EL COCINERO CHINO

La familia de I era de rancio abolengo. Sus antepasados poseían pergaminos que demostraban fehacientemente su prosapia y estirpe de antigua alcurnia en alianza incuestionable con otros de similar linaje que realzaban su nobleza de sangre. Aparte de los añejos títulos emparentados con el poder y la riqueza ­poderío y opulencia son hermanos gemelos­, los bisabuelos y abuelos de la señora doña Angélica de I habían demostrado talento para adaptarse a la novísima república y a su agitación, inquietudes y actividades comerciales que trajo el siglo XlX. En su conjunto, tanto como familia como en sus elementos individuales constituyentes de la misma, toda y todos se aclimataron tan bien a los nuevos tiempos que aprendieron a navegar en los más impetuosos mares, y a sacarle provecho a la situación cualquiera que ésta fuera.

Por la época en que conocí a una de sus descendientes, la referida señora doña Angélica, vástago de la mencionada familia, poseía mansión que quedaba por lo que ahora son las primeras cuadras de la Avenida Salaverry, por entonces todavía lugar sosegado y tranquilo, allá, no muy lejos del sitio aquél por donde no hacía mucho fue el Bosque Matamula, zona apacible, de excelente aire y de ozono puro por su condición de área un tanto alejada del centro de Lima.

La mansión ocupaba una manzana completa. El edificio principal erigíase en el centro del solar teniendo más allá un cenador preciso para los almuerzos en días cálidos y veladas de noches templadas, con su glorieta vecina para conversaciones, tertulias y bailes a que los ágapes de entonces traían consigo. Allí era usual la praxis dedicada a Ludi Floreales, pero no en su versión de desenfrenos sensuales sino para el sano ejercicio de las bellas letras. Así, lo que pudo haber sido licenciosos encuentros íntimos se convirtieron en citas literarias, poéticas; de inspiraciones líricas, elegíacas, bucólicas, épicas, pastoriles e idílicas, con lo que queda claro que hallábanse relacionados con la grata vertiente de juegos florales en inspiradora atmósfera teniendo a la redonda por igual árboles oriundos del Perú como aquellos otros de procedencias varias ambientados en nuestra dichosa tierra. Un poco más allá estaba la piscina, no de medidas olímpicas pero sí para el cómodo aprendizaje y la práctica sin trabas de la natación. No muy lejos, el estanque con lotos y peces de colores traídos del lejano Oriente era deleite y regocijo para la vista.

Dentro del inventario de bienes patrimoniales heredados de sus mayores, sin contar los inmuebles y muebles, que eran cuantiosos, la señora doña Angélica se vio convertida en dueña de uno semoviente de particularidades muy especiales que respondía al nombre de Fuchi­fu.

Acerquémonos a él. Mirándole el rostro, Fuchi­fu parecía palimpsesto borrado y escrito repetidas veces, tantas que ni paleontólogos ni paleólogos ni paleógrafos ni grafólogos ni expertos en críptica ni geólogos ni arqueólogos ni curtidores ni restauradores de pergaminos y cartón ni consumados papirólogos ni egiptólogos ni orientalistas ni sinólogos ni versados en Manuscritos del Mar Muerto ni de los de Nag Hammadi ni ningún avezado técnico de disciplinas ni ciencias habidas y por haber era capaz de determinar su edad matusalénica. Por la época a que nos referimos todavía no se habían descubierto las aplicaciones del carbono­14. Así, pues, la data de nacimiento como la longevidad de Fuchi­fu continuaron siendo misterios y enigmas indescifrables.

Sabíase sí, que siendo muy joven, entrando recién en la adolescencia salió del Celeste Imperio fugándose por Hong Kong. Pasando mil de privaciones, penurias, peripecias, carencias y naufragios vino a tomar tierra en una de las plantaciones del norte del Perú, donde captado no mucho después por sus eximias cualidades gastronómicas, el dueño de un ingenio azucarero, abuelo de la señora doña Angélica lo destinó a la cocina de su casona.

Fuchi­fu era asiático más bien bajo que de estatura media, más todavía cuando los años le habían hecho perder alzada. Lucía complexión casi esquelética pero sano y vital a toda prueba independientemente de su apariencia enteca, esmirriada y canija. Era hombre a quien todos compadecían por creerlo cerca de la sepultura, pero por incomprensibles paradojas era él quien enterraba a todos. Era ágil de naturaleza, rapidez que conservaba por la costumbre de deambular por los jardines, follaje y frondosidades de la finca persiguiendo animalitos que, por testimonio bajo juramento del jardinero, del agente particular de baja policía, del mayordomo, de la mucama y del ama de llaves, se trataba de batracios y roedores, aunque al regresar Fuchi­fu sólo enseñara manojos, gavillas y haces de yerbas producto de sus frecuentes excursiones que se extendían hasta coordenadas bosquematamulense.

Cualquiera hubiera afirmado que se trataba de austero monje budista o de tímido, insociable y huraño asceta solitario. ¡Nada más lejos de la realidad!: Desde antiguo había trabado amistad con compatriotas suyos, que en su mayoría residían y trabajaban en chifas del Callao, ciudad a la que de vez en cuando bajaba yéndose en carreta o carromato jalados por caballos de desgarbada estampa ­caleta y calomato decía él­, o en tlanvía, cuando estos empezaron a funcionar a principios del siglo XX.

Si la edad de Fuchi­fu era enigma pitagórico, igual ocurría con sus habilidades y pericias culinarias. Fuchi­fu hacía sopas y condimentaba adobos y guisos que eran simbiosis de la novena maravilla del mundo antiguo y moderno.

Algunas veces tentaron al abuelo para que vendiera la casona, transacción que no llegó a feliz término para el potencial adquirente debido a que el dueño se negó en redondo venderla con chino y todo. El negocio de la enajenación era incluyendo a Fuchi­fu. La cosa resultaba clara para el adquisidor: compra con Fuchi­fu porque si no, no había trato. La casona y todo lo que constituía la propiedad completa sin Fuchi­fu perdía por lo menos la mitad de su valor y cotizaciones.

Así fue como nuestro cocinero se convirtió en pontífice infalible, irrebatible desde su solio en ciencias culinarias y, por tanto, en inamovible personaje de aquella heredad. Su palabra, siempre que no excediera los límites de la cocina, devino en dogma y en artículo de fe.

Pasaron años, lustros y decenios hasta llegar a los tiempos a que me referí al principio de esta verídica narración. Con sopas y cazuelas tan destacadas obvio era que nunca faltaran comensales sentados a la mesa de la señora doña Angélica, sobre todo los autoinvitados profesionales, vástagos de familias capitalinas de campanillas venidas a menos, acuciados por hambre tenaz, desempleados y persistentes ociosos voluntarios, huéspedes que en El Callao se designa con términos múltiples: gargantas, paracaidistas, gorriones, gorrones, gorristas y gorreros. No era que formaran legión los gargantas, todos muy atildados, muy acicalados y emperifollados sin un centavo en el bolsillo, pero fechas y oportunidades hubo en que, sin duda por telepatía o arcana intuición, acudían en tropel a saborear la manduca fuchifusiana. Pasemos ahora a la cocina…

… la misma donde Fuchi­fu era soberano y señor de impenetrable reino. Era ésta de magnitudes apreciables. Sus medidas, al igual que ciertos templos se computaban en longitud de Oriente a Occidente, en latitud de Norte a Sur, en profundidad desde la superficie del suelo hasta el centro de la Tierra y, en altura, desde la superficie del suelo hasta la bóveda celeste, todo incrustado en la intemporalidad o atemporalidad más absolutas. La alacena se hallaba en una de las paredes, tan ancha y alta como la muralla en la que estaba empotrada. Había espacio para comestibles y verduras de todas las especies y climas, tanto tórridos como templados y fríos. También estaba la sección para cacharros de todo tipo: cucharas, cucharones, rodillos, vasijas, escudillas, bacías, cuencos, ollas de barro y metal, ánforas, cántaros, botijos, alcarrazas, marmitas, tazas, tazones, jofainas, poncheras, boles y mil otros recipientes propios de su arte y oficio, multinacionales y multiculturales.

El mastodonte que servía para cocinar contaba de cuatro fogones y un horno, en cuyos vanos del hogar, abajo de las parrillas, se introducía la leña o el carbón de palo, que luego se prendían utilizando astillas del mismo madero o papel de periódico ­designado papel de comercio­, hasta que los tronquitos después de paciente combustión quedaran convertidos en ascuas y rescoldos, todo a fuego lento, que era secreto de su industria. Cuando la flama tardaba en avivarse o se apagaba, entonces rociábanse con kerosene los trozos de leña o de carbón, lo que aseguraba categórica ignición.

Poseía también hornillos primus que usaba alternativamente. Sus primus echaban más fuego que soplete de gasfitero. Podía desarmarlos y armarlos hasta con los ojos vendados, sin fallar en la instalación exacta de parrillas, quemadores, empaquetaduras y niples. Nunca se le reventó ninguno.

Las ollas familiares de esas dichosas épocas eran como las que se empleaban para cocer el rancho de la tropa, ello porque había que estar preparados para las ya reveladas visitas inesperadas y espontáneas, de cuyo número ni las predicciones de San Malaquías y de Nostradamus juntos hubieran acertado. Así, Fuchi­fu ponía sobre los fogones recipientes que más eran pailas que otra cosa. Daba gusto, en el caso que hubiera sido posible observarlo en tales menesteres, ver cómo llenaba de agua y metía carnes y vegetales para luego hervirlos hasta que el borboteo y burbujeo sonaban como sinfonía para sus oídos. Cuántas ocasiones hubo en que la señora doña Angélica solicitó la gracia de hallarse presente durante los cocimientos para aprender también ella de tan eminente maestro, merced que siempre le fue denegada por el ilustre chef, negativa que no sólo se extendía a ella sino también la hubiera dado al mismo Cristo, si sólo para tal gestión hubiese bajado del cielo.

Pero todo se logra dándole tiempo al tiempo y haciendo gala de paciencia. La serena dama a modo de sugerencia había ordenado al jardinero con la mayor reserva que sin aspavientos ni énfasis le avisara cuando algún instante de ausencia de Fuchi­fu la ayudara a introducirse en su feudo. Cumpliose la coyuntura favorable en circunstancias en que éste salió para arrancar de cierta mata un puñado de hierba sazonadora. La señora doña Angélica ingresó en recinto por tantos años vedado. Miró hacia uno y otro sitio. Repasó la alacena, la despensa, los armarios, las ménsulas y anaqueles con rápido examen. No hubo para ella repisa inadvertida. Todo se hallaba impecable, limpio, pulcro e impoluto. Comprobado esto, la mirada se posó instintivamente en la borbotante paila sobre uno de los fogones. Tomó un secador y protegiéndose la mano de vapores levantó la tapa. Examinó el interior del recipiente y reparó cómo por efectos del hervor habíase establecido corriente circulatoria de abajo hacia arriba, dando como resultado el movimiento contínuo de los ingredientes que hallándose en la cresta de la efervescencia dejábanse ver por breves momentos.

Notó un no sé qué de imprevisto. Una punzante corazonada la excitó. Tomó la espumadera más a mano y con ella removió el espeso menestrón. A las zanahorias, papas, nabos, trozos de apio y poro ya casi en su punto de cocción siguieron fragmentos de carne que al principio la dama tomó como cosa natural… ¡¿Natural…?! He aquí, sin embargo, que entre esas porciones destacose algo como el cuerpo de un animal pequeño, tiernecito, esponjoso y delicado unido a una especie de larga mecha de dinamita, gorda en su base pero adelgazando conforme llegaba a la punta. ¿Sería un conejito? … ¡No…!: los conejos no tienen rabo de estas características. ¿Un cuy…? …¡Tampoco…!: los cuyes casi no tienen rabo. Éste era largo, grueso en la base, en la parte pegada al cuerpo, afinándose en el extremo final. Sus pupilas focalizaron su atención en este objeto inesperado, en esta inopinada provisión, y se le abrieron demesuradamente justo en el momento en que Fuchi­fu hacía acto de presencia estableciéndose el diálogo:

– ¿Qué significa esto, Fuchi­fu? ­inquirió la señora doña Angélica, enseñándole al chino el roedor pelado y hervido que sostenía en la espumadera­,

– Ete pelicotito, patloncita, como sapito que etá dentlo cacelola, son pala mí, pueé … Sopita menetlón y demá comilita pala ti y toó lo galgantaa limeñitooo.

Ricardo E. Mateo Durand
El Callao – Perú
Tartu – Estonia (Comunidad Europea)

LOTERÍA FATAL O DE LA SUERTE Y DE LA MUERTE

Recuerdo la última vez que lo vi. Fue el viernes 13 de diciembre de 1968, casi vísperas de mi segundo viaje a Europa. Por hallarse vinculados de alguna manera, me referiré a ambos, a él y a mi viaje … ¡Viernes 13…! … Ocurrió en circunstancias que me fui a caminar por El Callao para observar, para contemplar, para guardarme y llevar conmigo las imágenes de sus gentes, de sus calles, de su flujo de personas y vehículos, de su mercado de abastos -Plaza Grande-, de sus plazuelas -del Óvalo, Dos de Mayo, Independencia, Pérgola, Malecón-, de su compleja heterogeneidad, de sus fragancias, coloridos y sabores.

Empecé mi recorrido desde la intercepción de Guardia Chalaca con la Calle Lima. Despacio. A pie. Me movía con tranquilidad para no deambular ajeno a lo que me rodeaba sino precisamente para captarlo todo, para sentirlo y penetrarlo todo, para aprehenderlo íntegro todo con la mayor fuerza posible. Pasé por el costado del Cine Sáenz Peña, que no mucho después dejaría de existir. En el mismo sitio de aquella sala de proyecciones, en tiempos actuales se halla el edificio de la SUNARP. Al otro lado de la calle se levantaban, como aún permanecen levantados, los muros del Colegio San Antonio de mujeres.

Pasé de cuadra dejando a mi derecha la callecita Nazca y, pocos metros más allá, crucé la Avenida República de Panamá. Seguí bajando por la misma Calle Lima cuando de pronto una camioneta roja llamó mi atención. La carrocería era de rojo encendido. A la altura de Vigil, poniéndole aire a las llantas de ese mismo vehículo encarnado estaba mi amigo Ernesto, a quien los compañeros le decíamos Tito unas veces -como lo llamaban en su casa-, Fifa, otras, como le decíamos sus amigos o, al menos, parte de ellos. Quien estas líneas lee no debe asombrarse de los motes de los chalacos -chapas, se les decía por aquellos tiempos quizás para sin proponérnoslo enriquecer la polisemia de la palabra, ya de por sí abundante-. Ni en el colegio ni en el barrio había quien no tuviera su sobrenombre: cada amigo y compañero tenía el suyo. No se salvaban ni los maestros, o quizás por el hecho de serlo eran los primeros en rebautizarlos los muchachos. Son calificativos cariñosos que acompañan desde la niñez, asociándose con nosotros hasta la tumba. Los suyos eran, repito, Tito o Fifa, sin que este último tuviera relación alguna con el fútbol.

foto1

Foto de la clase de primero de primaria del Colegio San José de los Hnos. Maristas
(El Callao – 1952)
Fuente: Álbum personal

Fifa y yo nos conocimos desde los primeros días escolares, como con la mayoría de los camaradas de la niñez. Ambos empezamos la primaria en la misma clase e hicimos juntos La Primera Comunión un año después, que fue el Día de San Luis Gonzaga (21.06.1953). Transcurrido un decenio, egresamos en la misma Promoción (Llll Hno. Pablo Nicolás). Refiriéndome a su persona añadiré que se trataba de un joven un par de centímetros más alto que yo, y de complexión fuerte sin perder la silueta esbelta de la adolescencia. Era risueño, festivo, demostrando su complacencia con sonoras y contagiosas carcajadas, sobre todo cuando en momentos de muchachonadas travesuras dábase a reir con alborozo que exteriorizaba sin estorbo:

– Jooo … jojojooo … ¡¡¡Jooooooooooooo…!!!

Lo recuerdo también cuando en el coro del Hno. Pascual, conservando la armonía a Tito le daba por cambiar palabras y frases de las canciones que el referido don Pascual nos enseñaba … Había una parte en que el conjunto debía repetir:

– Al bardero … al bardero … al bardeeroooo …

con voces bajas y decreciendo en intensidad, que en boca de Ernesto salía de manera manifiesta jugando con los efectos fónicos de la palabra:

– Al pajero … al pajero … al pajeeroooo …

… desternillándome tanto que en una oportunidad, escuchando nuestro Hno. don Pascual que por ahí alguien desentonaba descubrió en mí el causante de tamaña disonancia, indicándome con el dedo índice de la mano derecha la puerta de salida. Nunca más participé en ese ni en ningún otro coro precisamente por mi incapacidad para fundir mi voz en el armónico unísono torrente de las otras voces.

No puedo, ni tampoco deseo pasar por alto que cuando adolescentes solíamos reunirnos en La Punta para bañarnos en las aguas de Cantolao o en las de La Arenilla -a La Punta-Punta iba yo con otros amigos-. Acostumbrábamos jugar pin-pon en el Club de Regatas Unión, pero, sobre todo, nuestros encuentros eran para remar. Nos encantaba bogar. Buscábamos al entrenador, un uruguayo por entonces era el instructor oficial del club, y le pedíamos permiso para sacar yola, que nunca nos negó, reiterándonos la consabida recomendación:

Tengan cuidado, muchachos… No se alejen demasiado de la playa… Desde acá los voy a estar mirando.

foto2

Cantolao
La Punta – El Callao
Fuente: Álbum personal

Pasaron los años con la lentitud y dilación que la adolescencia les atribuye. Egresamos (1961) y cada cual optó por el rumbo de sus sueños, de sus posibilidades, de sus proyectos y aspiraciones o de lo que fuere. El padre de nuestro amigo tenía oficina de contaduría-auditoría en la primera cuadra de la Calle Lima y, como sucede en ocasiones, nuestro apreciado compañero siguió las huellas de su progenitor. Tan bien le iba todo que en cierta oportunidad salió favorecido con el premio de lotería consistente en una camioneta de color rojo, la misma con que lo vi ocupándose de su mantenimiento en aquel minúsculo centro de servicios en una de las veredas de la Calle Lima.

Lo vi, pues, y mi primera intención fue llamarlo, pasarle la voz desde la otra acera, acercármele y conversar con él, borrar el tiempo transcurrido desde la última ocasión en que nos vimos. También despedirme. Pero me detuve: no me atreví a gritar de una vereda a la otra porque pensé que hubiese sido excesivo alboroto. Tampoco crucé: por entonces el tráfico era de doble sentido, y en ese instante mostrábase congestionado. Me contuve. Me sobreparé y me quedé viendo a mi amigo, activo, diligente y entusiasta, atendiendo el vehículo con que la suerte lo gratificó.

– Será para otra oportunidad -me dije- … Será para cuando regrese al Perú.

Paso a paso fui bajando por la misma vereda y pronto estuve a la altura del mercado. Entre Cusco y Puno, casi al frente de la puerta del mismo mercado de abastos que da a la Calle Lima quedaba la pastelería de un chino que vendía mimpaos y demás deleites para el paladar hechos de frejol colado, de dulce de piña, de miel y coco. No pasó mucho cuando el establecimiento se mudó a la Calle Cusco, justo allí donde en el pasado doblaban los urbanitos y tenían paradero, sistema que desapareció en 1965. De Cusco el mimpaonero cruzó la Calle Lima y ahora (2015) lo tenemos instalado a media cuadra de Cochrane, también casi al frente del portón de media cuadra del mercado, a pocos metros de la Calle Colón y de la antigua Avenida Buenos Aires, avenida que mucho antes de nuestro nacimiento había sido la Calle del Ferrocarril. Las crónicas nos aclaran que esta misma arteria -la del Ferrocarril- llevó el nombre de Calle de la Condesa. En nuestra época, repito, nadie se acordaba ni de la Condesa ni del Ferrocarril: se la rebautizó con el apelativo de Avenida Buenos Aires para, por último …¡¿por último?! … devenir en Avenida Miguel Grau, que es como ahora se le conoce.

Fui bajando por El Óvalo, por el costado de la Cervecería; crucé la Avenida Dos de Mayo y la Calle Miller para ver La Plazuela Gálvez … Así, pasito a paso llegué hasta el Malecón, donde me apoyé sobre el murito de mi niñez, ése que da hacia el mar. Por entonces los olores del guano había cedido lugar a los de las anchoveteras, que traían el pescado hasta el Muelle para cargarlo sobre camiones. Los camiones partían dejando su rastro de sanguaza, propiciador de resbalones, choques, colisiones y patinazos vehiculares.

Ese día viernes pasó raudo, igual que el sábado y el domingo. Aquel domingo estuve con amigos en gira por Chincha y Paracas, ocasión que fue la última en que vi a mi excelente e inolvidable maestro Pepe Ontaneda, quien falleció en noviembre del 1972 a la edad de 43 años. Llegó, pues, la noche y muy luego la madrugada del lunes 16 de diciembre. Era muy oscuro todavía cuando fue a buscarme el auto contratado por la empresa naviera Marítima y Fluvial para llevarnos a Chimbote, desde donde partiría la Motonave Paracas en directa singladura a Europa. Hice el recorrido automovilístico hasta el punto de embarque en compañía de dos profesoras de edad, que viajarían a España para consultar su salud ocular en la Clínica Oftalmológica Barraquer, y luego realizar gira turística por La Península y por algunos países veterocontinentales. Más adelante dedicaré unas líneas para hablar algo más acerca de estas dos damas.

foto3

Foto de la clase de tercero de secundaria del Colegio San José de los Hnos. Maristas
(El Callao – 1959)
Ernesto Alcántara Falconí se halla sentado: el segundo de la izquierda respecto a nuestro maestro el Hno. Felipe Luis
Fuente: Álbum personal

La Motonave Paracas era buque carguero nada carraco a pesar de haber salido de atarazana en 1946. Aquel lunes 16 de diciembre, el cargamento estibándose era de harina de pescado fabricada de esa misma anchoveta que extraían inmisericordes e inclementes del mar, que en Chimbote transportaron en barcazas hasta ambas bandas, tanto de babor como de estribor del buque mercante. En tales circunstancias lo vi escorado, unas veces hacia un lado y otras, hacia el contrario. Al tope las bodegas, y estabilizadas estiba y embarcación, amanecido que hubo el martes 17 de diciembre, entre las brumas de la expirante madrugada de esa parte del Pacífico, que reverberaban al Sol matinal, partió el Paracas hacia el norte, hacia su punto de destino europeo, que debía ser la ciudad de Bremen.

Los pasajeros fuimos seis: las dos maestras de edad a las que he nombrado -parlanchinas, fisgadoras y fiscalizadoras, de puño en pecho, puritanas y cucufatonas, rezadoras de rosario diario; un caballero empresario con medio siglo sobre los hombros que ya había circunvalado la Tierra tres veces -don Miguel Céspedes B.-; una joven francesa de 27 años con su hijita de tres, y quien estas líneas escribe. Recuerdo que me tocó un camarote espacioso a nivel de cubierta, allá en la banda de babor. Los muebles de roble marrón oscuro se repartían por la holgada cabina. La cama, fuerte, maciza y ancha, de una plaza muy bien medida hallábase atornillada al suelo. Había escritorio asegurado igual que el lecho, escribanía con la que Cervantes se habría sentido a sus anchas para componer El Quijote. Baño propio con ducha. No faltaba nada para realizar viaje placentero que aproveché para leer casi toda la obra de Ricardo Palma. Llegado a este punto daré cumplimiento a mi promesa de informar algo más acerca de las bienaventuradas beatonas.

He olvidado sus nombres, pero sí que me acuerdo de su genio y figura, que las habrá acompañado hasta la sepultura, porque desde entonces a la fecha ha pasado casi medio siglo. Luego de las presentaciones:

Buenos días … ¿Cómo están, señoras?

¿Señoras nosotras? … No, joven, no se equivoque … ¡Somos señoritas por nuestros cuatro costados! … ¡Seeñoooritas…!

Pedí disculpas, y continuamos.

Luego de las presentaciones, repito, y de la exposición mutua de motivos del viaje a Europa, nos referimos a la ocupación de cada uno de nosotros. Ambas eran maestras de escuela. Las escuché y, aprovechando un breve silencio de ellas, que me dio pie para formular la pregunta de por qué en el Perú no estudiaban juntos los niños de ambos sexos, así como en otros países, la de mayor edad me respondió lapidariamente:
¡No! … En el Perú jamás podrán estudiar juntos chicos y chicas porque los chicos son muy mañosos.

La palabra mañoso, que fue la que empleó la casta dama de oásicos cincuenta y cinco años, apuntaba a erótico, lascivo, obsceno y lujurioso.

Como a mí me sonara exagerado, de manera educada, calmadamente le manifesté que según yo pensaba, los niños y muchachos de ambos sexos eran muy parecidos en todo el mundo, lo que fue causa para que la misma dama de mayor edad, secundada enérgicamente por la otra, volviera a la carga reafirmando lo ya expresado:

– ¡No…! … ¡En el Perú los muchachos son unos resabiosos…! Son unos libidinosos, lúdicos y sensuales,… Así como dije: ¡unos lujuriosos…! … ¡¡¡¿No lo sabremos nosotras que hemos trabajado tantos años de maestras…?!!! … Porque nosotras, señor Mateo, ya no somos criaturas y bien sabemos lo que hablamos … Yo tengo ya 55 años y mi amiga… un poco menos.

Como viera yo que estaba por demás hablar de esto o de temas conexos, nos despedimos por el momento. Quizás fue en ese instante cuando surgió cierto flujo, cierta corriente, tal vez más: cierta correntada o chiflón de antipatía recíproca. No pasó mucho en que conversando con el telegrafista le referí la charla sostenida con las dos damas, a lo que él se sorprendió:

– ¡¡¡¿¿¿Qué … 55 años…???!!! … ¡¡¡Viejas de mierda, que son ambas…!!! … Mira, Ricardo: vamos, vamos ahorita mismo al cuarto de telegrafía que es donde guardo los pasaportes.

Efectivamente, las dos damas solteras habían ya superado los setenta. Todavía más adelante agregaré algo más de ellas. Por ahora sólo añadiré relatar que nuestro itinerario no fue otro sino subir hasta Balboa, cruzar el Canal de Panamá con su Lago Gatún, y llegar a Colón, donde el barco se quedó por unas pocas horas reabasteciéndose. Saliendo de allí, aproó hacia el nordeste por el Mar de las Antillas que también Caribe llaman -como dice el poema del cubano Nicolás Guillén-, abriéndose paso entre Jamaica, Haití y Cuba, para atravesar el Atlántico por el Mar de los Sargazos, que toca algo del Triángulo de las Bermudas.

Recuerdo nítidamente cuando surcábamos el primer tramo de los nombrados, allá, como dejo dicho, entre Jamaica, Haití y Cuba. Como gaviota perseguidora de nuestro buque me acompaña todavía la canción aquélla que inundaba el éter:

Yo nací en Puerto Rico

Y en Nueva York me crié

Ay, pero nunca me olvidaré

De mi tierra borinqueña …

Dejose atrás el piélago de los Sargazos y nuestra motonave Paracas surcaba aguas con frecuencia sacudidas por violentas tempestades otoñales e invernales, según fuéramos acercándonos a Europa. Menos mal esta vez no, pero sí el inmediatamente al siguiente viaje del Perú a Alemania que la Motonave Paracas zozobró y terminó con su carga en el fondo y lecho atlánticos. No he tenido noticia de su tripulación ni de su capitán, de nombre Ángel Rabí, que por entonces era hombre de 37 años, ni si entonces también llevaba pasaje, como en el verídico caso que narro por estas líneas.

Recuerdo, pues, que uno de esos días, cuando ya el ambiente habíase enfriado, con mar grisáceo intenso, el cielo se oscureció por efecto de nubarrones harto amenazadores, descendió la presión atmosférica con tanta evidencia que no se necesitaba ser metereólogo para tener la certeza que se nos echaba encima una de esas impresionantes tempestades, como que así fue al poco rato, desatándose con inaudita furia e inconcebible furor. Mientras tanto, había yo tenido ocasión de llegar a la sala de estar y viendo cuchichear a ambas damas, me deslicé con aire enigmático, por lo que viéndome ellas se animaron a dirigirme la palabra y preguntarme, cosa que era lo que yo deseaba:

– ¿Sucede algo, señor Mateo…?

Así, pues, como no queriendo la cosa, con voz lúgubre y funesto gesto, bajando la voz como si de algo tremebundo se tratara, empecé mi escueto discurso:

– Parece, señoritas, que se nos acercan momentos amenazadores, peligrosísimos…

– ¿Peligrosísimos…? … ¿Cómo así…? … ¡Explíquenos, por favor, señor Mateo: no nos deje usted en la incertidumbre, en el desasosiego …!

– Señoritas: he escuchado hablar a los marineros en voz baja, quizás para no asustarnos, que esta será una de esas tormentas rompebarcos, rompequillas, rompecuadernas, así que habrá que estar preparados para afrontar cualquier contingencia… En este instante me voy a poner en orden mi equipaje.

– ¿Rompebarcos…? … ¿Así dijeron…? … ¡¡¡Ay Señor nuestro y Dios nuestro: líbranos…!!! … ¡Aplaca, Señor, tu ira, tu justicia y tu rigor…!

Las septuagenarias exclamaron esto al unísono, espontáneamente, mientras entre ellas cruzaban unas miradas de terror y pánico, lo que las impulsó de manera automática a meter la mano en las profundidades del bolsillo y buscar el respectivo rosario de abalorios desgastados por la devoción.

Yo me despedí como yéndome a mi camarote, pero en el camino sucesivamente me entrevisté con el telegrafista y con el caballero de cincuenta años que había circunvalado tres veces el Planeta Tierra, y ambos se morían de risa. Tanto ellos como yo pasábamos cada cierto tiempo cerca de la sala de estar. Ambas cucufatas continuaban desgranando cuentas rosariales.

Superose las gruesas marejadas del Mar de las Azores, cruzose después las embravecidas extensiones acuáticas del Golfo de Vizcaya, ingresose y saliose del Canal de La Mancha, sorteose el pasaje hasta el Mar del Norte para, por fin, después de tantos mares, tempestades y contracorrientes remontose el río Weser para arribar a la ciudad de Bremen, para mí famosa por el cuento de los Músicos de la Aldea.

Salvadas, pues, las distancias y las tempestades de invierno, llegado que hube a Europa y a Bremen, a modo de un Phileas Fogg por la premura tomé tren hasta Hamburgo, cuyo trayecto fue corto. Esperé en uno de los andenes ferrocarril para Copenhaguen, donde en ese instante no había más alma que la mía. No transcurrió demasiado cuando descubrí de pronto a un carretillero, y en castellano le pregunté si ese sitio donde estábamos era el correcto para dirigirme a la capital danesa. El hombre, coetáneo sin quererlo de las dos damas maestras, mocho de un dedo de la mano izquierda, me respondió que sí en castellano bastante perfecto. Le pregunté que dónde lo había aprendido y me dijo que en el Perú: había nacido en el Pozuzo, allá en la Provincia de Oxapampa.

En Hamburgo subí al tren de Copenhague. De Copenhague a otro con destino a Estocolmo. De Estocolmo, ferris hasta Turku. Aquí me tocó un camarote por debajo de la línea de flotación, justo donde golpeaban con mayor fuerza los bloques de hielo del Bático. Me dormí, a pesar de todo. De Turku nuevamente tren hasta Helsinki. En la capital finlandesa gestioné visa turística y, ¡otra vez en viaje!: ferrocarril hasta la antigua Leningrado, la hermosa urbe fundada por el zar Pedro el Grande (1703), que en tiempos posteriores recuperó su nombre histórico: San Petersburgo.

Aquí, en el tren Helsinki-Leningrado me sucedió un hecho curioso. Compatí el coupé o cupé con un periodista norteamericano de 27 años, a quien su diario había destacado a la Ciudad Heroica. Era hombre delgado, atildado pero con sencillez, de metro ochenta de estatura, blanco de piel, sin perilla pero con unos bigotitos románticos castaño claros a lo Gustavo Adolfo Bécquer. Nos presentamos.

Al entrar acomodé mi equipaje en el espacio idóneo bajo la cama y bajé la tapa de mi lecho vagonario, sobre el que me tendí. Yo estaba rendido por tantas subidas y bajadas y cambios de buques, trenes y ferris. A poco de hablar le di las buenas noche, me eché, pues, en mi litera y me quedé profundamente dormido. Cuando desperté abrí los ojos y lo vi …

¿Cuándo cruzaremos la frontera?, -le pregunté-.

La cruzamos hace horas -me respondió-.

¡¿Hace horas…?!

Sí, hace horas. Entraron los agentes rusos de fronteras y lo zamaquearon, lo removieron a usted, lo agitaron y voltearon sin lograr despertarlo. Ante esta imposibilidad, centraron su interés en mi persona y me han revisado todo, … ¡Todo…!

Fue el viernes 17 de enero de 1969: un mes justo de la partida de la Motonave Paracas. Entré, pues, en la Unión Soviética con visa turística por un solo día, un sólo día que fue estirándose como elástico hasta el de hoy. En este dilatado lapso de casi cinco decenios vi la larga época brezhneviana y su defunción; la sucesión de primeros secretarios pelados y peludos que hubo luego, el declive y, por último, su desintegración y la restauración de la Independencia nacional de varias de las repúblicas federadas, entre ellas, la de Estonia. Pero no: no es el devenir histórico soviético lo que deseo referir ahora sino las tristes circunstancia de la desaparición física de mi amigo Tito Alcántara y la premonición de tan luctuoso suceso revelado por imágenes oníricas.
Remontándome a los hechos he de decir que perfectamente pudo haber sido la noche previa al domingo 20 de abril de ese año de 1969, o en la madrugada de aquel mismísimo día cuando en sueños lo vi claramente. Hay opiniones que aseguran que las personas jamás soñamos en colores, que las representaciones que durante el reposo nos visitan e irrumpen en nuestro interior no se hallan en tonos, tintes, gamas ni matices, sino en figuras libres de toda pigmentación. El caso al que me refiero fue precisamente a color: tuve consciencia, clarísima consciencia, diáfana y manifiesta percepción de mi amigo Fifa Alcántara entre los fierros retorcidos de la carrocería de su camioneta roja. Tanto me sobrecogió que la emoción persistió. Me desperté y lo conté en casa. Aquí, sin embargo, no concluye este relato.

Transcurrieron las dos o tres semanas que la correspondencia solía demorar entre el Perú y la Unión Soviética – en aquellos tiempos no existía el sistema de correo electrónico-, y recibí breve misiva de mi madre:

– Te daré, Pupo, una noticia que te apenará mucho, y es que en accidente automovilístico acaba de fallecer tu amigo Ernesto Alcántara Falconí. Fue este domingo 20 de abril. Ya fui a visitar a su mamá, y le di mi pésame y también pésame de tu parte. La señora doña Graciela está desconsolada. De la noche a la mañana ha adelgazado bastante por la tristeza. Me ha pedido que te trasmita sus recuerdos, y que sin falta la vayas a visitar cuando vengas al Perú.

Hubieron de pasar aún cuatro años para esa visita. Cuando por fin en agosto de 1973 llegué al Callao una de las primeras gestiones que hice fue visitar a la señora doña Graciela. La casa en la que ella vivía era hermosísima, acogedora. Quedaba en la Calle García y García de La Punta. Poseía amplios espacios y ventanas grandes que dejaban pasar a raudales la luz solar -más intensa todavía por la cercanía de la primavera austral-, profusión luminosa y hospitalidad personal de las que resultaban el maravilloso ambiente de claridad y sosiego que allí gozábase. Percibíase las brisas salobres de La Arenilla y el rumor de los tumbos al deshacerse sobre las piedrecitas de la orilla.

Cuando la señora doña Graciela me vio ambos nos abrazamos, y así, estando juntos ella lloró unos instantes con silencioso llanto, con sollozo quedo, con lágrimas dolidas y dolientes.

– ¿Te enteraste, Ricardito, cómo falleció mi Tito?… Nunca me consolaré… Nunca se me aliviará la aflicción que siento por su partida… ¡Es una agonía, es una agonía, Ricardito! … Tu mamá me contó lo de tu sueño, y así fue el accidente, así exactamente como tú lo viste mientras dormías… ¡Qué cosas tan misteriosas hay en esta vida!, ¿no?
Conversamos, hicimos remembranzas de tiempos idos, de cuando Tito y yo nos juntábamos para irnos al Club a remar, a bañarnos en Cantolao, o cuando nos quedábamos jugando o conversando allí en su antigua vivienda de la Calle Tarapacá. Al despedirnos me hizo prometer que iría a visitarla cuantas veces pudiera…

… Ya salía yo cuando agarrando mi mano depositó en ella una joya:

– Aquí, Ricardito, te entrego la esclava de plata que perteneció a mi Ernesto. Su padre y yo se la regalamos para su cumpleaños. Él ya no está, pero estás tú. Te la entrego con mucho cariño …
La tomé agradecido y desde entonces la custodio.

Ricardo E. Mateo Durand
Tartu – Estonia
El Callao – Perú