mi hermano Lucho. Mi padre hizo la base con ruedas sobre la que se colocó la canasta que le encargó a Meza. Un día a Meza lo mandaron a fumigar algodonales y, deseoso de experiencias, púsose en la boca la manguera de la fumigadora. Por poco se muere el huso humano; por poco la Hacienda se queda sin las canastas de Meza.
***
Otro, quien sí jamás bebía, fue Toribio el tractorista. De Toribio también me acuerdo su permanente sonrisa. Corría a su encuentro cuando yo oía a lo lejos el trac, trac, trac, trac del motor del tractor viniendo desde la dirección del Pozo. Toribio paraba la máquina y me subía, y así, desde la cúspide del asiento regresaba yo feliz a la Hacienda.
***
Había una señora de raza negra, de nombre Candelaria, que caminaba con un atado a las espaldas, como si hubiera nacido con él, sujetándolo por sobre el hombro y, por lo tanto, inclinada hacia adelante, como si de subir cuestas se tratara. Algo me sobrecogía de esta señora doña Candelaria: quizás en mi imaginación infantil la creía maestra en hechicerías cachicheñas, y la afiliaba con conciliábulos de duendes, con conspiraciones de brujas, con aquelarres y encantamientos.
***
El jardinero don Juan Anchante era hombre de unos cincuenta años. Trigueño él, de contextura fornida, de caminar con las manos ocupadas tirando mangueras como jalando cabos, como los vaporinos, llevando en ellas algún rastrillo, tridente, hoz o tijeras de las grandes, siempre servicial y atento. En Ica caían aguaceros copiosos, y cuando tal cosa ocurría el techo de la casa dejaba pasar goterones. En cierta oportunidad mi madre le pidió a don Juan Anchante que cubriera las goteras, las perforaciones del cieloraso, y él, con ayuda de escalera de mano que apoyó contra la fachada blanca subió inmediatamente al techo. Recuerdo cuando mi mamá le advirtió que tuviese cuidado porque el techo estaba de mírame y no me toques. Don Juan Anchante le respondió:
– Uno, señora doña Augusta, muere en el día, no en la víspera.
No sé si pasó mucho o pasó poco, posiblemente no transcurriera ni un mes, ni dos semanas siquiera de este suceso. Una mañana temprano, cuando salí de casa noté varios corrillos de personas que comentaban en voz baja: durante la madrugada la mujer de don Juan Anchante sintió que éste roncaba de manera desacostubrada, extraña: un ataque cardíaco lo sorprendió durmiendo y falleció fulminante, repentinamente.
***
Don Genarito era hombre de edad provecta. Por entonces había superado la mitad del octavo decenio del parto que lo trajo a este mundo. Era espigado, delgado, más alto que bajo, lo que significa que en sus buenos tiempos aventajó el promedio de estatura general. Siempre atildadito y limpio. Siempre alisado, como si le hubieran planchado el terno con don Genarito puesto. Como si una aplanadora hubiera pasado sobre él y su terno. Era un anís. Unas veces vestíase con su ternito de color azul claro y, otras, con el marrón, los dos a rayas delgadas. Denotaba rancia elegancia, prestancia, porte, distinción… ¡La decencia obliga! Con ambas vestimentas llevaba chaleco y me gustaba verle su chaleco, donde una cadenita de plata bajaba desde el botón cercano al corazón hasta el bolsillo izquierdo. Don Genarito fue un archivo y a la vez abastecedor de estampitas religiosas, que regalaba a mi hermana Diana. Diana se le acercaba cuando lo veía, y él, sin que nadie le dijera nada sacaba su misal y pasaba sus hojas, de las que extraía una o dos cartulinas con sus respectivas viñetas de algún varón o fémina beatos o canonizados. Con el amparo de don Genarito mi hermana Diana llegó a tener buen número de estampitas, que coleccionaba junto a platinas -papelillos coloridos de chocolates-, que alisaba con la uña del pulgar derecho.
En una ocasión para su mala suerte, don Genarito prometió regalarme una bolsa de bolas, de ésas con que los niños juegan, hechas de vidrio, y que hasta ahora se venden y compran en los mercados del Callao y del Perú. Bolsas donde vienen cien unidades, cien bolitas de diversos colores, dentro de una malla amarilla. Oportunidad que lo veía era preguntarle:
– ¿Cuándo me trae mis bolas, don Genarito?
Una tarde – serían las tres o tres y media –, estando afuera, jugando en el jardín central de la casa-hacienda, correteando sapos, que me gustaba meterlos en el agua para verlos nadar y bucear, vi a don Genarito y me le acerqué. Le recordé su promesa. En ese momento Graciano Muñante, el chofer de la Hacienda partía para una gestión en la ciudad. Sin consultar con nadie don Genarito y yo subimos al auto y nos fuimos con Graciano. Llegados que hubimos Graciano estacionó el carro en uno de los lados de la Plaza de Armas. El venerable anciano y yo nos bajamos y fuimos hasta la tienda del señor Pun, y me compró las ansiadas bolas. Dentro de la bolsa, que era, repito, una red amarilla, las había de todos los colores, sin que faltaran las lecheras o lecherongas, ésas de la buena suerte. Cumplida tan importante y principal parte del negocio, ambos regresamos a la Plaza de Armas y al auto, donde nos reencontramos con Graciano que había ya realizado el encargo que lo llevó a la ciudad, y muy orondos y sueltos de huesos deshicimos el camino hacia la Hacienda.
Todo fue llegar y noté que algo raro ocurría: ante mi repentina ausencia mi mamá salió a buscarme y no me vio por ningún sitio. Pensó lo peor. Pensó que me había ido más allá de la carpintería, más allá del canchón de vacas y del corral de carneros destechados, hasta la acequia en que franqueándola y atravesando campos se llegaba a Cachiche, y en su imaginación desesperada me veía caído en sus aguas, jalado por la corriente, correntada que me habría arrastrado sin posibilidad de salvación. Mi mamá lloraba. Los circunstantes la circundaban y consolaban, y le aseguraban que sí, sí me habían visto jugar en el jardín, pero no irme en la dirección que ella sospechaba y temía.
Llegamos, digo, y Graciano estacionó allí cerca del grupo. Al abrirse la puerta trasera don Genarito y yo bajamos sonrientes, dichosísimos. En mis manos portaba la bolsa de malla amarilla con bolas que don Genarito me regaló. Mi mamá, liberada del peso de la angustia, corrió hacia mí, me abrazó con fuerza y lloró imparablemente.
Habiéndome referido a don Genarito, agregaré que el hecho que yo lo quisiera y estimara no impedía que le jugara alguna mataperrada. Ésta consistía en que cuando iba a la casa y conversaba con mi mamá o con mi abuela Lucha, no bien él entraba cuando yo por detrás suyo, y sin que mis mayores lo advirtieran, silenciosamente le seguía los pasos con el flit, fumigándole con DDT las espaldas. Don Genarito era sordo, pero conservaba el sentido olfatorio puesto que tosía y estornudaba de acuerdo a la intensidad de la vaporización a que lo sometía. Cuando lo victimizaba, sin darse cuenta que yo era el responsable de las pulverizaciones, les decía a mi mamá o a mi abuela:
– No sé, señora doña Augusta (o señora doña Luisa) por qué carraspeo, toso y estornudo cuando vengo a esta casa … Algo hay aquí que no me asienta.
Espero que don Genarito, allá donde él está, me haya perdonado las travesuras infantiles. Que sepa que hasta ahora le guardo gratitud por comprarme las bolitas prometidas.
***
Quizás, de todos los miembros de su familia, fue la señora doña Rosa quien tuvo más cercanía con nosotros, al menos conmigo, ello porque su casa y la nuestra daban frente por costado, respectivamente. Recuerdo que había un porongo que superaba mi estatura, de arcilla color anaranjado ladrillo a pocos metros de la fachada de mi casa, que me gustaba golpearlo para escuchar la grave, queda y amortiguada resonancia que emergía de su embocadura, eco incrementado si lo percutía con objeto duro. Anhelante de efectos sonoros, en cierta oportunidad -tendría yo por entonces cuatro años- eché mano a una piedra … No tardó en aparecer la señora doña Rosa:
– Diana … Dianita… Dile a Pupo que no golpee el porongo porque lo puede romper.

La señora doña Rosa Malatesta de Albrizio (1908-1989)
Obsérvese la efigie de su padre en el broche
Fuente: Foto propiedad del autor de la narración

Ya en mi edad adulta intercambié cartas con ella, y fue la señora doña Rosa quien me proporcionó las fotos que me pertenecen y que ahora publico en este relato. Recuerdo que le envié una mía tomada en Estonia, donde aparecía yo de espaldas. Doña Rosa me respondió con el comentario:
– Pupo …: nunca más ya nos veremos en esta vida.
Doña Rosa murió en 1989 dejándome un vacío en el alma.
***
Para airear las camas mi mamá solía enrollar los colchones y dejarlos sobre las mismas, operación que efectuaba también con el colchón sobre el que dormíamos con mi abuela Lucha. Fue un atardecer cuando lo vi enroscado y a modo de manjar blanco en pionono me metí dentro de él. Al poco rato me llamó mi mamá, que no me veía y había quedado nerviosa con la reciente experiencia de la acequia y de las lecherongas de don Genarito:
– ¡Pupo!
– ¡Aquí estoy…! – le contesté –.
A pesar que estábamos en la casa y hasta en la misma habitación o, moviéndose ella en cuartos contiguos, mi mamá escuchaba mi voz distante, lejana, remotísima.
– ¡Pupooo!
– ¡Aquííí estooyyy! – le respondía –.
Buscaba por todas las habitaciones y por todos los rincones, y como mi voz, aparentemente venía desde la distancia de varios kilómetros, desde algún sitio incierto y escondido del Universo, pensó que le respondía desde afuera. Salió, pues, por la puerta falsa, y miró detrás de los árboles, detrás de las plantas, y nada. No me encontró detrás de nada. Simplemente no me encontró. Por unas rejas de madera que allí había junto a unos arbustos de naranjitas Quito oteó hacia los viñedos. Tampoco nada. Caminó hacia la casa y me llamó de nuevo:
– ¡¡¡Puuupoooooo!!! – gritaba ya con desesperación –.
– ¡¡¡Aquí estoooooyyy!!!
Y así duró el juego hasta que me descubrió y me resondró.
***
En la oficina, con mi padre trabajaba un señor maduro de apellido Cajo. Cajo era cojo, y usaba bastón para apoyarse al caminar. También era empleado un hombre joven, quizá algo menor que mi papá, de apellido Loli. Loli fumaba y se divertía dándome a escondidas alguna pitada o chupada pucheras, que me hacía toser. Entonces reía. Era su sana manera de divertirse.
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Refiriéndome al Hospital Obrero de Ica, me viene a la memoria la figura de la señora doña Soledad de la Quintana, quien trabajaba en dicho hospital-maternidad. Fue la señora doña Soledad de la Quintana mujer de grueso calibre y de no muy alta estatura ya que no superaba el metro sesenta, que no estaba mal para la época. Que yo supiera, no era ni médica ni barchilona, sino enfermera-comadrona muy dedicada a ayudar al prójimo, sobre todo a las parturientas. Medio Ica había nacido bajo su atenta mirada. Debajo del guardapolvos blanco inmaculado vestíase con atuendos de colorines, que la asemejaban a ave psitaciforme, más de la amazonía que de tierras iqueñas. Especial atracción constituía su maquillaje. La señora doña Soledad de la Quintana lo usaba a kilos, y se lo untaba profusamente. Había nomás que mirarle el colorete de los labios, de rojo intenso, administrado a la moda de las películas argentinas de la época. No hay pluma que describa las chapas y polvos con que se embadurnaba mentón, mejillas – redondos cachetes en ella – y frente. El negro azabache de pestañas, cejas, párpados y ojeras, como también del pelo, tintes y afeites verdaderamente diabólicos le daban cercano parentesco con las brujas de Cachiche. Conjeturo que tan reputada y célebre dama fue cuco de niños, al menos de los niños chalacos.
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Hubo otra señora de corazón excelente. La señora doña Delia de Reyes vivía en una de las cuadras, como en la tercera, de la calle donde se halla el edificio de la Universidad. Dejé de verla en 1951 y, cuando once años después fui otra vez a Ica ella se había mudado y nadie me daba razón de su nuevo domicilio. Tanta fue, sin embargo, mi persistencia y deseos de ubicarla que a las dos horas del inicio de mis pesquisas e indagaciones localicé su departamento en el segundo piso de una Unidad Vecinal. La recuerdo sonriente, maternal y cariñosa. Retorno a la Hacienda San José.
Dije anteriormente que el señor don Alfredo Malatesta León fue en Ica el primer propietario de los primeros autos que rodaron por esa ciudad, y del primer tractor con que araron los campos. Los restos del primer tractor iqueño dormían ya el sueño de los justos al frente del corral abierto que guardaba las ovejas y carneros, cerca de la famosa acequia. Allí, hasta lo alto del asiento de metal lleno de huecos como queso gruyere, asiento hecho para facilitar en su día la evaporización y dispersión de flatulencias (que debían ser intensísimas con los pallares y garbanzos iqueños), subía yo a jugar imitando con los labios el trac, trac, trac, trac de su época útil, laboral, cuando el antecesor de Toribio lo manejaba. Al lado había troncos, muchos troncos, que estuvieron por tiempo, y dentro de los cuales las gallinas de los alrededores se entremetían a protegerse del Sol y a poner huevos.
***
Recuerdo el terremoto de Ica del domingo 10 de diciembre de 1950. Sé que fue de noche, quizás de madrugada, pero no puedo precisar la hora. Diana y yo dormíamos y el sismo debió producirse durante nuestro sueño ya que mis padres al despertarnos vi que nos envolvían en frazadas para sacarnos rápidamente de casa. Noté que las paredes estaban cuarteadas y que en muchos sitios se había desprendio su revestimiento, parte del cual se veía sobre nuestras camas. Salimos y así estuvimos buen rato afuera, hasta que la tierra se calmó y los adultos consideraron que era ya tiempo de retornar a casa.
No bien amaneció y tomamos desayuno subimos al chanchito y nos fuimos a dar una vuelta por Ica, donde eran evidentes los daños sufridos por los inmuebles. Llegamos a la Urbanización de Luren y, así como recuerdo, al fondo había una fábrica de reciente construcción. Mi padre bajó y vi cuando tomó un trocito de pared y lo estrujó entre los dedos, pulverizándolo sin mucho esfuerzo, e hizo el comentario que con tal mezcla de cemento no había sido raro el que se viniera abajo.
Estas imágenes son todo lo que conservo de aquel suceso.
***
Los dos o tres automóviles mencionados al principio estaban abandonados al otro lado del edificio enjalbegado del lagar, hacia la laguna, donde cruzando ésta estaba la casa de don Luis Malatesta Boza (1915-2013), uno de los hijos del dueño recientemente fallecido. Quien vaya ahora a la Hacienda San José encontrará parras en lo que por entonces fue laguna de aguas verdosas, huacachinescas, surcadas por patos y cisnes, que en la actualidad pertenecen al reino de la evocación.
También allí los carros estaban a mi disposición. Eran descubiertos. No tenían capota. Los fabricaron convertibles. Las carrocerías, víctimas del Sol por espacio de decenios quedaron imprecisamente azules, pero de garzos desleídos, grisáceos. Eran de color indefinido. Abría sus puertas y me sentaba en sus desvencijados asientos cuidándome de no toparme con alguna alimaña. Enseñoreándome del timón y las palancas recorría los caminos del mundo.
Así, se sucedieron los días, las semanas, los meses y los años hasta que mi padre decidió retornar al Callao.
***
El último viaje Ica-Lima de mi niñez lo hicimos mi mamá y yo con el padre Alcalde, que así se apellidaba uno de los sacerdotes amigos de la Hacienda. Lo hicimos en el Ford de don Alfredito junior (1913- ¿…?), quien además fue padrino de bautismo de mi hermano Lucho. El viaje quizás hubiera quedado relegado al olvido si no hubiese sido por el festivo carácter del padre Alcalde, quien hizo riéndose, al contado y en efectivo, sin plazos ni capítulos, los más de 300 kilómetros que nos separaban de nuestro destino.
El padre Alcalde era más ancho que largo, sin que habiera mucha distancia de su cenit a su acimut, y casi de perfecta circunferencia en la línea ecuatorial que pasaba por su ombligo. Lucía bruñida testa donde ni de muestra le había quedado hebra de pelo para asentar ni alisar. Entre conversaciones y silencios, silencios de mi mamá, que escuchaba atenta, y menos de don Alfredito junior, que ejercitaba la palabra denotando que no sufría de afasia, intercambiaba temas con el padre Alcalde, que hablaba y reía por los cuatro juntos, llegamos a Jaguay, que no pasaba de ser lugarejo con unas cuantas chozas de carrizo y cañas de bambú y techos de paja, punto terráqueo en el que don Alfredito aparcó para que almorzásemos.
Las mesas eran elementales: una plataforma maciza sostenida por cuatro fornidas patas redondas. Las sillas del mismo estilo, con asientos de totora, así como hacían y hasta ahora hacen las silletitas para que jueguen las niñas. El menú que tomamos fue en parte marítimo -si no estoy demasiado descaminado-, que consistió en chupe, y en un segundo plato de carne, papas fritas y huevos. Sí recuerdo como si hubiese sido ayer que el padre Alcalde fue quien más entusiastamente recibió el condumio manducándolo entre risas y jolgorios de principio a fin tras señal de la cruz y oración respectiva, brevísimas. Al concluir y levantarse los manteles expresó sapiencial sentencia que hasta ahora me suena en los oídos:
– ¡Barriga llena, corazón contento!
Quien vaya ahora a Ica, desde algunos sitios de la Avenida Matías Manzanilla o desde ciertos puntos del camino a Cachiche, a Comatrana o a Huacachina verá la cruz -si es que no se ha venido abajo por el peso de los años y de los pecados del mundo-, si es que aún se alza en la punta de la aguja de la torre de su capillita, de la que pendía la campana que don Alfredo Malatesta León tilindondoneaba jalando la soguilla, a las 12.00 del mediodía y a las 6.00 de la tarde, invitando a la oración del Ángelus.
La Hacienda San José, a modo de feudo o castillo o alcázar fortificados, medievales, se encuentra rodeada de murallas, pero sin foso -sin siquiera la acequia en dirección a Cachiche-, donde alrededor del mismo baluarte apareció y creció esa parte de la ciudad desarrollándose de manera inesperada como consecuencia de la reforma agraria. Se debe a puro milagro que lo que queda de los predios malatestianos todavía no hayan sido engullidos, devorados, embuchados o tragados inmisericordemente por el cemento armado. Si tal cosa aún no le sucede a la Casa-Hacienda San José de la familia Malatesta es para que no se ponga en entredicho el Poder Divino, quien de vez en cuando, aunque rarísima y extemporáneamente en las cosas humanas, compadeciéndose de lo bello terrenal, realiza milagros preservándolo.

Ricardo E. Mateo Durand
El Callao (Perú)
Tartu (Estonia)

 

 

 

 

 

Manifiesto

Hoy llega al ámbito electrónico y, por lo tanto se hace de dominio público nuestra página cultural independiente EL CALLAO, ubicable en la dirección www.el-callao.com

EL CALLAO ve la luz en circunstancias que sistemáticamente se incrementa el interés por el acercamiento y relación de las personas en beneficio de la correspondencia fecunda entre ellas mismas y entre los pueblos. Aspira a ser ventana y nexo adicionales para los naturales de nuestra ciudad portuaria, residan dentro de sus límites territoriales o en el extranjero, así como para individuos y grupos familiares o sociales que eligieron nuestro Primer Puerto para radicarse y contribuir con sus labores cotidianas en su ulterior avance hacia niveles superiores. Igualmente, en consonancia con el espíritu y mentalidad universalistas del hombre de nuestra tierra, será abierto y vasto en perspectivas, como el mar océano que lo baña, por lo que en EL CALLAO también tendrán cabida aquéllos que sin ser chalacos ni residir dentro de sus límites territoriales deseen espacio para expresar en sus páginas lo que deseen comunicarnos. Por lo dicho, quedan todos invitados a participar.

Ambicionamos, pues, aportar siempre de manera perfectiva lo excelente que esté a nuestro alcance, como las demás páginas o redes electrónicas hermanas ya existentes – o las que se organizaren en el futuro – que tienen al Callao por ideal, y brindar nuestra cuota de esfuerzo en esta noble tarea común, lo que nos recomienda a ratificar que nuestra página EL CALLAO no surge para competir ni rivalizar ni pugnar con nada ni con nadie, ni con propósitos de opacar a ninguno, sino, repetimos, para cooperar con flexibilidad y tolerancia, estimulándonos recíprocamente a través del intercambio de noticias, reseñas, conocimientos o actitudes y aptitudes positivas; favoreciendo civilizadamente erudición, sapiencia y sabiduría en ambiente de distensión y concordia entre participantes y lectores.

EL CALLAO alienta a escribir trabajos de las más diversas índoles, como cuentos, relatos, epístolas, memorias, ensayos, historias, narraciones varias en prosa o poesía, en el género que más le agrade a su creador, cuyas composiciones, previa aceptación, serán publicadas ad honórem, sin cobros ni pagos ni retribuciones monetarias para nadie habida cuenta que EL CALLAO es página NO LUCRATIVA. Por lo mismo, que cualquiera tome de él el material que desee con el único compromiso de indicar la fuente, procedencia y nombre del autor, derecho que también practicaremos nosotros sin limitaciones.

EL CALLAO no se responsabilizará por los contenidos de los textos publicados, y tampoco impondrá censura alguna. Serán la propia calidad ético-moral de cada colaborador y su propia conciencia las que iluminen su camino, como también quien lo lea el que juzgue y enjuicie su trabajo.

En el primer párrafo indicamos que EL CALLAO es página CULTURAL. La cultura, como entendemos, abarca todo el espectro del quehacer y sentir humanos, lo material y espiritual inherentes a personas de ambos sexos. En su comprensión más dilatada, incluye conceptos que van desde la más humilde producción y reproducción de bienes materiales, palpables y tangibles, hasta la de los logros intelectuales, intangibles e incorpóreos más elevados. EL CALLAO alentando, estimulando y difundiendo simultáneamente valores chalacos y ecuménicos, se mantendrá al margen de partidismos, facciones, parcialidades y banderías. EL CALLAO honrará y se guiará por principios de Verdad, Honestidad, Justicia, Independencia y Libertad, de respeto al prójimo y a la vida en sus más diversas formas y manifestaciones, de consideración y defensa de nuestra identidad, de protección al medio ambiente y de preservación de nuestro planeta Tierra, que, en definitiva, es el único hogar que disponemos y que nos pertenece a todos.

Ricardo E. Mateo Durand

ricardomateo1945@yahoo.com

Tartu (Estonia)

El Callao (Perú)

Inaugurando nuestra página electrónica cultural El Callao, nos satisface reproducir Conversión de un libertino, narración correspondiente a las Tradiciones Peruanas, autoría de don Ricardo Palma (1833-1919). Incluimos ilustraciones tomadas de internet e intercaladas por nosotros en el texto.

Don Ricardo Palma Soriano
Don Ricardo Palma Soriano   (07.02.1833-06.10.1919)

Un faldellín he de hacerme 

de bayeta de temblor,

con un letrero que diga:

¡misericordia, Señor!

(Copla popular en 1746)

En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso.

Plano de la ciudad del Callao
Plano de la ciudad del Callao (Fuente: Internet)

Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja.

Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta.

Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.

El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido con otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para levantar del suelo con la boca y sin auxilio de las manos un cacharro de aguardiente. A la vez y llevando el compás con palmadas cantaban los circunstantes:

«Levantámelo, María;
levantámelo, José;
si tú no me lo levantas
yo me lo levantaré.
¡Que se quema el sango!
¡No se quemará,
pues vendrán las olas
y lo apagarán!».

Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la bailarina más asquerosamente lúbrica en sus movimientos. Eso era para escandalizar hasta un budinga. Con decir que la jarana era de las llamadas de cascabel gordo ahorro gasto de tinta.

La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que, nacido en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bien es indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la pareja que lo baila, puede tocar en los extremos: fantásticamente espiritual o desvergonzadamente sensual: habla al alma o a los sentidos. Todo depende de la almea.

Refieren que un arzobispo vio de una manera casual bailar la mozamala, y volviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó:

-¿Cómo se llama este bailecito?
-La zamacueca, ilustrísimo señor.
-Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de la carne.

Ilustración de Arnoldus Montanus (1671) hecha desde el mar hacia la ciudad del Callao (Fuente: internet)
Ilustración de Arnoldus Montanus (1671) hecha desde el mar hacia la ciudad del Callao (Fuente: internet)

Acababan de picar a bordo del navío de guerra San Fermín (construido en 1731 en el astillero de Guayaquil, con gasto do ochenta mil pesos) las diez y media de la noche, cuando un ruido espantoso, acompañado de un atroz sacudimiento de tierra, vino a interrumpir a los jaranistas. Pasado éste, y sin cuidarse de averiguar lo ocurrido en la población, volvió aquella gentuza a meterse en el chiribitil y a continuar el fandango.

Un cuarto de hora después Juan de Andueza, que habla dejado su caballo a la puerta del lupanar, salió para sacar cigarros de la bolsa del pellón, y de una manera inconsciente dirigió la mirada hacia el mar. El espectáculo que éste ofrecía era tan aterrador, que Andueza se puso de un brinco sobre la silla, y aplicando espuela al caballo, partió al escape, no sin gritar a sus compañeros de orgía:

-¡Agarrarse, muchachos, que el mar se sale y apaga el sango!

En efecto, el mar, como un gladiador que reconcentra sus fuerzas para lanzarse con mayor brío sobre su adversario, se había retirado dos millas de la playa, y una ola gigantesca y espumosa avanzaba sobre la población.

De los siete mil habitantes del Callao, según las relaciones del marqués de Obando, del jesuita Lozano y del ilustrado Llanos Zapata, no alcanzó al número de doscientos el de los que salvaron de perecer arrastrados por las olas.

El terremoto, habido a las diez y media de la noche, ocasionó en Lima no menores estragos; pues de setenta mil habitantes quedaron cuatro mil sepultados entre las ruinas de los edificios. «En tres minutos -dice uno de los escritores citados- quedó en escombros la obra de doscientos once años, contados desde la fundación de la ciudad».

Aunque los templos no ofrecían seguro asilo, y algunos, como al de San Sebastián, estaban en el suelo, abriéronse las puertas de las principales iglesias, cuyas comunidades elevaban preces al Altísimo, en unión del aterrorizado pueblo, que buscaba refugio en la casa del Señor.

Entretanto, ignorábase en Lima el atroz cataclismo del Callao, cuando después de las once, un jinete, penetrando a escape por un lienzo derrumbado de la muralla, cruzó el Rastro de San Jacinto y la calle de San Juan de Dios, y viendo abierta la iglesia de la Merced, lanzose en ella y llegó a caballo hasta cerca del altar mayor, con no poco espanto del afligido pueblo y de los mercenarios, que no atinaban a hallar disculpa para semejante profanación.

Detenido por los fieles el fogoso animal, dejose caer el alebronado jinete, y poniéndose de rodillas delante del comendador, gritó:

-¡Confesión! ¡Confesión! ¡El mar se sale!

Tan tremenda noticia se esparció por Lima con velocidad eléctrica, y la gente echó a correr en dirección al San Cristóbal y demás cerros vecinos.

No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan infinita.

El virrey Manso de Velazco estuvo a la altura de la aflictiva situación, y el monarca le hizo justicia premiándolo con el título de conde de Superunda.

Panorámica artística del Callao vista desde el mar
Panorámica artística del Callao vista desde el mar
(Fuente: internet)

Juan de Andueza, el libertino, cambió por completo de vida y vistió el hábito de lego de la Merced, en cuyo convento murió en olor de santidad.

Texto tomado de: http://es.wikisource.org/wiki/Conversi%C3%B3n_de_un_libertino